martes, 29 de marzo de 2016

Etapa 64 (355) Paimpol-Saint Quay Portrieux



Etapa 64 (355), 10 de Agosto de 2012, viernes. San Lorenzo (41º aniversario de boda).
Paimpol-Plouézec-Bréhec-Plouha-Trévenenc-Saint Marc-Saint Quay Portrieux.


Despertar en la Abbaye de Beauport.
Me he levantado tres veces a orinar. Veo la luna menguante a la que quedan dos o tres días de vida lumínica antes de desaparecer en la fase de nueva. No consigo ver la Osa Mayor, una visión que me suele aportar unas dosis extra de mayor confianza. Una luz que se desplaza por el firmamento me hace pensar en las estrellas fugaces de agosto. El día de San Lorenzo suele ser propicio, pero compruebo que es un avión que lleva rumbo estable.

He metido la mochila bajo un arbusto y, a través del saco, la tanteo con los pies. No estoy en lugar en que pueda temer su desaparición. Duermo bastante bien. A las seis y media me despierto y me encuentro perezoso para levantarme. Me coloco en decúbito supino con las piedras dobladas por las rodillas.
 

Así estoy un rato de vida contemplativa observando la nada celestial. Me levanto y saco fotos desde mi muro protector. El paisaje marino que se me ofrece es pacífico, aunque sea Atlántico, poblado de islotes de gran belleza. Poco antes de las siete ya estoy en marcha.

Chapelle de Sainte Barbe.
Voy en dirección al camping, pero el camino me saca a la carretera. 

A estas horas de la mañana la circulación es escasa y lo será menos cuando coja el ramal que me va a llevar, ascendente, hacia la capilla de Santa Bárbara. Saco dos fotos que, como la capilla está orientada hacia el este, ofrecen una imagen a contraluz. Sobre todo la segunda. La primera ofrece sobre un podio escalonado un bonito y sencillo crucero y un cartel me indica que estoy en la calle del antiguo presbiterio. Un dato que de poco me sirve y que no me va a ayudar nada para llegar a ninguna parte. 


En la segunda foto de la iglesia, ya se empieza a asomar el sol del amanecer. Aunque la luminosidad es escasa, me parece que el campanario sólo ofrece una campana. Después me acerco a una mesa que ofrece en su superficie un mapa para orientar al caminante. El mapa obliga a dirigir la vista hacia el horizonte marino y me permite ver con más altura y mejor perspectiva, el paisaje que ya he visto antes, desde la abadía.
 



Este mapa permite localizar las islas de St. Riom y Mez Goëlo, pero Paimpol y el archipiélago de Bréhat, quedan casi ocultos a mi derecha. La mesa está sobre un amplio podio pétreo y está construida de tal manera que se asemeja a un dolmen muy elemental. ¿Fue el dolmen el precursor de la mesa?


Plouézec. Desayuno en Tabac.
Llego a Plouézec y busco lugar para desayunar. El pueblo me recibe con pancarta. Pone No zar Vilin y yo interpreto que me dan la bienvenida. Seguramente es un anuncio de la fiesta que se va a celebrar mañana. No creo que sea la meta de una carrera ciclista, aunque también pudiera ser. Veo panadería, busco Tabac y así me preparo para el mismo ceremonial de otras mañanas. El nombre del pueblo se pronuncia como se escribe, me dice la panadera. La “é” central, al llevar tilde, que no es acento, se pronuncia y suena “Pluesec”. En la boulangerie compro croissant y caracol de pasas, “raisins”, como dicen ellos. Pago 1,93 €. El café con leche me costará en Tabac 2,60 €. La mujer que me atiende se muestra solícita a mis preguntas. Mientras desayuno, entra un trabajador madurito que lleva un pantalón corto. En realidad es un pantalón que fue largo pero que ha recortado y del que cuelgan hilillos en la pernera. Es conocido de la casa y también se dirige a la panadería para obtener la bollería. 

