martes, 8 de marzo de 2016

Etapa 45 (336) Plage de Kervel-L'Aber


Etapa 45 (336), 22 de julio de 2012, domingo.
Plage de Kervel (Plonévez-Porzay)-Plage de Sainte Anne la Palud-Sainte Anne la Palud -Kervigen-Pors de Vag-Plage Cameros-Plage Trez Bihan-L’Aber.


Amanecer en Kervel.
Me levanto tres veces a orinar en la noche. No sé si como consecuencia del frío que hace y que me cuesta dejar de tiritar cuando vuelvo a meterme en el saco, aunque luego, ya caldeado el saco con mi cuerpo, no paso frío, se pude decir que duermo bien. Hoy, con el jersey a rayas y sin quitarme el pantalón. La almohada la hice algo dura y el error lo he corregido durante la noche sacando las mangas del jersey negro que me dio Mikel. Lo traje como ropa adicional porque me dijeron que en Bretaña hacía mucho frío incluso en verano. La esterilla se está comportando bien y casi todas las mañanas me despierto con ella todavía hinchada. Como me he despertado a las 5:45 horas, he orinado y vuelto a meter en el saco, aguanto sin despertarme hasta las 6:30. Me hago el remolón y no estaré en marcha hasta poco antes de las siete. Quizás esté perdiendo un tiempo de oro para desayunar a buena hora.
 
Ayer, en mis pesquisas tardías, no logré encontrar el lugar del GR-34 para arrancar sin titubeos esta mañana, así que sigo la playa hacia el final. Como con la marea alta no se puede llegar hasta el fondo, asciendo el último tramo con la esperanza de que los accesos no me metan en terreno privado y que, terminadas las últimas casas, me lleven a accesos públicos y, efectivamente, tengo suerte y mi intuición me lleva a una escalera ascendente que me mete en el GR que busco.

En terreno de Plonévez-Porzay.
El sendero es magnífico y me encamina por altura pero no demasiado alejado del mar. En un peñasco frente al mar veo dos pescadores y, poco más adelante, un tercero.
 

Obtengo una foto del cabo de la Cabra, que será la constante de la jornada. Entre la hierba veo un parasol, una seta de tronco coriáceo poco aconsejable culinariamente, pero cuyo sombrero me gusta, aunque tiene un sabor muy diferente a la mayoría de las setas que conozco. Cuanto más me estoy acercando a la Pointe de la Chèvre, parece que está más lejos.


Me encuentro con un indicador: “Circuit de l’Anse” y pregunto por su significado a un joven con perro, pero su explicación sobre diferencias entre “bassin, baie y anse”, me resulta poco convincente. Luego, cuando llegue, vea y baje al Anse, comprenderé la razón por la que se llama así el circuito. Me temo, como al salir de Concarneau, que esta ensenada me obligue a dar un gran rodeo.
 

Pregunto sobre la ensenada a un corredor que entrena sus piernas. Me dice que hay y que encontraré cerca paneles explicativos. Luego pregunto a una inglesa y, sin saber su respuesta, veo a un hombre que está al otro lado del “anse” y que salta a la playa hacia el lado del mar, así que cuando doy todo el rodeo por el GR y lo abandono yo también saltaré a la playa. El camino junto a la ensenada es precioso y también los túneles que produce la vegetación.
Plage de Sainte Anne la Palud. Algas contaminadas.
Pero la prioridad no es la playa, sino desayunar. La playa está contaminada por las algas verdes. Se encuentran no sólo en la ensenada que acabo de abandonar, sino que también hay más diseminadas por la orilla de toda la playa. Dos pescadores metidos en el agua hasta las rodillas con botas altas, pescan con caña. Al llegar veo el nombre de la playa y ese “la Palud” me trae al recuerdo los paloudiers de Guérande y la Marais Salant, pero después me dirá el panadero que no tiene nada que ver este Palud con el otro Paloud, ni con el paludismo. Como ya estoy en la playa, me acerco al hotel donde, además de temer precio caro, no veo a nadie desayunando. Pregunto a una pareja que pasa con dos perros y me dicen que hay un café al final de la playa. Sigo por la playa y veo algunas tiendas de campaña con alguno ya levantado. A las 8:30 horas llego al café restaurante y está cerrado. Limpio una mesa de la terraza y seco el rocío mañanero con una de las servilletas almacenadas que llevo en mi arsenal mochilero. Saco el sobre de Agmentin y lo dejo preparado para que no se me olvide. Escribo un buen rato de diario, pues la última hora de la tarde de ayer fue intensa. A las 9:30 oigo y veo cómo suben una persiana pero ni me inmuto y sigo esperando y escribiendo pero, en vista de que nadie se asoma, me acerco a la puerta. Sale una mujer para decirme: “No abrimos hasta midi” (hasta mediodía).

