martes, 8 de marzo de 2016

Etapa 57 (348) Île de Batz-Morlaix


Etapa 57 (348). 03 de agosto de 2012, viernes.
Île de Batz-Roscoff- Saint Pol de Léon-Locquénole-Morlaix.

Amanecer en la isla de Batz.
Me he levantado dos veces a orinar. Parece ser que esta vez está justificado por la sidra que he bebido. Salgo de la habitación sólo con la toalla por la cintura, pero da la impresión de que soy el único usuario de estos servicios. El resto, o los tiene en su habitación o están en otra ala del edificio. Como parecía que iba a ocurrir, he dormido solo y en la litera de abajo. No tiro de la bomba hasta la orinada de la mañana, a las siete. No ha sido buena la noche que he pasado, en parte por la sábana, que no sabía cómo ponerla y, por otra, por ser el colchón excesivamente mullido. A pesar de ello, he descansado lo justo y necesario. Me afeito, tomo la pastilla, cago, completo la mochila grande y me voy a escribir a la cocina. Alguien regresó anoche para cerrar las puertas. En el cielo hay nubes y claros. Como las dos ciruelas que sobraron ayer y el uruguayo. Lo llamo así porque era un paraguayo de piel lisa, sin pelusilla. Supongo que habrán inventado algún otro nombre para este híbrido de manipulación humana.

Segundo desayuno en el albergue juvenil.
Cuando son las 8:30 horas, voy a desayunar. Sylvie ya tiene todo preparado. También la leche está caliente. Soy el primero que llego. Luego aparece Jean Louis, al que ya había visto pululando por el césped mientras yo escribía. Después llega la pareja formada por Eve, la lyonesa, y Sebastien, de Nancy. También llega Joel, la madre de la niña negra. Como ayer, desayuno otras tres rebanadas de pan con mantequilla y mermelada, que con el café con leche abundante, completan mi desayuno iniciado antes con la fruta.


Regreso a la habitación y vuelvo al comedor para despedirme. Les enseño el dibujo que hice ayer, a los que no lo vieron, y me desean buena finalización de viaje.

Hacia el débarcadère. La Vedette.
Embarcadero o desembarcadero, parece que da lo mismo a los franceses. Tiempo tendré de hartarme de leerlo el verano próximo con el Desembarco de Normandía. Saliendo entre casas, veo el faro lejano entre ellas, y lo fotografío. Saludo a un chico que está, haciendo tiempo para ir al trabajo, en el jardín florido de su casa. Está dando las últimas caladas a su cigarrillo. Pareciera que el tabaco le da fuerzas de flaqueza para iniciar la jornada laboral. 
 
Bajo al puerto y, como no está la Vedette, ando tranquilo. Me entretengo en sacar dos fotos con los dos monumentos más destacados de la isla: el faro, y la iglesia.






También la pila de bicicletas apoyadas unas en otras a la espera de que lleguen los que serán sus usuarios, para hacer recorridos por la isla. Me dicen que, si sale día bueno, se alquilarán todas.


Espero veinte minutos, pero no será una pérdida de tiempo, ya que hay una luz muy bonita y espero que las fotos lo corroboren. Esperan en el puerto trabajadores de la construcción, albañiles y algún fontanero.





A las nueve y veinte aparece la Vedette. Armein es el nombre bretón del propietario. El nombre de ésta es L’Ilienne, la Iliana. ¿La de ayer sería la Odisena? Los obreros colaboran para sacar de la nave un fregadero y un lavabo. Todos se quedan en tierra y yo soy el único que monto, muestro el billete de regreso, saludo dándole la mano al mismo cobrador de ayer, y me lo corta, pero el navío no parte hasta las nueve y media. 
 
Entre tanto han llegado y montado no más de media docena de personas. Llega una chica con bici y tienda de campaña ligera circular. Al final salimos entre nueve y diez personas hacia Roscoff. En el trayecto, saco cuatro fotos. La primera, alejándonos de Île de Batz, pero todavía próximos a la isla.




La segunda como despedida de ella y ya a considerable distancia. 

La tercera ya ofrece el embarcadero truncado, que no lleva a ningún destino que no sea flotante. Una función cumple al menos, hay personas que pasean por él. La última ya la saco llegando al lugar de desembarco de Roscoff.
 

Destaca el campanario de la iglesia, que luego fotografiaré más completo y, a lo lejos, el faro de Île de Batz, como despedida de la isla en que tanto disfruté ayer, a pesar de la lluvia. He hablado un rato con el cobrador y, al decirle que vengo andando desde el País Vasco, él me comenta que comercializa productos de la zona: charcutería y vinos Irouleguy. Es probable que él también sea del País Vasco.

Roscoff por segunda vez.
Me despido del cobrador, que bastante tiene con atracar el barco (no confundir con atracar el banco), y bajo de la navette al muelle portuario. Aunque el paso de ayer por la ciudad fue a prisa y corriendo. Ahora le dedico más tiempo y con más parsimonia. Paseo y voy fotografiando lo que más me llama la atención. Una garita de vigilancia en el vértice de una gran muralla. ¿Será un recinto militar? Luego veo la iglesia y la saco de lejos, entre calles. 


Luego de más cerca con sus flores laterales. En ésta no hay tumbas de ninguna clase, no cumple su entorno próximo la función de cementerio que, como hemos visto, suele ser muy habitual en las iglesias francesas, y no sólo francesas.










En el entorno de la iglesia,  está el Ayuntamiento, también muy florido y a rebosar de banderas. Están la europea, la tricolor, la bretona, la local y un quinto mástil que no logro saber si está vacío o tiene otra bandera que no habría forma de saber de dónde demonios pueda ser, puede que del planeta, ¿quizás del infierno? 