Acabado el desayuno, que ha sido con abundante leche, voy al retrete y cago. De regreso, cuento la historia del bastón y los gendarmes. Les hablo de mis 64 días de marcha. Me calculan que aún me quedan entre 200 y 250 kilómetros para llegar a Mont-Saint-Michel. Una información que me refuerza en mi idea de olvidar también esa meta. Los clientes que han ido entrando se van a trabajar y yo me pongo a escribir. Así me dan las nueve y media. Recojo el móvil, que había puesto a cargar, me despido de la señora y me encamino hacia la costa.

Plouézec-Plouézec. Un camino de ida y vuelta.
Al salir, paso al pie de un ciruelo y cojo dos ciruelas, pero están aún demasiado verdes. Para un coche. El conductor me pregunta a dónde voy. Le cuento el camino que estoy a punto de finalizar. Él continúa adelante. Poco después, llegando a una casa, veo que sale de ella y me invita a tomar café. Se lo agradezco, pero le digo que acabo de desayunar. Probablemente su deseo era el de saber algo más del caminante, pero he estado mucho tiempo en el bar y deseo avanzar. 

La realidad va a ser muy distinta, porque acabaré volviendo al mismo sitio. Las vistas que me ofrece el camino, unas veces se acercan a la costa y otras ascienden por el acantilado. Siempre por un mar plácido en el que las embarcaciones, perfectamente alineadas, flotan sobre el agua.
 

El GR-34 me va llevando hacia Port Lazo y es esa la razón por la que primero bajo al mar y luego subo al acantilado. Es así como logro tener mejor perspectiva de dicho puerto. Veo un islote cercano y la isla de Saint Riom al fondo, en nebulosa. La segunda foto de Port Lazo la obtengo desde un lugar que indican Panorama.



Pointes de Bilfot y Minard.
Me dirijo hacia el cabo Bilfot pero, en lugar de ir al extremo norte del cabo, que me va a suponer un recorrido de ida y vuelta, decido vadearlo y continuar hacia el cabo de Minard. Dejo a mi izquierda una casa y la carretera que conduce al cabo que no voy a visitar. Una vez superado lo que podríamos llamar su base o istmo, ya obtengo la vista del siguiente cabo, el de Minard.
 

Voy decidido en esa dirección, pero pronto compruebo que el camino debe atravesar un barranco, pues en Porz Donant, punto intermedio entre los dos cabos, desemboca un río. El camino es magnífico y comienza a descender hacia el río y veo, al otro lado, el mismo camino, pero ya ascendente. El arranque lo hace por numerosos escalones.
 
Me lo pienso mejor y decido hacer el recorrido sin perder altura, con el fin de enlazar por arriba con el camino que estoy viendo.
 
Es un error que me va a costar caro pues, no sólo no avanzo, sino que acabaré de nuevo en Plouézec, en el mismo Tabac que había abandonado casi una hora antes. Este error lo achaco a que son ya demasiados los días que llevo caminando y me refuerza en mi deseo de volver a casa. Parece que Saint Brieuc, con su oferta de albergue juvenil, pudiera ser un buen final para el viaje de este año. La señora me recibe sorprendida. Creo que he sacado las fotos necesarias como para ilustrar bien lo que me ha pasado entre ambos cabos. Me parece evidente que he tenido un cruce de cables y el cortocircuito ha producido lo irremediable. Desespero, pero no me queda otra alternativa que seguir adelante.
Bréhec.
Ante mi desmoralización, la señora del bar me ayuda. Salgo hacia la costa pero por otra dirección. Mi destino siguiente va a ser Bréhec. Está a 4 o 5 kilómetros y llegaré sin más problemas. Aunque no hay un gran núcleo de población cercano, la playa no deja de ser muy urbana. Tengo dos opciones, o ir hacia el espigón norte o hacia las rocas del sur. Me parece mejor esta segunda opción y me posiciono entre las rocas, pero no me va a quedar más remedio que bañarme con bañador. ¡Qué rabia, qué pérdida de libertad! Tras el baño, me lo quito en mi sitio y lo pongo a secar, pero estoy tomando el sol muy incómodo, a ratos desnudo y a ratos con el bañador por encima, cubriéndo mi impudor.
 