Me dice que vaya al hotel o a la Chapelle. Como no quiero retroceder y un chico, que repone bolsas de basura en papeleras, me dice por donde puedo seguir hacia la capilla de Santa Ana, recojo todo y me voy hacia allí. Sigo carretera y, cuando llego a la cima, allí aparece el pincho de lo que busco. Me da mala espina ya que está aislada y el barrio más cercano ofrece escasas casas.



Iglesia de Sainte Anne la Palud.
así que me acerco al pueblo y paso por la iglesia de Sainte Anne, que ahora está vacía, pero que más tarde comprobaré como es un lugar de mucha devoción. Se trata de un edificio austero y aislado en medio de un gran prado. La torre campanario tiene un aspecto de demasiada filigrana que contrasta con el resto. Pensaba que a estas horas estaría cerrada, pero no es así. Ya está lista para la ceremonia del mediodía. En su interior es más hermosa de lo que aparenta por fuera. Una gran nave central y dos laterales que ofrecen en sus paredes escasa estatuaria.


Pero es muy luminosa, quizás debido a los rayos solares que penetran por las vidrieras del altar mayor. En altar lateral dedicado a Sainte Anne y a la virgen niña, se aprecia un colorido que me recuerda los iconostasios de las iglesias ortodoxas bizantinas. Destacan los rayos dorados que emanan de las dos santas. Cuando salgo de nuevo al exterior, me acerco al portalón que delimita el terreno con su arco de estilo gótico y la fotografío como marco de un interesante calvario labrado en piedra. Las santas mujeres se reparten en el espacio. Dos junto a la cruz y las otras dos al pie del pedestal. El sexto personaje no parece que sea San Juan, sino Dios padre, que debiera estar por encima de todos y no al pie de la cruz.

Sainte Anne la Palud. Desayuno con el panadero.
Me acerco hacia el caserío y una chica con perro me dice que no hay por allí ningún sitio para desayunar. Veo también un teléfono, y memorizo el lugar para hacer una llamada más tarde. Un hombre joven viene con panes y me señala dónde está la panadería que también es café. Allí está el panadero, solo, y le hago el pedido de lo que quiero pero en vez de darme prioridad, va atendiendo a los clientes que van llegando y tengo que esperar. Compran, además de pan, otras cosas, pues también tiene algo de tienda de ultramarinos. Para que no piense que sólo quiero el café con leche, le pido un pastel de manzana, otro de chocolate y otro de almendra y también un vaso de agua para empujar el Agmentin. Espero a la cucharilla de café para remover los polvos y tomarlo. El potingue sabe dulcecito. Temo que he perdido la cucharilla que traje de casa. Cuando voy a beber el café me doy cuenta de que me ha puesto la leche fría y pido que me la caliente. Me he ido comiendo los pastelitos mientras espero, pero el de almendra ya me lo como con el café con leche caliente. Me cobrará 6 €. Ya tengo organizado el mapa siguiente y me dispongo a guardar el de Cap-Sizun y el de la primera parte de Finisterre, que empezó en Le Pouldu y va a terminar en la siguiente playa de Ploeven. Dejo las mochilas y salgo para llamar por teléfono a Sara pero, me salta el contestador automático, y me limito a dejar mensaje sobre mi estado de salud y las resultas de mi visita al hospital. Vuelvo a la panadería para seguir escribiendo y pido “toilettes”. El panadero, que vive solo en este conjunto de vivienda, obrador y cafetería, me lleva al retrete privado de su casa, donde cago y, de regreso, le pregunto su edad. Tiene 66 años pero antes de que finalice el año cumplirá 67. “En setiembre”, me dice. ¡Vamos!, ¡que somos de la misma quinta, de 1945! Es algo que nos hermana y bromeo diciéndole que yo soy mayor. Sigo escribiendo hasta las 11:45. Mientras, sigue llegando gente para comprar pan y bollería. Escribo postales a los Estirado y a Marga Bennasar. Me despido de él y salgo a la carretera por la que he venido. Salvo que haya alguna alternativa posterior, a lo mejor como donde había pensado desayunar. En cualquier caso, el rato del desayuno se me va a juntar con el de la comida y he avanzado muy poco. El panadero me ha dicho que no siga la carretera, sino que coja el GR-34 (A tramos también aparece como GR-37) y que puedo comer en la playa debajo de la ermita de Saint Sebastien. Me he despedido de él hasta el 2045. “¿Viviremos?”