Y entro en la iglesia. La nave central y los arcos laterales son de estilo gótico, apuntados, y la bóveda también ofrece, aunque más leve, un ligero apuntamiento. El altar mayor, para ser barroco, es poco rimbombante. Dos figuras exentas, miran a un cuadro pintado de una Asunción. Me sorprende que no hayan quitado el púlpito, en esta época ya en desuso, sin que tenga, o a mí así me lo parece, una talla espectacular que lo justifique.
 
Una feligresa reza sentada sin quitarse el sombrero. ¿Equivaldrá el sombrero a la imprescindible mantilla de antaño? Un hombre con sombrero, dentro de ella, sería considerado una falta de respeto. Yo me he quitado la visera al entrar. Lo que más me llama la atención es la pila bautismal y no precisamente porque me guste. Más bien me disgusta. Es tan ampuloso este baptisterio octogonal, con ocho columnas demasiado altas para albergar a los humanos y una cúpula en blanco, como las columnas, con unos dorados que chirrían, por su exceso de brillantez. Para colmo, las flores del jarrón son artificiales.






Salgo de la iglesia, escapando del poco afortunado baptisterio, y me encuentro en el exterior con dos edificios auxiliares de la iglesia, aunque desconozco que función cumplieron o cumplen actualmente. No recuerdo el lugar en que vi otros similares y que en uno de ellos habían instalado la biblioteca local, y la bibliotecaria se congratulaba de tenerla en un edificio noble. Creo que fue al año siguiente en Normandía.
 

Los dos edificios me gustan. El primero es más austero y con arcos de medio punto, pero el segundo es más parecido a un trabajo de orfebrería, claro que en piedra, y me recuerda algo a algunos hórreos o, más bien, paneras, de Asturias y Galicia. No es de extrañar por los vínculos que existen entre los celtas, sean irlandeses, bretones o gallegos.
 
Vuelvo al puerto y saco una foto de barcos.

Fotógrafo pescador.
Voy saliendo hacia la bahía de Morlaix. Pero antes paso por una galería fotográfica. Parece que estar cerca del puerto pesquero también contagia a este fotógrafo, que se considera pescador de imágenes. 


Al menos es lo que pone en el ventanal menor: “pêcheur d’images”. Si estuviéramos en la selva africana o en cualquier otro lugar donde se practica la caza, también podría un fotógrafo hacer propaganda de su trabajo denominándose: “cazador de imágenes”. No me ha parecido mal esta nomenclatura fotografil.


Chapelle y exposición de geología.
Llego a una capilla o ermita, cuyo edificio ha dejado de cumplir funciones religiosas. Ahora es un lugar dedicado a exposiciones. Exteriormente me gusta por su sencillez y por lo bien adornado de flores que lo muestran. La actual exposición es de Geología y el encargado de mostrarla y que también tiene conocimientos geológicos, si no es geólogo también, me muestra un mapa en que la zona de Irun está en marrón. Me dice que corresponde a un área geológica con una antigüedad de 250 millones de años. Por echar millones que no quede. A mi 10.000 ya me parece una eternidad.


Oficina de Turismo.
Alucinan con mi viaje y les gusta el dibujo que hice ayer en la isla de Batz. Contrastamos ideas sobre nudismo/naturismo en relación con libertad/igualdad. Les digo que se discrimina a los nudistas. Me dan una lista de playas nudistas para lo poco que me queda de Finisterre y para la próxima Côtes d’Armor. También hablamos de las razones por las que los bretones no quieren hacer puentes en los larguísimos entrantes de mar, que llaman anse, aber o fiordos. Debió haber un acuerdo con el gobierno central, que se mantiene. Las razones parecen ser de tipo ecológico, como preservación del paisaje. Luego veré que en Morlaix lo cuidan poco, con doble viaducto, uno para los trenes y otro para los vehículos. Este último mucho más feo que el del ferrocarril. Creo que es el tren que llega a Brest procedente de París y viceversa. El próximo año cogeré tren de París a Guingamp. 


Me ponen en el diario el sello que tiene la oficina de Roscoff. Al salir de la oficina, tengo la suerte de llegar a un retrete público un segundo antes que otros y hago una copiosa cagada. Se ve que tenían que salir los bueyes de mar que cené ayer.
 

Cuando salgo de Turismo, veo un CJ-620-AC y no se me ocurre mayor tontería que la “Caja Paca” (Mira que llamar caja a la jaca). Luego veré un CJ-635-ES y se me ocurre Cojones. (Cuando sale una vocal, me tomo el permiso de añadir una consonante).

Ermita de Santa Bárbara.
Vuelvo a salir a otra parte del puerto. En una plaza, un faro que parece que cumplió su finalidad en algún tiempo, pero que ahora se encuentra obsoleto. Luego paso por un lugar en el que hay unas pequeñas embarcaciones que, por su colorido, me gustan y las fotografío.
 
Ya veo, encima de una loma, la ermita de Santa Bárbara, aunque ahora, por suerte, no truena. Dicen que sólo entonces nos acordamos de la santa. Y ahora recuerdo que en el servicio militar, fue mi patrona, ya que pertenecí al grupo de artilleros. Menos mal que no me enseñaron a disparar un cañón. Paso por una playa en la que una mujer se baña o, al menos, la veo metiéndose en el agua.
 

La ermita de Santa Bárbara está ya más cerca y el cielo está agrisando las nubes de forma preocupante. ¡A ver si va a acabar tronando de verdad! Antes de subir la loma para hablar con Santa Bárbara bendita, paso por un hotel bien equipado y que está en un edificio noble, de piedra. Toda la terraza para una sola clienta.



Y, por fin, llego a la ermita. Lo que ahora es Chapelle de Sainte Barbe, en otra época estuvo el fuerte de Bloscon. Eso es lo que leo en el panel. También, junto al mar, estuvieron los viveros de Roscoff. Cuatro bicicletas descansan de pie apoyadas unas en otras, lo que me hace suponer que, al menos, cuatro personas están visitando la capilla.