Demasiado pendiente de los que se acercan, todo lo contrario del relajo que exige la práctica del nudismo para que sea placentero. Han pasado tres jóvenes hacia las rocas. Sus razones son bien distintas a la mía. No van allí para esconderse para estar desnudos, sino porque no quieren que les vean fumar. Lo que no sé ya si lían los que consideran inofensivos cigarrillos o para experimentar los efectos placenteros de sus primeros porros de hachís. Otros lo consideran más inofensivo que la nicotina del tabaco. Allí dejo a los tres y, tras tres cuartos de hora aproximadamente que han pasado desde que he llegado a esta playa, me voy hacia un restaurante que he visto al llegar y donde ofrecían “artichaut”, la alcachofa gigante que todavía no he probado. Bréhec ya está saliendo de mi mapa, el que me han dado con el nombre de Paimpol-Goëlo, y que comenzó ayer en el paso del puente de Kergrist, sobre el estuario del Trieux.

Au Safran. Artichaut.
Llego al restaurante. La alcachofa no la sirven “al azafrán”, que sería el nombre del restaurante traducido al castellano, sino que la presentan hervida y con la salsa de aceite y vinagre espesa habitual repartida entre las hojas. Con una pieza ya tengo suficiente entretenimiento. Voy deshojando la flor hasta dejar los estambres, con el corazón más tierno que los aglutina, para el final. Hoja por hoja, voy untando en la salsa y, paso a paso, con parsimonia voy arrancando la pulpa, comiéndomela, y desechando la parte coriácea. Me eternizo, pero disfruto con este plato tan entretenido. Menos mal que la sirven fría pues, si fuera plato para comer caliente, la parte final habría que volverla a calentar. Tras comer, chupar, lamer, todas las hojas con los dedos, al final, como el cogollo con cuchillo y tenedor. Luego como cuatro sardinas, acompañadas de patatas fritas y una ensalada pequeña a la que añaden dos frutas que le prestan cierta originalidad, un trozo de melón y otro de sandía. Pago con Visa 14 €, pero en la primera intentona la máquina no va y rechaza mi pago. Sin ponerme nervioso, el segundo intento es definitivo. Me dan el justificante, me orientan para continuar hacia Plouha por el GR-34 y me calculan, más o menos, que lo haré en dos horas. Tardaré hora y diez minutos, que es lo que yo había previsto.
Plouha. Plage Bonaparte.
Paso cerca de un prado donde pasta un rebaño de vacas, negras con manchones blancos, o blancas con manchones negros, pues hay predominancia de ambas tonalidades en cada animal. Todas están de pie haciendo acopio de hierba en su primer estómago, y luego ya tendrán tiempo para tumbarse y rumiar.
 

En realidad, no sé cuánto me habría costado exactamente llegar a la playa de Plouha, pues no bajo a ella. Tampoco me acerco al núcleo de población, pues está en el interior y a mi me interesa más ir cerca de la costa, mientras pueda. Así que el referente del tiempo queda en el aire sin poder constatarlo. Después dejar a las vacas atrás, el acantilado me ofrece ya la playa de Plouha. La veo entre los helechos y no me gusta. Demasiadas rocas y ni siquiera me molesto en bajar. Pero ha sido un error, pues la playa está más adelante. Cuando llego compruebo que no es la playa que yo buscaba. Hay muchos coches aparcados y mucha gente. Esta playa también recibe el nombre de playa Bonaparte.