Acompañado por Suzanne.
Echo las dos postales en el buzón de correos. Y en el teléfono miro el saldo que me queda en la tarjeta telefónica que aguanta bien. Dan las doce en Sainte Anne. Cuando paso por la explanada que antes estaba vacía, ahora la veo llena de coches aparcados. La mayoría sobre la hierba. Parece que la gente ya ha empezado a salir de la capilla. Ha terminado la misa dominical. Me encuentro con Suzanne, que va camino del camping donde está con su familia. Me dice que aunque esta capilla no tenga el fasto de la basílica de Sainte Anne d'Auray, también es de mucha devoción. Como vamos en la misma dirección, nos acompañamos y amenizamos el camino con nuestra cháchara. Tiene cinco hijos y, dentro de unos días, estará en el camping con cuatro de ellos. Hay algunas cosas que no le entiendo, pero hago como que le sigo toda la conversación y enlazo el tema como puedo. Ella suele visitar la zona de Dax y aprovecha ese acercamiento para recorrer algo de España. Saco dos fotos de la playa, pero la segunda presenta profusión de algas verdes sobre la arena, en la orilla y dentro de la zona de baño. Me aclara lo de las algas verdes. Yo creía que eran especie de especial protección y ella me dice que son algas invasoras. Según mi mapa, pudiera ser la playa de Ty-Anquer. En el mar, a lo lejos, vuelvo a ver el cabo de la Cabra.

La carretera nos permite caminar en pareja, aunque el otro carril ahora presenta mucho movimiento. Hablando de ella, su familia y de mi viaje, llegamos al camping. Entro con ella al recinto, pues me dice que siguiendo una de las calles, entre tiendas de campaña y rulotes, puedo salir al GR-34. Nos despedimos dándonos un par de besos. ¡Hasta que la vida nos vuelva a encontrar!

Plage de Kervigen.
Efectivamente, he salido al GR-34. La playa a la que salgo parece menos contaminada que la de antes, pero el camino me va llevando cuesta arriba y me voy alejando de la arena. Por delante van dos adultos con niño. Encuentro una bici tirada en el camino, pero veo que la mujer baja a recogerla. Parece que ha tenido que subir primero con la del niño. Me los encontraré luego, al final de la siguiente playa. Es muy larga y yo la he tratado de acortar. 
 
La fotografiaré hacia atrás desde arriba de los suaves montículos. Hablo con otro matrimonio de las algas verdes, cuyo tema había salido en la conversación con Suzanne, y éstos también son partidarios de considerarlas plantas invasoras, consecuencia de la contaminación por vertidos tóxicos de las algas de mar, del tipo de las que hemos llamado siempre lechuga de mar. Lo puedo confirmar cuando las vea más de cerca.


Donde más algas verdes he visto, ha sido en la plage Kervigen, que pertenece a Ploéven. Me han preguntado si también ocurre lo mismo en el País Vasco. No lo sé y no he podido contestarles. Nosotros, en dosis menores, siempre las hemos considerado beneficiosas. ¿Por qué aquí no? Hasta que no me lo aclare Unai en Plougrescant, voy a permanecer “in albis”. El alga vive en el fondo de los mares y se encarga de purificar las aguas marinas. El problema surge cuando hay vertidos incontrolados que son tóxicos, destruyen el hábitat adecuado de las algas, se desprenden de su fondo natural, llegan a morir a las costas del continente e invaden las playas y acantilados. Nosotros nos restregábamos con ellas la piel, para añadirle el aporte de yodo y del resto de oligoelementos marinos. ¿Estaríamos haciendo algo inconveniente para nuestra salud? Cuando tengo ocasión, leo uno de los carteles más detenidamente, lo que me confirma el aspecto de planta invasora y el concienciador, el de llamada a la población para que denuncie estos vertidos si observa que en alguna playa virgen aparecen algas invasoras.



Pointe de Tal-ar-Grip.
Ya estoy de nuevo en las alturas, en este sube y baja costero. Un hombre va por delante, le alcanzo y  paro para preguntar. Él no me puede decir si por donde voy podré volver al acantilado, pero me arriesgo y vuelvo a la costa. Lo he conseguido. Ha quedado atrás el cabo Tal-ar-Grip. Se me mojan las sandalias en la orilla y pregunto a un pescador, quien me asegura que el acantilado no me va a dejar subir al GR si me voy caminando hasta el final de la playa. Le hago caso, y luego veré que sí podía haber subido por un camino al final de ella. No entiendo por qué la gente que no sabe algo se obstina en inventarse lo que desconoce. ¿Será por afán de no mostrar su ignorancia? El caso es que me fío y no arriesgo para intentar lo que, por intuición, era mi creencia. En la entrada de la playa arranca el GR-34, donde me vuelvo a encontrar con el trío de ciclistas con niño. Cuando llego encima del acantilado, veo la senda suave que enlaza con el final rocoso de la playa. Sigo por buen sendero hasta que ya va pasando de la una. Entre la carretera que se me ofrece y la costa, se me presenta un camino que me parece va más recto. Pero entra en campo de cereal. Voy bordeando su contorno pero tengo que retroceder, pues no me deja continuar. 
 