Desde arriba, saco foto del puerto de Roscoff en que he desembarcado y cuyo paso por la ciudad ya he finalizado.

También la de mi despedida definitiva de l’île de Batz. Orientando la cámara hacia lo que me viene, detecto ya algún ferry o crucero en el puerto en donde amarran y de donde parten los grandes transatlánticos y ferrys a Bilbao, Cork, Plymouth… La foto ofrece ya la bahía de Morlaix y a la costa que se ve al fondo no llegaré hasta mañana por la tarde, bastante tarde.



Es la costa correspondiente a Plougasnou y dormiré en Saint-Jean-du-Doigt, que ahora ya sé que es el Bautista. No tuve que esperar hasta que san Juan bajara el dedo.




Puerto para Ferrys.
Como ya lo he visto desde la capilla de Santa Bárbara, no me sorprende ver un enorme ferry que hace el transbordo de pasajeros, vehículos y mercancías, entre Francia y el Reino Unido, y viceversa. Se trata del Brittany. En la primera foto no logro saber cual es el nombre del ferry, pero en la segunda ya lo veo con nitidez.
 

Hay otros puertos de embarque más próximos a las islas británicas, pero no los veré hasta el próximo verano. Ya en Normandía, Cherburgo será el primero, en La Mancha y, ya en Pas de Calais, el propio Calais. Como ya he indicado antes, también van ferries para Bilbao.



De Roscoff a Saint Pol de Léon.
Voy siguiendo indicadores de camino paralelos al mar. Pero me cuesta salir del puerto comercial. Cuando llego a una playa, no muy agraciada, todavía no he logrado escapar de la órbita de los grandes ferries y continúo viendo el de bandera británica. Coincido en el camino con una madre joven, que va con una hija parlanchina. No se aburre con ella.
 

Paso por una hermosa casa solariega. La casa es de piedra con tejado de pizarra, pero lo que más me llama la atención es la gran planta de grandes hojas, a la que yo llamaria maxifolia. Indica que en el lugar debe haber mucha humedad para que las hojas se presenten tan sanas. Llego a zona con tierras cultivadas que acaban de ser plantadas.
 

En mi ignorancia, yo diría que son coles, lo que nosotros llamamos berzas, pero me parece excesivo el espacio dejado entre plantas. La única explicación que se me ocurre es que tengan previsto que las coles sean enormes. A mi madre le explicaron de pequeña que ella había nacido debajo de una berza. Es una mala explicación, propia de la gazmoñería cultural del fascismo religioso franquista, pero me parece mejor que otras, como la de que le hubiera traído la cigüeña de París. Yo creo que la explicación tiene más que ver con el apellido de su madre, que fue la paridora, pues éste es Beraza. "Azaroa" es el mes de noviembre, el de las berzas. Aunque mi madre nació el 15 de julio, día de San Enrique. Como era habitual poner el nombre del santo del día, le pusieron Enriqueta. Menos mal que de segundo, pues de primero llevaba el de una tía suya, Sabina. Siguiendo las posibilidades, también podrían ser nabo o remolacha, pero en ese caso la distancia entre plantas sería aún menos justificable.
 

Paso por una enorme mansión con torre castellana. Podría ser un hotel o una residencia. Como no me acerco, no lo puedo adivinar. Me limito a sacar una foto lejana. Dejo el GR-34 y me meto en pista cyclable. Anuncian 4 Km. a Saint Pol, pero se me van haciendo larguísimos. Me temo que voy a llegar a la ciudad con la panadería cerrada. Hoy tengo intención de comer la txaka que no comí ayer noche. Con estos pensamientos es como llego a Saint-Pol-de-Léon, con su inmensa catedral. 
 
Saint-Pol-de-Léon.
Lo primero que veo de la ciudad es el ayuntamiento, y lo que más me sorprende es el banderamen y el orden de colocación. De las cinco banderas, las tres centrales están en un orden lógico: la europea, la tricolor y la bretona. A continuación viene una bandera azul, propia de las que se conceden a playas que reúnen los requisitos exigidos por la Comunidad Europea, son anuales y se ganan o se pierden, si los que las otorgan lo consideran oportuno. No veo a Saint-Pol muy próximo a costa como para justificarla aquí.
 










Pero, ¿qué pinta la alemana junto a la europea? Ya sabíamos que Merkel está consiguiendo lo que no logró Hitler, mandar en Europa, pero esto de poner la primera bandera, por delante de la europea, me parece el colmo. “Holande, te has vendido al enemigo”, pienso.
 
Enseguida veo las altas torres de la catedral, pero no son las únicas. Hoy es día de mercadillo de todo tipo. También de artesanía. Pero antes de comer y tras comprar un bocata y un pastel, que me cuestan 6,40 €, entro a ver la catedral.

Catedral de Saint-Pol-de-Léon.
Es una hermosa catedral gótica, de altas torres y, desde la plaza, la saco como puedo, a retazos. La portada, que permite entrar a la nave central por un lateral, es de arco de medio punto, que contrasta con toda su estructura gótica.

Como, al fotografiarla con la torre campanario, no puedo incluir el hermoso rosetón de la nave lateral, debo hacer una foto de estos dos elementos. A pesar de ello, no se puede captar toda la inmensidad de esta gran iglesia, fotografío parcialmente el rosetón y la parte que continúa hacia el ábside, que no podremos ver más que cuando penetre en el recinto eclesial. Entro en la iglesia y fotografío la nave central, hacia el ábside y la girola.
 