Perdido por Tréveneuc.
Hoy va a ser día de pérdidas y reencuentros. El camino sigue siendo magnífico, pero la costa acantilada que me va ofreciendo no es tan grata como para animarme a bajar y darme un chapuzón. Todas son playa con muchas rocas, sin arena seca, como para estar tumbado un rato tranquilo y con acceso complicado.
 

Ahora el camino que se me ofrece me gusta poco y decido ir mejor por carretera hacia Tréveneuc, aunque queda un poco hacia el interior. El mapa de que dispongo es el general de toda la Côte d’Armor, y es poco dúctil y explicativo. Me tengo que dejar llevar por mi intuición. A pesar de ir por carretera, me siento perdido. No sé qué actitud corporal llevo pero el caso es que, sin pararles, un matrimonio frena su coche y, muy amablemente, me preguntan. Su consejo es que vuelva a Plouha. Pero yo me resisto.
 
Busco alternativas en una mujer que hace tareas de limpieza en el entorno de su casa. Entra en ella para salir con un enorme mapa que ofrece todo lo que en el mío ocupa cuatro centímetros. Es el tramo entre Plouha y Binic, a donde llegaré mañana. Me habla de un “Carrefour”, un cruce, y de entrar en un bosque. Con estos datos, le agradezco la información y continúo carretera adelante. Cuando estoy llegando al bosque, aparece una camioneta que está reparando la calzada con petachos de brea y grava, o mezcla de galipote y gravilla. El conductor me dice que siguiendo la carretera llegaré. Pero me vuelvo a perder.
 

Se ve que ya no estoy para más caminos por este año. Un chico que pasa en su furgoneta me reconduce y me dice que siguiendo la señal azul llegaré a Tréveneuc. Pero al llegar a un sitio con indicación para doblar a la izquierda, el camino no me gusta y me condeno a seguir por la X disuasoria. Un hombre que viene por detrás en bici, y al que no veo hasta que ya me ha pasado, se me escapa sin poderle preguntar. Veo cómo se mete en zona de granja con altos edificios. Cuando llego al lugar, trato de localizarle. Lo veo de refilón y entro y le pregunto. Me dice que el camino que traigo finaliza en la granja y que debo retroceder. Oigo voces. En otro pabellón, dos mecánicos recomponen los mecanismos de un gran tractor. Uno de ellos me anima a que me meta en un prado alambrado en el que está, pastando unas y rumiando otras, otro grupo de vacas. Me dice que al final del prado encontraré el camino correcto para salir a la costa. Menciona el término Port Logot. Le pregunto si no tengo opción a coger el mismo sin necesidad de atravesar el prado tan lleno de cuernos. Agradezco la indicación y retrocedo hasta el lugar donde había perdido la señal azul que me iba orientando y es así como llego a un cruce con dos direcciones. Una de ellas es Port Logot.
 
Ya estoy en el buen camino. Sigo la carretera con la dirección Port Logot, hasta que desaparece y se convierte en camino. Enseguida encuentro a otra pareja que está, como yo, muy descontenta con las señalizaciones. Quieren ir en una dirección, pero también la han perdido. Entre ellos y yo, los perdidos ayudándose con su ignorancia respectiva, conseguimos encontrar el camino que nos interesa a ambas partes. Ellos estaban haciendo un bucle y han venido a parar aquí sin desearlo. Ellos me acompañan un rato y, al asomarnos al acantilado, me dicen que la de abajo es la playa que corresponde a Tréveneuc. Ése es el lugar al que yo quiero llegar ahora y a ellos también les sirve porque es el punto de donde han partido. Así hemos llegado al lugar donde se han equivocado de dirección. Vemos un camino que dobla hacia la izquierda y que es el que no han visto al subir y que debieran haber cogido. La señal azul, antes oculta y que ahora ven en el suelo, les había pasado desapercibida. Al final los tres estamos encarrilados. Nos despedimos. Se interrumpe la historia del bastón y los gendarmes que les estaba contando. La pareja tira hacia la izquierda, siguiendo el acantilado en dirección al norte y yo comienzo mi descenso hacia la playa Palus.