Por el segundo contorno, logro llegar al camino. ¡Dudo de que haya adelantado algo! Llego a un camping. Pregunto en el “accueil” y me dicen que allí no hay restaurante. Menos mal que un joven me acompaña hasta una ventana y desde ella me orienta hacia la siguiente playa y a un restaurante que se llama Oasis, donde comeré. Sin salir del entorno del camping, y tras haber sacado una foto de un bonito arriate de margaritones, llego a L’Oasis.

Plomodiern. L’Oasis.
Aún no son las 13:45 horas cuando me siento en mesa para uno en el Oasis. No parece que sea una hora tan tardía como estaba temiendo. Pido sopa de pescado y mejillones. Quiero que sean lo más naturales y sin ingredientes posible y una de las camareras me orienta a que los pida a la sidra. De postre, isla flotante. Pago con Visa 15 €. El camarero me informa de que la capilla de San Sebastián ya me la he pasado sin verla. “Es una chapelle petite”, me dice. Acaban de pasar las tres de la tarde cuando boy al retrete. Estoy lleno. No he podido terminar los mejillones, que han sido los más pequeños que me habían servido hasta ahora. Tampoco he podido terminar las patatas fritas. He llenado de agua mi botellín y salgo a la playa. Pero después de comer en la terraza, se levantan a la vez que yo dos mochileras y pienso en ir con ellas, pero vamos en dirección contraria. Intercambiamos algo sobre nuestras rutas y seguimos nuestro camino.


Plage de Pors-ar-Vag.
Me descalzo y voy por la orilla. La playa tiene una pendiente mínima y, en marea baja, la arena está caliente. Quizás ésta sea la razón de que en estas últimas playas se baña más gente que en el resto de la costa francesa que llevo recorrida. Quizás sea debido también a que el verano ya está en su plenitud. La gente que veo entrar en el agua, camina y camina sin que les llegue a cubrir el cuerpo, así que los nadadores nadan en lugares donde hacen pie. Igual que ahora la marea está baja, también voy a observar que sube con gran rapidez debido, precisamente, a la pequeña inclinación de la arena. Como hacer nudismo es imposible sin dañar susceptibilidades, dudo en subir al paseo marítimo, pero, al ir tan a gusto descalzo porque creo que vendrá bien a mi pierna dañada, continúo hasta el final de la playa. Cuando llego, veo que por allí el acceso desde el acantilado ofrece muchas dificultades y, vigilando a la gente que se acerca por la playa, me parece que me voy a poder desnudar, a tomar el sol y, con cuidado, darme un baño en bolas.
 

Al fondo, veo una rocas, más o menos planas, que me lo van a permitir. Como estoy vigilante, veo a una pareja que se acerca para meterse en la cueva, que he visitado, y me protejo de su mirada. Observo que, por encima del acantilado y por la montaña, no circulan caminantes. Así que estoy tranquilo, con poco espacio para vigilar. Pero por otro lado, me intranquiliza que no haya nadie por allí. Eso quiere decir que no es el lugar por donde continúa el camino. “¡Luego se verá!”, me digo para mis adentros. Estaré poco más de media hora en la playa y, cuando la subida de la marea merodea por donde estoy tomando el sol, cerca de las rocas, me visto, me voy de la playa, consigo salir al paseo marítimo, y evito mojarme los pies. He sacado una foto desde mi txoko con la playa de Pors-ar-Veg hacia el Sur. Subo a la carretera y en seguida veo el GR-34 con varias indicaciones. Uno de los puntos de referencia está a 9.5 Km. y me parece que será un buen tramo para iniciar la caminada de la tarde.