Es un gótico puro y nadie tuvo la insensatez de plantar un retablo barroco. El altar es sencillo. Desde la última reforma, el sacerdote mira a los feligreses desde el altar y sólo dos grandes ángeles oran laterales al Sagrario. Al ser su planta de cruz latina, las dos naves laterales también son amplias, así como la nave del crucero. Termina el crucero hacia la derecha en el gran rosetón que he fotografiado desde el exterior. Destaca el baptisterio de piedra, pero circundado por un buen trabajo de ebanistería, que culmina en una cubierta con mucha más filigrana, un buen trabajo de tallista. 


Desde la girola, por la parte trasera al altar, saco una foto de la sillería que, también, ofrece un perfecto trabajo de talla. La girola y las naves laterales, también ofrecen capillas para la oración, que se prestan a un mayor recogimiento. El otro lado de la nave transversal ofrece también un rosetón, pero más comedido.





También desde este lateral se puede seguir el oficio religioso que se ofrezca en el altar mayor, aunque el sacerdote, y su mirada, se orienten a los feligreses que estén en la nave central.

 


Desde esta posición es como si siguiéramos la santa misa de soslayo. Como a estas horas no hay misa, no hay por qué preocuparse.
 
Ya saliendo de la catedral, saco la última foto hacia el coro y el órgano. Así me despido de una de las catedrales más hermosas que he visitado en tierras francesas. Ciertamente no hay muchas en las ciudades de la costa.





 
Ésta, va a ser un preludio de otras, aunque muy diferentes, que veré en Tréguier y Saint-Brieuc. Pero antes de salir, veo la maquinaria de un reloj que, a día de hoy, no funciona.

Día de mercado.
Salgo de la catedral y me dispongo a buscar un lugar en la plaza adecuado para comer lo que no cené ayer y el bocadillo que he comprado. La plaza está llena de vendedores de quincallería. Saco una foto con la torre de otra iglesia, también exteriormente interesante y, desde los puestos de venta, y sin que pueda eludirlos.
 

Una imagen frontal de la Catedral, con su puerta principal y sus dos torres campanario, casi gemelas. Encuentro un puesto en el que venden dos peruanos. Uno lleva gafas y es con quien hablo, mientras el otro, de facciones incas, emite sonidos dulces con su flauta. No hablo con él, ya que bastante trabajo tiene con sacar melodías a su instrumento.





Me siento en un banco y como la txaka que no empecé ayer y el bocadillo de jamón y queso que he comprado en la panadería por 6,40 €. Está incluido también en el precio un pastel de albaricoque. Como y, para la una, ya estoy en marcha hacia la otra iglesia, cuya torre vuelvo a fotografiar, así como a las postrimerías del mercadillo de los viernes.
 

Encuentro señal para que los coches puedan iniciar su marcha hacia Morlaix. Me llama la atención un indicador de peligro orientado hacia los conductores, para que presten atención a una inesperada salida de algún niño en busca de su balón. Me gusta este diseño de Jean Jaurés, en el que unos niños juegan al futbol y un balón traspasa el triángulo rojo y el balón sale al exterior. También me parece apropiado el soporte, ya que se trata de un lapicero que simboliza y en el que podemos leer “école”, escuela.
 

Abandonando la ciudad, paso por otra iglesia que sirve de edificio central al cementerio.

La Vallée de la Penzé. 
Hacia Carantec.
La bahía de Morlaix presenta dos entrantes de mar que, en su parte central, ofrece la isla de Collot y, en tierra más firme, el pueblo de Carantec.

Así como después no voy a poder cruzar al otro lado del río hasta llegar a Morlaix, pues seguimos con la norma bretona de no construir puentes, o los menos posibles, ahora, antes de Carantec, ya se que voy a encontrar uno y debo ir muy atento para localizarlo. También tenía otra opción, la de bajar todo el curso del río hasta llegar a Penzé y por interior continuar hasta Morlaix, pero eso me habría obligado a ir demasiado tiempo sin ver el mar, ni tan siquiera el río de Morlaix. Ahora voy por la dirección que ellos llaman de la corniche. Encuentro a un grupo de campesinos, con las rodillas en la tierra, quitando las malas hierbas en una plantación que no puedo saber de qué es, muy probable que sean fresas.









Después, llego a tierras de labrantío, que me ofrecen a lo lejos el puente que me llevará a Carantec. Cuando estoy en el medio del puente sobre la Penzé, saco una foto hacia el interior, al sur. La marea está bajando, pero todavía hay muchas embarcaciones flotando en el agua. Son las menos, las que están ya echando la siesta sobre el limo. 

Al otro lado del puente, ya en terreno de Carantec, el cielo se pone amenazante de lluvia. Subo la cuesta y dudo si entrar o no en Carantec. Un tractorista intenta arreglar el motor de su tractor. El motor emite un sonido poco alagüeño y no acaba de arrancar. El hombre se desespera. Sube y baja de la cabina pero sin lograr el resultado apetecido.
 

Como yo no soy un “manitas”, ni tengo conocimientos de mecánica que le puedan ayudar, ni me molesto en acercarme para prestarle un apoyo, ni siquiera moral. Estaba roturando la tierra, pero parece que por hoy la tierra tendrá que esperar. Empieza a llover y lo hace con ganas. Arrecia. Llego a un jardín de una casa, cuya puerta baja está abierta, así que me refugio en un cobertizo, tras pedir permiso al dueño. El dueño me acoge con generosidad, abriendo la puerta de par en par, pero la lluvia finaliza bruscamente, tal como ha empezado. Los dos minutos en que estoy con él, son suficientes para informarle de que vengo andando desde el País Vasco. Agradezco y me voy. 
 
Definitivamente no visito Carantec. Continúo carretera adelante. Ya estoy al otro lado, en la ancha desembocadura de la rivière de Morlaix. Paso junto a un caserío algo abandonado. Su deterioro es bastante evidente. Al otro lado de la bahía, ya se aprecian los pueblos de Térénez y Saint-Samson, a donde no llegaré hasta mañana.