Plage de le Palus.
Para que yo haya podido llegar a esta playa, ¡cuánta gente ha intervenido! La mujer que me ha mandado por el bosque, los que arreglaban baches, el joven que me a dicho que siguiera la señalización azul, el ciclista anciano, los dos mecánicos que me han orientado hacia las vacas y dado la referencia Port Logot y, ya en el camino, la pareja perdida en el bucle. Por un camino casi vertical, llego enseguida a la playa de le Palus. Cuando entro al paseo veo un bar y pido sidra. En Chez Paulette me ofrecen un bol, pero yo quiero medio litro. Es entonces cuando me decido por una pression, y pago 2,50 €. Escribo hasta las seis y me voy. Los camareros están muy atareados sirviendo bebidas a sus muchos clientes. 

Una camarera sabe algo de castellano y se quiere enrollar conmigo y mi viaje, pero su trabajo lo impide. El chaval que me ha servido la cerveza me dice: “estoy desesperado de la vida”, son sus balbuceos en castellano, quizás sea una frase aprendida. Le digo que no lo entiendo, estando como está en plena juventud. “¿Por qué esa desesperanza?” Creo que es más una pose. No le veo muy desesperado. Yo ya estoy más tranquilo. El Trévenec que buscaba en interior, me ha agradado más encontrarlo en la costa, en esta playa de le Palus. Más si cabe, tras haber deambulado tanto con direcciones inciertas y retrocesos. Me despido de los camareros y del escanciador de birras y salgo del bar con una estrategia que me da buen resultado.

Hacia Saint-Quay-Portrieux.
En la foto que he sacado de la playa de le Palus desde arriba del acantilado he visto que, detrás de la primera loma, hay como un entrante. No tengo certeza de hacia donde me va a llevar si voy por allí, pero creo que yendo por la playa me evito subir una loma y es así que, después de la loma, bajo por la rampa de acceso norte a la playa. Atravieso por la arena toda ella y, al final, compruebo que mis deducciones han sido acertadas. El entrante sur me posiciona de nuevo en el GR-34. Ha sido un acierto pleno. Una pareja baja las escaleras y se queja de la dureza de esta escalinata de ascenso, la que ellos ahora están descendiendo. Va a ser pequeño el tramo, aunque luego deberé ascender en varios momentos de nuevo.
 
El camino sobre los acantilados siguientes se va a mantener muy elevado durante bastante tiempo. Después del primer tramo, aprovecho el encuentro con una pareja joven sentada al borde del sendero, para hablar y descansar. Sus caras se me hacen familiares. Él me parece latinoamericano, pero me aseguran que son franceses. Les hablo de los puentes bretones del primer mundo. Aunque ni se levantan, me atienden bien, se muestran amables y me desean buen viaje. Hay otra pareja por delante, que va haciendo paradas en los puntos más estratégicos del alto acantilado. Les paso pero, como paro a coger unas moras, unas diez, que voy comiendo por el camino, ellos me vuelven a pasar. También muerdo una manzana silvestre, que está ácida pero que estará rica cuando madure. Saco su jugo y expulso la pulpa de mi boca, que sale como si fuera serrín. Paso por un trigal que ya ha sido segado parcialmente. Un lado conserva las espigas de pie con la cabeza alta y el resto segado, ofrece los rodillos de paja prensada listos para la cama del ganado y el alimento del invierno. También podrían servir para dormir junto a ellos, como ya lo hice hace una noche cercana en las proximidades de Plouguiel.