Plage de Caméros.
El camino va entre casas y sale a unos prados donde, a lo lejos, veo gente ejercitando con sus parapentes. Esta zona, en mi mapa, aparece como paraje natural y, tras la playa Pors-ar-Veg, ya no voy a pisar la costa hasta que llegue a la siguiente playa de Caméros (nada que ver con la Sierra de Cameros). Primero he pasado por uno de los prados que ya han segado, secado la paja al sol y ahora, cerca del acantilado y alejado de mi vista y del camino, un tractor va recogiendo la hierba y, debo suponer puesto que no lo veo, empaquetándola. No sé si en forma rectangular, cuadrada o cilíndrica. Esas son las formas más habituales en que suelo ver los paquetes diseminados por los prados o apilados, bien en el propio prado o cerca de las granjas donde va a ser consumida por los animales. Existen paquetes con la hierba a la vista y la variante que los envuelve en plástico. Nunca veré hierba en forma de meta, como solía ser habitual en el País Vasco. Tendría que pasar uno o dos días más tarde para saber cómo van a ser estos paquetes. Lo más curioso de la foto es que la pala del tractor parece que pretende aprehender el Cap de la Chèvre. 
 
Cuando empiezo a ver los primeros parapentes volando, el GR-34 se está poblando de caminantes. No voy solo. El mar forma una ensenada y la costa que me iba llevando hacia el Norte vira y me dirige al Oeste. El prado en que están los parapentistas está inclinado hacia el mar, lo que resulta idóneo para que los jóvenes usuarios, con la vela al viento, cojan carrerilla cuesta abajo y se puedan lanzar al vacío, quedando en suspenso sobre el alto acantilado y soltando la adrenalina segregada por la emoción de volar.
 

Los pocos a los que veo hacer la operación despegue se ve que lo hacen con facilidad. Saco una foto con dos parapentes volando con sus conductores y otro en la cuesta abajo, a punto de iniciar su vuelo. La foto siguiente intenta dar una idea de cuál sería la caída en el supuesto de que la maniobra resultara fallida. No es agua lo que espera bajo el acantilado, sino arena y roca. Arena y roca, pura y dura.
 
Supondría una buena toña, pero parte de la gracia de estos artilugios está precisamente en retar al peligro y vencerlo. No tengo ninguna duda de que esta práctica, como el alpinismo, la escalada, y otros similares, son deportes de alto riesgo y que cada cual sabe, o debe saber, lo que se juega. En la foto de esta playa, se ve al fondo la costa de Cap Sizun que abandoné ayer. Parece que fue hace siglos. Por el otro lado, asoma un trocito del cabo de la Cabra. Mañana será el último día que lo vea. Bajo hacia el molino y la playa y compruebo que Caméros pertenece a Argol, que está a mitad de camino entre las dos costas de la Presqu’île de Crozon, entre la Bahía de Douarnenez y la Rada de Brest. En terrenos de Argol dormiré dentro de dos noches. Podría acortar por aquí y adelantar, pero en mi camino, como sabéis, no se trata de eso. Lo importante no es llegar, sino lo que ocurre en el recorrido.
 

En la zona del molino, que no sé si está actualmente en funcionamiento, se ve otra gran construcción y están aparcados muchos vehículos. La zona del mar no ofrece playa sino rocas, por donde caminan algunas personas y recolectan lo que pueden y les ofrece lo poco que la subida de la marea les va dejando de la rasa intermareal. Me dan las 17:00 horas. Abandono la playa de Caméros y continúo camino.


Plages de Trez Bihan y Bellec.
El ascenso al GR-34 es ahora suave y el camino va mejorando en calidad. Casi todo el tiempo se va a mantener a una altura constante alejada del mar y con grandes acantilados. Paso por más prados en los que se está secando la hierba al sol.
 

Me adentro en zona con arbolado bajo o arbustos altos que forman una barrera de defensa contra el viento que viene del mar. No sé qué especie arbórea puede ser. Para ser tamarindos me parecen grandes y la forma en que se me ofrecen, como un túnel protector, indica que por allí los vientos soplan con fuerza. El sol filtra sus rayos a través de su ramaje.
 
Los acantilados se han vuelto abruptos y algunos ofrecen senderos intrincados. Paso sin enterarme por la Pointe de Bellec. Probablemente esté en el lugar en que el camino me mostraba un pequeño bosque de pinos. Poco a poco voy llegando a la playa de Trez Bihan que también llaman Bellec. Un cartel me habla de Trez Bellec y me indica 1,5 Km. la distancia que me separa de ella. Allí me espera una sorpresa.




A continuación, el acantilado se muestra rudo e inexorable, pero el sendero por el que voy me está ocultando algo.









Un entrante de mar me ofrece, a agua pasada, una playa que veo inaccesible, bien protegida hacia el
 
Este por un saliente rocoso que, por su pequeñez, dudo de que pueda ser la Pointe de Bellec. Superada la siguiente loma, ya veo en toda su extensión las playas que se me ofrecen al finalizar el abrupto acantilado, donde el mar vuelve a suavizarse.
 