Rivière de Morlaix.
Teniendo a la vista el río Morlaix, paso por una capilla con un pequeño campanario, pero parece que, si alguna vez se celebró aquí algún oficio religioso, en la actualidad, es como si ya estuviera asimilada a labores de labranza de la granja cuyos muros acoge. Para cuando me acerco a la costa, la marea ha bajado tanto, que apenas consigo vislumbrar el agua.
 
Pero desde este punto estratégico, muy a lo lejos en la bocana, se pueden apreciar unas islas con algunas construcciones importantes. En la Isla Louët parece que hay un faro y en la otra, bastante próxima, está el castillo de Toureau. Un hombre que ha aparcado su coche, me dice algo con respecto a estas dos construcciones, pero no logro entenderle bien. A partir de este momento, la carretera deja de ofrecer arcén. Paso por una mansión cuya torre cilíndrica con tejado cónico de pizarra, le da aires de castillo. El bosque que se ve por detrás, muy bien pudiera ser el de Lanigou.
 

La bahía de Morlaix se estrecha y se muetra ya como río, pero la marea baja me sigue ofreciendo piedras y lodo y sólo un hilillo fluvial. Al otro lado del río, se ve el pueblo de Dourduff-en-mer y un puente que cruza sobre un afluente y por el que pasaré mañana. A partir del puente, se ve, al otro lado del río que hay circulación de coches, así que creo que será la que cogeré mañana al regreso, si es que esta noche duermo en Morlaix.
 
 
Voy dando vueltas al hecho de no construir puentes, pues para comunicarse los de Locquénole y los vecinos de Dourduff, cuando la marea está baja, tienen que ir hasta Morlaix y viceversa. Con el dinero que los habitantes gastan en combustible, se pueden hacer mil puentes, además de ahorrárselo al Gobierno. En fin, allá cada cual con sus prioridades.



Locquénole. 
Marie, Henriette y Francine.
Llegando a Locquénole, encuentro otra mansión con una gran zona ajardinada. En los jardines, sentadas en un banco, encuentro a tres mujeres de edad avanzada, mayores que yo, y que toman el aire y contemplan el paso de la tarde. Todavía hay alguna nube, pero ya no amenaza lluvia. Al fondo está la iglesia del lugar con bonito campanario. Hablo con Marie y Henriette, pero Francine no soltará ni una palabra. Parecen tres flores de pétalos blancos que contrastan con el fondo florido que está entre el prado y la iglesia de Saint Gwénole, un santo bretón que parece ya empezar a ser buen amigo mío. 

Desde la carretera ya he visto el campanario. Me cuentan que Francine no ve bien y tiene problema en las piernas, por lo que lleva bastón para desplazarse con apoyo. Les saco una foto, les cuento mi vida y les animo un poco la suya. Marie y Henriette se ríen. Me despido de ellas para acercarme a la iglesia.

Saint Gwénole.
La iglesia era bonita vista desde la parte trasera, pero lo es más cuando llego hasta ella. 


Las mujeres me han dicho que la han restaurado recientemente. Lo primero que veo en la pequeña plaza es el crucero que, más bien, es un calvario, aunque no estén las cruces de los dos ladrones. Cuando voy a la parte delantera, compruebo que todavía no han finalizado su restauración. La mayor parte ya tiene la piedra limpia, pero todavía hay andamios por la zona baja y falta por culminar el pavimento que la enlaza con la plaza. Como no está abierta, no puedo visitar su interior y salgo del pueblo, sin retroceder, en la primera oportunidad que tengo de volver hacia el río.
Por la rivière hacia Morlaix.
En una barcaza acaba de llegar una mujer con un perro. Los han dejado en un dique, por donde van a salir a la carretera en el momento que yo llego, mientras que el piloto de la barcaza retorna por el río hacia la bocana. Paso al lado derecho de la calzada para hablar con ella. Le pregunto si viene del otro lado del río y me dice que no, que de la mar. Y aprovecho para hacerle el comentario de la falta de puentes, de la imposibilidad de comunicación entre vecinos del otro margen durante la marea baja, del combustible que gastan para los traslados, etcétera. Está de acuerdo pero es lo que hay. Lo tomas o lo dejas. Parece que está fuera de órbita cualquier petición al gobierno para que cambien las cosas. Los bretones prefieren sufrir incomodidades antes que intervenir perjudicando el paisaje del que están tan orgullosos. Me despido de la señora y no del perro, puesto que no me ha dicho ni “guau” en francés.
 

Pregunto a un chico los kilómetros que me faltan para llegar a Morlaix y me responde que 5 o 6. La carretera sin arcén me deja pocas opciones mejores para continuar. El pretil que la separa del río es el que me limita por el lado izquierdo y, como es irregular en altura, cuando baja a ratos camino por encima de él. En una curva de la ruta, debido a que el río Morlaix forma un meandro, saco foto hacia atrás. Se ve un poco del pueblo de Locquénole, que acabo de dejar, pero la mayor parte del caserío corresponde a Dourduff, al otro lado del río. Aparece un tramo de pista cyclable, pero es un espejismo y pronto se acaba.
Saint Martin des Champs. 
Maison de Retraite.
Tras andar una media hora, llego a Saint Martin des Champs, aunque lo único que veo de tal sitio es una residencia de ancianos. No es un lugar de diversión para entretener a los jubilados de la zona, sino que cumple una función de atención a personas mayores que no se pueden valer por sí mismas, o que tienen su autonomía muy limitada.
 

Es lo que me dice una mujer que acaba de salir del edificio. Se compone de dos enormes mansiones, una moderna y otra antigua, que acaban de rehabilitar para dar cabida a la gran demanda de personas que la institución acoge. Una parte del edificio antiguo lo ocupa la capilla, que conserva sus vidrieras.
 