Plage de Port Goret.
La siguiente playa, la de Port Goret, la veo desde arriba del acantilado. El camino tiene la gentileza de no hacernos bajar a ella para volver a subir. El que quiera ir a ella, lo puede hacer por camino de ida y vuelta. Por todo ello, se ve que es menos bulliciosa que la que acabo de dejar atrás. Tiene muchas rocas donde la gente se entretiene en coger los productos que ofrece el mar: bígaros, quisquillas y cangrejos. Los coches aparcan en la explanada de arriba. El siguiente referente será Saint Marc, aunque no sé en qué va a consistir. Indican 35 minutos que faltan para llegar. Yo prefiero que las distancias me las digan en kilómetros y no en medidas de tiempo.

Saint Marc. Puerto, playa y capilla.
Abandono el aparcamiento de Port Goret y continúo hacia el sur. Esta será mi dirección hasta llegar a Saint Brieuc y su bahía del mismo nombre. Este Saint Marc, me trae al recuerdo el fuerte de San Marcos de Errenteria. Voy de nuevo por el GR-34 y pongo especial interés en no abandonarlo, ya que las dos veces que lo he dejado hoy me ha salido fatal. Pero a pesar de ser esa mi voluntad, hoy no me obedezco ni a mí mismo y me vuelvo a salir de madre. Paso por un lugar en donde el siguiente cabo ofrece una bella visión hacia el mar. Hay algunos caminantes en la cima y creo que los debiera haber fotografiado, pero ya no tiene remedio. Del acantilado y el cabo no saco foto porque es bonito para ver pero no para fotografiar. Grabaré esta parte después de que pase por la capilla y esté sobre la playa y el puerto de Saint Marc. Llego a un camino que se bifurca. El de la izquierda lleva hacia el cabo y el de la derecha parece que luego enlazará con el camino de regreso. Evito el cabo y luego compruebo que mi intuición era acertada. Sigo estando en el GR-34. Cuando llego al siguiente cabo, hago lo mismo, o eso es lo que creo que hago, pero el sendero que creía lo bordeaba me saca del buen camino. Por delante va un hombre con su perro. Al llegar a su altura le saludo, y se lleva el gran susto. Parece que pensaba que estaba él solo en el mundo. Cuando llegamos a un camino de hierba, ordena al perro que se siente y éste obedece. Lo deja allí atado y se brinda para acompañarme un rato por la carretera y dejarme bien orientado. Cuando se va, la carretera ya no ofrece complicación alguna pues baja descendente hacia la costa. Es así como llego a la playa de Saint Marc.
 

Aunque tiene fondo arenoso apropiado para el cultivo de bivalvos, como almejas, chirlas y berberechos, veo cómo un hombre viene de la orilla donde se ha bañado. La entrada al agua es de guijarros y no me resulta nada apetecible el baño. Enseguida rodeo la Chapelle de Saint Marc. Saco foto para el recuerdo, aunque del lado en sombra, y desaprovecho la primera zona que he visto en el lado soleado.
 
 
Quizás de aquí se vea mejor su estructura con las dos puertas que ofrece. Inicialmente el campanario tenía dos campanas, de las que sólo queda una.

El camino vuelve a ser ascendente y llego a una loma acantilada, desde donde puedo contemplar tanto el puerto, con sus barquitas bien alineadas, como la playa de la que ya os he hablado. Es bonita la vista de los cabos que he ido dejando atrás y que, al evitarlos, me han vuelto a crear problemas.

Saint-Quay-Portrieux.
Después viene un nuevo acantilado y, una vez superado, puedo tener una buena vista de la siguiente ciudad, la de Saint-Quay-Portrieux, a donde voy a llegar sin problemas. Con la vista del roquedal que da al mar, las dos playas que la ciudad ofrece y algo del caserío se acaba mi reportaje fotográfico de la jornada.



A partir de ahora, lo único que os ofrezco es el relato de lo acontecido en las últimas horas que, para los intereses del que camina, no tiene desperdicio.