 Bajo a playa y, en zona de piedras, por donde, algo elevada, pasa la carretera, y aparcan coches, decido poner a secar el saco humedecido de la noche pasada y la esterilla. De paso, me desnudo.







Estaré aproximadamente media hora, pues se acercan unos desde un coche próximo y no quiero correr riesgos de que me llamen la atención.

Las austriacas.
Ya vestido y en marcha, miro si hay baño público cerca del aparcamiento para coger agua. Pero el retrete anunciado queda lejos y decido meterme en un chiringuito, beber una pression y, de paso, coger agua. Pago 2,40 € y se me aparecen Johana y Lena, que estaban sentadas en la terraza y me han visto llegar. Me hace ilusión verlas de nuevo. Ya se han cumplido 8 días desde que nos dijimos adiós, en mi primera etapa de Finisterre. Quiero saber cómo han hecho para llegar aquí antes que yo. “Probablemente caminando por interior más que por la costa”, pienso. Pero pronto me lo aclaran. Han hecho auto-stop en algunos tramos, vieron Locronan, que está hacia el interior en el paralelo de Douarnenez. Dicen, enseñándome algunas postales, que Locronan es una ciudad preciosa. Por el contrario, ellas no vieron la Ville Close de Concarneau, que yo no me canso de elogiar. Es probable que L’Avent fuera determinante para alejarles de la costa. Allí yo tuve la fortuna de encontrar almas generosas que prestaron sus cuerpos y sus embarcaciones para que yo cruzara el Port de Bélon y L’Avent. Vuelvo a dar gracias a los generosos Cedric y Lionel. Las austriacas no quieren que les invite a nada, pues están terminando de cenar su bocadillo y su coca-cola.

De nuevo caminando en compañía.
Aunque Johanna y Lena no tienen intención de ir a Camaret y se dirigen hacia Brest, la siguiente parte del camino la podemos iniciar juntos. Veremos hasta cuándo aguanto su ritmo lento. “Quizás hayan mejorado con la semana de entrenamiento”, me digo para mí. Por lo menos iremos juntos el siguiente tramo del GR-34. Ellas, ya cenadas, tienen intención de parar en el primer camping que encuentren, pero me dicen que alguno de los días anteriores ya experimentaron el placer de dormir “a la belle etoile” (bajo las estrellas). Ayer disfrutaron también del bello atardecer rojizo, aunque no sé desde dónde lo contemplaron. 
 
Hoy me está resultando más difícil que el primer día la comunicación con Johanna. Me parece que mete muchas más palabras de su idioma, próximas al alemán, y me cuesta entender lo que dice. Tampoco facilita el que nos entendamos, el sendero magnífico pero estrecho que nos obliga a ir en fila india. Con todas estas dificultades, he conseguido contarles mi aventura del final del día en que las dejé atrás y el paso de los dos entrantes de mar, el del Bélon y el de l’Avent.
 

También les cuento mi metida en la ciénaga de la mañana siguiente y mi posterior lavado gratis en el camping. El sendero sigue majo hasta que llegamos a un lugar en que el árgoma se enseñorea del paisaje. Lena no dice “¡Otia!”, porque no sabe que “otea” o su forma coloquial “otia” es el nombre que damos al árgoma en euskera, pero se queja de los pinchazos que recibe. No sé si esta versión de aulaga se presenta en el camino porque lo tienen descuidado, o porque nos hemos salido del GR-34 sin darnos cuenta. En la Pointe de Guern aprovecho una buena ocasión para fotografiar las rocas que se van perdiendo como islotes en el mar para guardar en mi colección de iconos la imagen de madre e hija. 

La costa del fondo es la de Cap-Sizun que finaliza en la Pointe du Van. Johanna se va quedando atrás y Lena me dice que sigamos. Como ella ya conoce a su madre, le hago caso. Debo tener en cuenta que alguna de estas separaciones momentáneas puedan tener algo que ver con la realización de alguna función fisiológica. Nos encontramos con algunas subidas muy empinadas y bajadas indeseadas que nos van a obligar a ascender de nuevo. Nos gustaría más que el camino se estabilizara en la horizontalidad, pero debemos coger lo que hay. Sacamos fotos con sol de atardecer reflejado en el mar. Un acantilado nos oculta la île de l’Aber, una isla que luego, ya abandonado por las austriacas, veré de más cerca. Mirando al horizonte, parece que se van a besar el Cap de la Chèvre con la Pointe du Van (punta y cabo), pero no conseguiré plasmar el momento en que se produce el climax. Son tres fotos en que la isla y el acantilado van a ir reduciendo el reflejo solar marino. En la última el reflejo se divide en dos, con el más alejado, hacia Morgat.