Para que se pueda apreciar la magnitud de esta institución de acogida, saco tres fotos, dos con el edificio antiguo y la capilla y una tercera con el pabellón de más reciente construcción. Por el indicador, veo que en bretón Residencia de ancianos se dice Ti ar Retredidi. Al que sabe algo de español, le digo bromeando que yo, de momento, no quiero ir a vivir a ningún Retrete. Cuando sea mayor, ya se verá lo que más me conviene. La mujer me dice también que el programa de vacaciones para mayores (tercera edad) se organiza desde agrupaciones vecinales. No se encarga de ello el gobierno, como ocurre en España. Agradezco la información y continúo adelante.

Avanzo poco.
Cuando estoy saliendo de Saint Martin des Champs, encuentro a un grupo de montañeros. Me dicen que todavía quedan unos seis kilómetros para llegar a Morlaix, que es de donde ellos vienen. Confío en que esta vez sea cierto, pues hace más de una hora que ya me habían dicho lo mismo. Los montañeros me ofrecen la posibilidad de hacerlo por el camino que ellos traen, pero me informan que por él son 10 kilómetros y hay que subir al monte. Agradezco, pero no estoy dispuesto a caminar de más. Me gustaría llegar al albergue anunciado, descargar el equipaje, y pasear por la ciudad. No he parado desde la una y son más de las cinco de la tarde. Me despido del grupo y continúo adelante.

Morlaix tiene puentes.
No sé cómo calcula los kilómetros la gente pues, en media hora ya llego a Morlaix. Así que, como mucho, habría tres kilómetros. Parece que el joven que me informó saliendo de Locquénole, estaba más acertado en su apreciación que los montañeros que, en teoría, debieran conocer mejor las distancias. De todas formas, me alegro de que haya sido cierta la distancia menor. 


Ya de lejos, antes de llegar a Morlaix, veo el puente de cemento de la autopista (autovía o autorroute). La sorpresa es mayúscula. Dicen que no construyen puentes en los ríos y fiordos para no afear el paisaje, y ponen aquí semejante mamotreto que, realmente, es poco agraciado. Me llevo una decepción y me quejo para mis adentros pues, además, ese viaducto es sólo para vehículos y no es apto para peatones. Un puente más sencillo, entre Locquénole y Dourduff-en-mer, me habría dejado durmiendo esta noche de nuevo en la costa, en lugar de en esta ciudad que quizás sea la más al interior que voy a estar, en todo mi paseo costero, desde que salí del País Vasco, ya hace casi dos meses. Pero no voy a quejarme porque, de esa otra forma, no habría conocido Morlaix, ni la experiencia con los minusválidos belgas y, muy probablemente, me habría perdido la maravilla de Barnenez. Bajo la autovía se ve, a lo lejos, alguno de los edificios de la ciudad. En diez minutos ya estoy en el puerto y saco la última foto del día. Sorprende ver el puerto lleno de agua, con los veleros de altos mástiles a flote. ¿Cómo puede ser?, me pregunto, ¿si la marea todavía sigue baja? Hay una explicación: el agua se mantiene por esclusas. Lo más divertido es que estos veleros no pueden salir a alta mar hasta que no suba más la marea. No le veo demasiado sentido tener aquí un velero para no poderlo utilizar más que cuando el mar lo quiera y creo que tampoco lo tiene salir a navegar por la noche, que será cuando las condiciones sean las idóneas. Vuelve a llover a ratos, pero ahora ha vuelto a parar.
 

Al fondo del puerto se ven unos arcos que me recuerdan a un acueducto romano. Mañana sabré que corresponde al soporte de las vías del tren de la SNCF, que hace el recorrido París-Brest y que el próximo año utilizaré para hacer el recorrido París-Guingamp. Cuando estoy llegando al puerto, un pescador me dice que al llegar a la ronde-point, me meta por la derecha. Empiezan a caer unas gotas de nuevo y una mujer corre con el cochecito en que lleva a su niño para que no se moje. Cuando llego a la rotonda, ya tengo a la vista el albergue.

Auberge de Jeneusse de Morlaix. Completo.
En la propia carretera ya aparece el letrero que me lo confirma. Entro en el albergue y en recepción la que atiende es la cocinera, que está hablando con cinco chicas que, al hablar en inglés, creo que son inglesas. Tienen hecha la reserva, pero deben esperar hasta que llegue la recepcionista. Luego me atiende a mí, y sabré que el resto del albergue está completo con un grupo de minusválidos y sus cuidadores y todos son de Bélgica, a donde no llegaré hasta el próximo verano. “¿Qué hago?” y ella me dice que vaya a otro sitio y empieza a buscar direcciones en un listado. Le pregunto si no hay alguna posibilidad allí. Es así como descubro que en la habitación donde duerme el chofer del autobús de los belgas, hay una cama desocupada. Le pregunto si, por una sola noche, el chofer no tendría inconveniente en que yo la ocupara. La cocinera dice que va a preguntar. Teme que hayan comprado las dos literas para que esté solo. La cocinera habla con la jefa y le confirma que no tengo sitio. “Desolé”, dice. Mira en un listín telefónico para encontrarme sitio en un “loisir”. “Pas cher” (barato), le digo. Entiendo que me dice que no va a ser barato y le insisto en que si es caro no me interesa. Esta conversación la está escuchando uno de los cuidadores belgas, quien nos dice que va a ser difícil la gestión. La razón es que no se trata de un chofer, sino de una chofer. Todo el proyecto se viene abajo. Pero el cuidador dice que en su dormitorio duermen cuatro personas y que hay cinco camas. Que por él no tiene ningún inconveniente para que duerma en la vacía pero que, antes de que me haga ilusiones, lo va a consultar con sus compañeros. Me advierte también que los cuidadores, aunque trabajan atendiendo a los minusválidos, también están de vacaciones y aprovechan bien el tiempo que tienen libre. Ayer, por ejemplo, se acostaron a la una y media de la madrugada. Aunque me espere una noche sandunguera, lo asumo como mal menor. Creo que puede ser una experiencia interesante, y no hace tantos años que trabajé con otro colectivo de personas con minusvalía en Gureak. El monitor se va y ya no le vuelvo a ver el pelo. Le digo a la cocinera que, si consigo cama, también me gustaría cenar. Parece ser que han dado su consentimiento pues, cuando llega la recepcionista, a las seis y media, y atiende a las cinco inglesas, con lentitud, puesto que son cinco, les da las sábanas y se van a su habitación. Luego, a mi también me hace el papeleo de admisión, se ve que está perfectamente informada de todos los pasos que he dado, pago con Visa los 30 €, que figuran con el nombre de ADAJ Morlaix, y ya está resuelto el problema. Debo darme prisa pues la cena es a las siete. Me da las sábanas y subo. El cuarto parece una leonera. Veo que en la única cama que está sin sábanas y que, por tanto, es la que me han adjudicado, hay tres edredones que los demás han echado encima para que no les estorbe. Los cojo y los guardo en los nichos del pasillo hacia los lavabos. Hay ducha y retrete en la habitación, así que por la noche no tendré que salir a mear por el pasillo, como me ocurrió ayer noche en la isla de Batz. Algo tengo que salir ganando.