Cena en Le Gerbot d’Avoire.
Ya en la ciudad, me olvido del GR-34 y me dedico a buscar un lugar para cenar. Mi idea es la de continuar caminando después de la cena hasta dar con alguna playa adecuada, puesto que sólo son las ocho de la tarde y me gustaría ver qué costa se me ofrece después del faro, que ya estoy viendo a lo lejos desde hace un buen rato. El faro está en la propia ciudad en el cabo de su extremo sur. Puestos a pedir, me gustaría dormir hoy en una playa de arena fina. El menú que me ofrece el hotel Gerbot d’Avoine, que se podría traducir como “ramito o gavilla de avena”, me parece caro, pero leo la fórmula Bistrot por 18 € y no me parece mal. Incluye postre aunque la bebida va aparte. Va a ser mi cena más barata porque en el precio va a llevar incluida la cama, algo que no indican en la fórmula Bistrot. Fuera, antes de la puerta de entrada me tropiezo con un señor, que se disculpa. Creo que es un cliente, y le digo que tiene tanto derecho como yo para entrar. Pero resultará ser el recepcionista. Cuando entro, él entra detrás y me pregunta qué deseo y le digo que quiero cenar. El recepcionista me invita a dejar el equipaje. Guarda en un armario mi mochila, en el mismo armario en que se selecciona y controla la música ambiental. Cuando abre la puerta corredera, la música suena con mayor intensidad. Paso al comedor con mi camiseta, pantalón corto y sandalias. Con éste, mi atuendo, estoy tan presentable como cualquiera de los clientes veraniegos del hotel. La tarjeta Visa será mi garantía. El comedor es elegante y en él cena gente encopetada. Me sientan en mesa para dos, cercana a un ventanal. Pero me coloco de espalda al mar y con la vista puesta en el espectáculo que me pueda ofrecer el comedor. De primeras pido terrina de campaña, que lleva pistachos incrustados, y a la que acompaña una ensalada sin aliñar, pero que me la como con un poquito de sal que rocío por encima y unos pepinillos encurtidos. De segundo me sirven “morceaux”, tocino veteado que, como está bien asado, hasta la parte más grasa está rica. Viene con una salsita que pruebo y dejo, ya que no aporta al tocino ningún sabor interesante que lo realce. Como la patata asada, que me ofrecen abierta y con una salsita blanca rica. Lleva algo verde y como la patata hasta que la salsa se termina. De postre pido un “café gourmand”, un café goloso, que digo sea descafeinado. La parte golosa del café no son los pastelitos de la calidad y apariencia como los que ofrecían en Saint Mathieu y figuran en la carta con el precio de 6,50 €. Aprovecho para pedirlo hoy que lo incluyen en el precio del menú. La estructura corporal de la camarera es de las calificables como entradita en carnes, pero tiene una bonita cintura y una cola de caballo bamboleante que hace olvidar sus piernas regordetas. Se muestra muy amable con los clientes estables del hotel. Su compañera también y hasta se permite el lujo de hacer algunas bromas con ellos. Entre las dos atienden muy bien a todo el comedor. Es evidente que por detrás, aunque invisible, hay una cocina potente. El cliente que está en la mesa de al lado tiene tan anchas las espaldas que me oculta lo que come y a su mujer, que la tiene enfrente. Sólo puedo ver a su acompañante cuando se levantan para marchar. Hay también otra clienta que cena sola. La tengo en mejor posición para observarla, ya que está casi frontal, aunque algo a mi derecha. Tiene el aspecto de solterona remilgada, como de época pretérita. Y unos ojos que, cuando los abre del todo, casi asustan. Probablemente no esté soltera pero, al estar sola, me da esa imagen. Ha pedido un rosado y cuando se lo ofrecen y lo saborea, da su aprobación al sommelier, rol que ha asumido mi camarera. En una fuente de loza blanca alargada en forma de barco, que no logro ver su contenido pero bien decorada, asoman unas velas rosáceas de sandía. Los mástiles parecen de barquillo dulce. Parece que se arrepiente de haber pedido ese apabullante postre. Se la ve comer sin hambre, como desganada. Esta forma de comer añade un matiz de desamparo a su soledad. Está presente y ausente a la vez, como si evocara una ausencia, mostrándose complaciente y complacida con su situación. Una soledad más o menos asumida. La camarera redondita se enrolla, quizás demasiado dando conversación a los comensales y, como sabe algo de castellano, también lo hace conmigo. Dice que le vengo bien para practicar. Tendremos dos o tres conversaciones inconclusas. Tengo claro que su principal cometido es el de servir los alimentos que van llegando de la cocina sin esperar a que se enfríen y retirar los utensilios utilizados. Le pregunto si debo ir a pagar a recepción, me dice que ella misma me hará la cuenta. Parece que tienen diferenciadas las cuentas del restaurante de las del hotel. Me cuesta terminar los pastelitos que acompañan al descafeinado. Creo que no volveré a pedir café Gourmand. He contado a la camarera que llevo durmiendo a la Belle etoile tres noches seguidas y que hoy también llevo la misma intención, pues se avecina buena noche. Pago 20,70 € con Visa (18 de menú y caña) y salgo del comedor.