Encuentro con suizos germanófilos. Un zorro.
Finalmente, el árgoma nos cierra el paso y Johanna, que sigue la última, toma la decisión de continuar metiéndose por un prado segado con la hierba oreándose al sol. La seguimos, pues ahora es Johanna la que hace de pato guía, y por allí salimos a camino. De haber ido yo solo, hubiera seguido adelante, por mi necesidad de cenar, tomar la medicina y buscar cama, pero es Johanna la que ahora se pone en plan jefa y me ordena que siga la senda pues, en su intuición, ese tramo va a obtener resultados positivos. Para ellas sí, pero no para mí aunque colaboro, con otra buena acción, a mejorar su bienestar. El camino sigue la misma tónica: sube, baja, llanea. Ahora baja hacia playa pedregosa y antes de llegar a ella, en una revuelta del camino, ahora que yo voy delante del grupo, me paro a hablar con dos suizos de habla alemana, que están descansando sentados en el borde de una especie pileta o abrevadero. Ella es de estatura normal, pero él es un hombre grandón. Les digo que ofrecen una escena bucólica y me dicen que no entienden. Es normal que no entiendan. Como su respuesta me suena a algo que me parece alemán, les digo que por detrás viene la austriaca y que se lo aclarará. ¡Como si Johanna tuviera la capacidad de hacer milagros! ¿Cómo iba a ser capaz de traducir el concepto de “bucólico”? Pero el resultado de mi atrevimiento permite que los cuatro se pongan a hablar en un idioma de raíz común. Conversación de la que voy a ser excluido. ¿Si los tres hubiéramos ido más juntos, nos habríamos limitado al educado “bon jour” y seguido adelante? Nunca lo podremos saber. En cualquier caso he sido un facilitador de un encuentro que, en principio, va a ser eficaz para madre e hija. Aún me empeñaré en hacer entender lo bucólico de la escena que ha dado origen al encuentro y, por señas, intento dibujar al hombre con patas de cérvido y tocando su pífano. Y, ¡oh sorpresa!, Johanna lo entiende y lo traslada a los suizos.
 

Luego, quiero entender, Johanna explica su vinculación con el español y el resto seguirá también en alemán. Como no sé en qué va a terminar este encuentro, y yo me he propuesto terminar la jornada con las dos austriacas, decido hacer tiempo merodeando por la zona. Parece que se empiezan a despedir de los suizos. Yo veo un lobo que va tranquilo por el camino y lo persigo para captarlo en una foto. Creo que lo he conseguido antes de que el animal se oculte en la maleza. Confío en que, cuando vea la foto un experto en zoología, me diga si es un lobo o una alucinación. Llegan las chicas y les cuento lo del lobo, pero no vienen solas, sino que los suizos caminan detrás. Yo continúo el primero pero, con motivo del deseado beso entre los cabos (al menos un piquito), paro para fotografiar el que más se aproxime. La Cabra me recuerda el cuento de la chèvre de Monsieur Seguin. Ahora las tres mujeres van las primeras y yo detrás del suizo grandón, que ofrece las corvas coloradas y quien, a la vez, me oculta el camino y me facilita no pensar por dónde ir. A veces es grato dejarse llevar. No sé si para ese momento la decisión ya estaba tomada, pero el caso es que, cuando llegamos al lugar en que pasan sus vacaciones los suizos, las austriacas, que ya habían pasado de la verja, deben retroceder, se despiden de mí, entran en el recinto de la casa y ni se molestan en ofrecerme la posibilidad de pasar la última velada con ellas. Cuatro besos a las dos y si te he visto no me acuerdo. También pienso que es normal. Ellas son las invitadas y no van a imponer la acogida al intruso. Por otro lado, creo que tampoco iba a ser agradable pasar más tiempo con ellos, ajeno a una conversación en idioma incomprensible. A pesar de todos mis argumentos, que favorecen la situación de lobo solitario en que me encuentro, me voy frustrado con el comportamiento de suizos y austriacas. Los cuatro besos a Johanna y Lena serán el sustituto del beso que no voy a conseguir que se den punta y cabo y, el lobo que he visto, con su imagen en mi retina, va a ser la imagen del lobo solitario que soy.

El beso imposible de punta y cabo. 
L’île de l’Aber.
Me habría bastado con la oferta de un espacio protegido para dormir. Como tal cosa no se les ha ocurrido a los suizos, ahora me veo obligado a buscar cobijo en una zona en que no se me ofrece playa adecuada para un sueño placentero nocturno. Busco argumentos positivos y me digo: “¿habría podido marcharme temprano sin agradecer?”.