Cena con los minusválidos belgas.
Bajo a cenar. Todo va muy lento. Los más autónomos, llevan sus propios platos. Ceno yo solo en una mesa. Las otras las ocupan las personas con minusvalía y sus cuidadores. La deficiencia que presentan es sólo física (?) que es lo que desde mi observación externa puedo apreciar, pero podría haber también alguna tara mental asociada. No me atrevo a asegurarlo. En cuanto al lenguaje, no puedo decir nada, puesto que los belgas no son de zona francófona. Hablan neerlandés. Menos mal que con el neerlandés que me ha resuelto el problema he podido hablar en francés. Otra cosa que me hace dudar sobre la cualidad de las personas, es saber quienes son los atendidos y quienes sus cuidadores. Algunos que no presentan minusvalía física, hacen gestos impropios y me da la impresión de que algún cuidador imita a alguno que está a su cuidado. Parece que se divierten y es una prueba de confianza, de haberse acostumbrado en una relación larga y continuada. Tampoco esto lo puedo asegurar con certeza, ya que lo desconozco. Son puras impresiones mías. Alguno de los monitores que hacen monigotadas con los suyos, dormirá esta noche en mi dormitorio. Es entonces cuando ya no tengo dudas de quiénes son los cuidadores masculinos. Pero, a pesar de saberlo, dudo si alguno de ellos es muy normal. La razón puede estar en que cuando llegan de madrugada, es probable que hayan bebido más de lo recomendable. Pero sigo haciendo conjeturas sin más base que la de su comportamiento. Puede que esté justificado sólo por el placer de estar de vacaciones. Para cenar tenemos una cuarta parte de un meloncito que, como primer plato, me parece un poco pobre. Y si tenemos en cuenta lo que nos decían nuestros mayores cuando éramos pequeños de que el melón por la mañana oro, a mediodía plata y por la noche mata... La mesa estaba puesta como para ocho comensales, así que tengo pan de sobra. Me traen un perolo de espaguetti carbonara, con ingredientes de jamón, cebolla y un cuenco de queso rallado. Tras repetir, paso el perolo y el queso a la mesa de al lado, donde está mi benefactor belga, quien se trapiñará todo lo sobrante. Como colofón a la cena, hay postre lácteo con chocolate. Observo de dónde cogen el agua fresquita, así que ya sé en qué lugar puedo llenar mañana la botella para el camino. El desayuno será a las ocho en el mismo sitio. Me lo ha dicho la cocinera. También me ha explicado la razón por la que han fallado mis presuntos compañeros de mesa, pero no logro entenderle. Como no es fundamental saberlo, lo dejo pasar y no pido más aclaraciones.

Últimas horas del día en Morlaix.
Subo a la habitación y hago la cama antes de ducharme. Saco de la mochila la toalla y el jabón, así como el jersey a rayas y el bañador para la noche. Cuando estoy en ello, sube al cuarto uno de los monitores que será compañero mío esta noche. Se pinta unos bigotes y baja con el grupo. Llega otro con chaqueta dorada de pingüino y también se va. Me ducho. Logro con facilidad la temperatura deseada. El agua forma una balsa, que supongo desaparecerá por sí sola. Me seco y pongo la misma ropa. La toalla la pongo a secar colgando de la litera de arriba. Confío en que se seque para cuando suba luego a dormir. Bajo al salón con idea de escribir y luego dar una vuelta por la ciudad, pero son ya las diez cuando acabo la escritura. Los del grupo belga están jugando con manzanas y chocolate. Las manzanas cuelgan de una cuerda y se trata de untarlas en el chocolate fundido. Un grupo que va en silla de ruedas, han salido para dar un paseo. Para cuando he terminado de escribir, ya está casi todo el grupo reunido en el salón. El salón está próximo a recepción y he entrado porque fuera hace frío, una vez que ha caído la noche. Mientras estoy allí, pasa la recepcionista. Voy fuera para ver si encuentro una cabina telefónica para llamar a Sara. En el edificio no hay ninguna y la recepcionista, que ahora cena en el comedor lateral, me dice que hay una bajando por la calle hacia el muelle. Bajo la cuesta y me dirijo hacia el acueducto (que no lleva agua, sino los raíles de las vías del tren). No encuentro ningún teléfono y empieza a lloviznar. Voy hacia el otro lado, y tampoco hay suerte. Decido regresar, pues no quiero que, tras haberme librado todo el día de la lluvia fuerte, ahora me coja desprevenido y sin capa, ni paraguas, la tormenta. Cuando regreso, ya todo el grupo está en el gran salón.