La oferta del recepcionista.
Llego a recepción con intención de coger la mochila, pero el recepcionista no está. Así que, como ya sé dónde la ha puesto, abro el armario corredera. Aparece el hombre en recepción. Como antes ya le he dicho que llevo 64 días caminando, ahora le añado que voy a buscar un sitio adecuado para dormir bajo las estrellas. Decir algo así a alguien que vive y trabaja para un complejo que se dedica a dar cobijo a la gente, como es este hotel, es como dar una puñalada trapera. Me dice que es una lástima, pero el hotel tiene las habitaciones ocupadas al completo. Le agradezco sus buenos deseos, pero le digo que me da lo mismo, porque probablemente el precio sería prohibitivo para mí. El recepcionista desaparece para consultar algo y cuando vuelve, aunque no me dice el “desolé” habitual, equivalente a nuestro “lo siento”, se le ve realmente desolado, uno de los pocos “desolé” no dichos pero verdaderamente sentidos. Le agradezco, me despido y salgo del hotel con intención de ir caminando hacia el faro. Cuando sólo he avanzado unos metros, oigo que me llama y se acerca corriendo hacia mí. Me dice “attende”, espera, y que le siga. Y le sigo. Doblamos la esquina y bajamos la calle que desciende hacia el mar. Entramos en un gran portón que da a un espacio ajardinado y que queda por debajo del comedor en el que he cenado. Atravesamos una puerta blanca que da acceso a un espacio pleno de trastos, donde hay mesas redondas patas arriba y otros objetos que obstaculizan el paso a una habitación. Allí hay una cama y un colchón enorme que está en vertical. Él mismo lo pone horizontal y me señala dónde están las sábanas y las mantas para que me haga yo la cama. Como es lógico no voy a pretender también que me la haga él. Le digo que usaré el saco y dormiré directamente sobre el colchón, y eso va a ser lo que hago. También me ofrece la ducha, pero no voy a hacer uso de ella. Sí utilizaré el retrete, dos veces, durante la noche, el lavabo por la mañana y me miraré en el espejo para afeitarme. Me despido agradecido y el recepcionista me deja solo con la llave puesta por dentro para que me cierre. Como es propio de mi confianza, no cerraré con llave. Este regalo supone un final feliz como colofón de un día bastante aciago.

Balance de un día en que ya siento que esto se está acabando.
Lo más positivo del día ha sido el final que acabo de contar, y no voy a repetir, en el hotel y restaurante Gerbot d’Avoine. También las ayudas que he ido recibiendo cada vez que me he ido perdiendo o cuando he hecho el primer bucle que partiendo de Plouézec, me ha devuelto al mismo lugar en que he desayunado, todo por abandonar el GR-34. Se ve que no estoy receptivo, como si el largo camino me pesara, que me estuviera pasando factura. Será bueno acabarlo en Saint Brieuc.

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