Sigo adelante y me encuentro con una nueva “anse”, con el extremo Este en una isla. Es la ensenada donde está la isla de l’Aber. Esta isla va a ser otro obstáculo que no me va a permitir ver el encuentro de los dos cabos pero observo que, una vez pasada la isla, tampoco va a ser posible. Tendré que esperar a mañana para intentarlo de nuevo. 

Pasada la visión aislada de la isla, me encuentro con el entrante de mar cuya profundidad vuelvo a desconocer, ya que mi poco informativo mapa de Crozon no me da las claves para ello. Veremos qué sorpresa me depara. Va a ser corto, pero el inicio me lleva a temer lo peor, puesto que la subida de la marea ha anegado el sendero. Otra vez vuelve a ocurrir algo incomprensible: ¡Cómo un GR-34, camino oficial, pasa por zona inundable!

Buscando cena y cama.
Cuando llego al cruce para ir al pueblo de l’Aber son más de las nueve y media. Veo un cartel que anuncia Restaurante de L’Aber y “gite”. Sigo la flecha. También indica un nombre iniciado por Ker. Me meto en espacio privado y pregunto a matrimonio que cena con unos jóvenes que han llegado en bici. Al preguntar por “gite”, la señora me informa que está más adelante. Cuando llego al albergue no veo a nadie. En un cartel se lee: “toucher la clochette”. Yo mismo me sobresalto con el toque de la campanilla, por lo sonora que resulta pero, a pesar del estruendo, por aquí no aparece nadie. Tampoco veo a nadie en el entorno para preguntar. Parece que el lugar es idóneo como parada para caminantes pero me da la impresión de que no va a ser para mí. Un canto de un pájaro que creo estará en un árbol, pero al que no veo, emite una música repetitiva. También pienso que puede ser una cacatúa o un papagayo que se pueda encontrar dentro de la casa. Como no aparece nadie, empiezo a husmear por el entorno en busca de cobijo y ya me olvido de buscar lugar para cenar.

Otra noche a la “Belle etoile”.
Subo enfrente por una escalera de piedra. Veo un cobertizo repleto de cosas, la mayoría inservibles. También una red y unas raquetas de tenis de niños. Dos garajes cerrados sin coches fuera. ¿Estarán dentro? Ropa tendida. Dos tazas de café, dejadas sin limpiar debajo de un árbol. Hay también un camino de hierba que parece ser el camino natural para meter los coches en los garajes. También hay un sendero intermedio próximo a arbolitos frutales. Podría ser lugar adecuado para dormir, pero allí dan los tejados por la parte de detrás de las casas altas que dan a la carretera. Me coloco al pie del tejado. Al menos en este lado la casa no presenta ninguna ventana. Una teja de pizarra ha sido sustituida por algo que, desde mi posición, parece de plástico. Pero la casa de al lado sí tiene ventanas y, si habitan a la altura de la plataforma de hierba en donde estoy, me pueden ver. Tengo claro que la opción elegida es la más correcta, aunque el tejado no ofrezca alero protector. En caso de lluvia, que no parece probable, siempre tendré la opción de cobijarme en el cobertizo atestado de cachivaches. Tomo el sobre de Agmentin de mala manera. Lo vierto en el tapón y no puedo evitar que una parte se desperdicie. Ceno dos barritas energéticas y frutos secos. Sólo me queda algún dátil y cuatro trozos de cereal en pasta dura. Monto la cama y me meto en el saco. Durante la noche me levanto dos veces a orinar. Cuando lo hago por primera vez, de madrugada, la hierba ya se ha impregnado del relente de la noche y los pies se me mojan. No paso frío y, por el contrario, va a ser una noche con miles de estrellas en el firmamento. Firmaría por noches como ésta, pero preferiría que fueran cerca del mar. Hoy sólo consigo ver el mango del carro de la Osa Mayor.

Balance del día.
Lo más curioso ha sido el reencuentro con las austriacas. Aunque para mí no ha sido tan bueno como creo que para ellas, al facilitarles la posibilidad de cobijo. Los senderos del GR-34 han sido buenos en general, en especial por la zona de los parapentes y antes de encontrarme con las austriacas, aunque sigo sorprendiéndome de que un GR pase por zona inundable. Bonita la visita a la iglesia de Sainte Anne la Palud, grato el desayuno con el panadero y bien acompañado por Suzanne hasta el camping donde está con sus hijos. Bueno el baño nudista junto a la cueva de Pors-ar-Vag, aunque he tenido que tomar demasiadas precauciones. Prefiero hacer nudismo en lugares más relajados. Menos mal que he podido secar el saco de la noche húmeda pasada, pues me espera otra noche con rocío nocturno.

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