Noche con terapia de grupo.
La mayoría hace dibujos y también los monitores. Me coloco en una mesa de las más alejadas, donde hay dos chicas que también dibujan, aunque no sé si son monitoras o no. Cuando terminan su dibujo, les enseño el que hice ayer en Île de Batz. Les sirve para reírse de los suyos, que son más elementales. Se interesan por saber qué material uso y les enseño los dos pinceles, uno con la tinta china incorporada y el otro con el agua. Como ellos ya han terminado el ejercicio dibujístico, una responsable hace callar al grupo y da la palabra a un chico que está en silla de ruedas. Éste lee algo que ha escrito. Su voz, en neerlandés, es incomprensible para mí, pero no para los demás. Se ve que la mayoría presta la suficiente atención, parece que les interesa lo que está leyendo. Yo pido permiso para quedarme como observador. Ya ha quedado claro que no voy a entender nada de lo que el colectivo diga por la barrera idiomática. Me dan su permiso. No atiendo a las palabras, pero sí a los gestos. La voz que emite el joven al leer me recuerda a la de mi amiga Mentxu que, también en silla de ruedas, aunque motorizada, estudió conmigo en la facultad de Zorroaga, luego coincidimos en Criminología, y hoy en día es doctora en Psicología. También con ella tuve dificultades para la comprensión de su lenguaje, me fui adaptando y, en los últimos años de nuestra relación estudiantil, ya le hacía repetir menos veces cuando algo de lo que decía no le entendía. Por ello no me sorprende que lo que dice este chico sea oscuro para mí, aunque diáfano para sus compañeros. Cuando termina la lectura, recibe el aplauso general del resto de compañeros. Ahora el turno es para otra chica que también está en silla de ruedas. No lee y su voz es clara y segura, lo que facilita que, lo que comunica, llegue bien al resto. Su mano derecha está abierta y mostrando cuatro dedos, pero ocultando el pulgar. Parece que el movimiento que imprime a su mano, que implica tensión, es el adecuado a lo que está diciendo. Como ya he dicho, yo de neerlandés no entiendo nada, pero me emocionan el tono y la atención con que sigue el grupo el discurso. Pareciera una lección magistral en un aula magna. Una compañera, que está a su lado, hace de contrapunto, diciendo algún comentario puntual, que puede ser complementario o crítico, a lo que la protagonista del discurso ahora dice. ¡Que rabia me da no saber el idioma en que hablan! Se ha creado un clima de atención, de respeto sublime, casi espiritual y, a la vez, participativo. Algunas expresiones lo corroboran, ya que lo mismo hay gente del grupo que asiente a lo que ella dice, en ocasiones se ríe y, puntualmente, se escucha alguna carcajada que contagia. Estoy cansado y con ganas de subir a dormir a mi habitación pero, al unísono, hay otra fuerza que me amarra y que me retiene a este lugar de privilegio. Tras los aplausos, surgen intervenciones de corta duración, pero no se pisan la palabra unos a otros, ni se produce el maremagnum de voces como en otros foros que yo conozco. Ha acabado la sesión y comienza una nueva actividad. Me parece el mejor momento para abandonar la sala y subir a descansar. En la camiseta de un monitor pone “Mens sana”. Hablo con él, pero da la impresión de que no sabe interpretar lo que esa frase significa, ni la continuación que colea y queda implícita: “...in corpore sano”. De nuevo la barrera idiomática es otra traba para hacerle entender lo que yo intento traducir: “Mente sana en cuerpo sano”. Al final, parece que algo ha entendido.

A soñar con los angelitos.
Llego a la habitación y cierro la ventana. Pienso que, cuando los demás vengan a acostarse, ya la abrirán si les apetece el fresquito, pero no la abrirá nadie en toda la noche. Me acuesto sin el edredón, pues hace buena temperatura. El primero que llega al cuarto es el responsable que me ha facilitado el que yo pueda estar durmiendo aquí. Son las doce y media. Él duerme en la cama central, la única que no tiene litera encima. Entra con la luz apagada y me despierta. Yo ya tengo ganas de orinar. Él enciende la luz de los lavabos, que da una luz difusa a la habitación, y se encierra en el retrete. Yo no puedo aguantar más las ganas de orinar, así que me levanto y orino en el lavabo haciendo correr el agua para no tener problemas de higiene ni aromáticos. Oiré más tarde al de la litera del otro lado, hasta que se acuesta, pero de los otros dos ni me enteraré cuándo llegan. Las dos veces más que me levanto a orinar, no tiro la bomba para evitar ruidos. El otro monitor que duerme en la otra bajera es el que me ha dado motivo para dudar de su deficiencia. Quizás sólo sea un payaso nato que pretende hacer reír a los que le proporcionan el trabajo. Encima de mi cama duerme el joven con el que he estado hablando en el salón. Enfrente, el más receptivo a mi viaje y que antes ha subido a ponerse guapo para continuar la fiesta. Todavía, durante días, les queda tarea. Parece que lo llevan bien.

Balance de mi jornada más interior.
Me han gustado mucho tanto la catedral de San Pol de León como el pueblo de Roscoff. Hoy se ha vuelto a poner de manifiesto la falta de puentes y la implicación que ello tiene en mi viaje. Pero siempre, desde mi perspectiva de ver la vida en positivo y con optimismo, gracias a que he tenido que adentrarme por interior hasta Morlaix, he podido conocer al grupo belga de personas con minusvalía y a sus cuidadores y la bonita experiencia que me han aportado. Mañana, con la visita a Barnenez, la bajada a Morlaix habrá sido imprescindible y necesaria en mi viaje. No me arrepentiré nunca de haber venido a Morlaix. Tras esta tarde noche con los belgas, ha quedado eclipsado el bonito encuentro con las tres damas sentadas en el banco junto a Saint Gwenole.

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