martes, 29 de marzo de 2016

Etapa 65 (356) Saint Quay Portrieux-Plage Les Rosaires



Etapa 65 (356). 11 de agosto de 2012, sábado.
Saint Quay Portrieux-Étables sur Mer-Binic-Plérin-Plage Les Rosaires.


Amanecer en hotel gratuito.
Se ve que tenía necesidad de dormir en cama, pues no me despierto hasta las siete y cuarto. Contribuye a ello el silencio del sótano y la oscuridad. He dormido genial, con dos despertares sonámbulos para ir a orinar. Cuando ha iniciado la noche me acosté con el saco cerrado y la cremallera hasta arriba, pero he amanecido con él semiabierto. Me levanto, afeito y orino; esta vez echo la bomba, algo que no he hecho en toda la noche. Todo para evitar armar ruido y que no me oigan los vecinos, los que no tengo. Tomo la pastilla y salgo con mis mochilas al exterior.



Dejo la llave puesta en la cerradura, como estaba. Salgo con agradecimiento mental hacia el recepcionista piadoso. Saco foto hacia el restaurante y hotel que ha sido mi improvisado hogar nocturno. 


También de la bandera francesa ondeando en el horizonte marino. Ayer me hubiera vuelto a casa si hubiese estado en lugar adecuado y con tren a mano. Tras esta noche, me reconcilio con el país que tan bien me ha tratado en estos más de dos meses.


Un paseo por Saint-Quay-Portrieux.
Dejo atrás la tricolor. Según me acerco a la costa, ya veo camino con indicador redondo que prohíbe circular bicis, vehículos y caballos. Estoy en el buen camino.
 
Pero dentro de la ciudad no es lo que más me importe. Mejor será que sepa encontrar el GR-34 a la salida, cuando llegue al faro que ya veo esperándome. En realidad no parece un faro, sino una torre de control militar, con todo su aparato de antenas captadoras de ondas etéreas. Llego y paso por la playa de la Grève Noire. Aunque la palabra grève significa huelga, aquí se refiere a su arena negra. En realidad, podría ser nombre más adecuado para las arenas volcánicas canarias, pero su arena me parece normal, como la de la mayoría de las playas de arena por las que voy pasando. Está la marea baja y se acaban de bañar dos mujeres. No es mala forma de iniciar la jornada. En esta playa está situado el casino. Al final de la playa hay un dique pétreo que la separa de la siguiente, la du Chatelet. Ahora, con la bajamar, ambas playas se comunican por dicho punto. Hacia el otro lado baja una escalinata, como luego veremos, después del desayuno y de mi visita a la iglesia.

Desayuno en Le Trot Quay.
Voy hacia el casino, pero mi mirada se orienta hacia algún lugar adecuado para desayunar. Veo a un hombre que viene hacia mí con un pan. Le pregunto por un café que esté abierto y me responde que no hay ninguno. Me dice que sólo está abierta la panadería, pero que no dan café. Llego donde el librero, que está sacando al exterior sus porta postales rodantes, y me dice que el café de la siguiente esquina está abierto. Veo que Le Trot Quay es un PMU, aunque éste no va acompañado de Tabac. Trot, probablemente, sea una abreviación de bistrot, y Quay (suena “cue”) ya veo que es el santo del lugar. En la terraza hay cuatro jóvenes. ¿Serán trasnochadores del viernes que todavía no han ido a dormir a su casa? Entro y veo lo habitual de estos lugares, gente que sella sus quinielas hípicas, gente que desayuna, gente que se saluda con amabilidad, igual que en los pequeños pueblos por los que he ido pasando. Es grato ver cómo se saludan afectuosos, dando muestras de cariño. Aquí, es el propio barman el que se acerca a la boulangerie para comprar mi croissant y parece que no saca ningún beneficio extra en este desplazarse, si no es el de propiciar el regocijo de quien se lo va a comer. Es la primera vez que me ocurre. Hasta ahora era yo quien iba a la panadería para comprar la bollería. Y creo que no hay beneficio económico porque, con el café con leche, me cobra 2,40 €. Aprovecho para cambiar un billete de veinte. Me quedo escribiendo hasta las 9:30 horas. No tengo ocasión de entablar conversación con ningún cliente y hablo con la camarera que no me ha atendido, a la que hablo de mis 65 días caminando. Abandono lugar con tan buen ambiente y salgo despreocupado ya que no tendré más necesidad de parar en ningún sitio hasta la hora de comer. ¿Será en Binic, será en Plérin? Eso ya no lo sé. Dependerá también de que encuentre una playa adecuada para darme un baño. Hoy me gustaría descubrir la única playa nudista oficial que me queda pendiente, la de Les Rosaires.

Office de Tourisme.
Cuando salgo del café, me oriento hacia el faro o torre militar, que es lo que me parece ahora que estoy más cerca, pero veo el pincho del campanario de la iglesia y decido no marcharme de Saint Quay sin visitarla. Pero, al ir hacia allí, me encuentro con la oficina de Turismo y entro. No tengo necesidad de mapas, pero pido que me pongan en mi diario el sello del lugar. La chica coge el tampón y me lo sella. Así sé que estoy en la calle de Juana de Arco, y me agrada que figure el sello de tan amable ciudad en mi diario. La palabra tampón me hace pensar lo lejanos que han quedado ya los días en que pedía el sello en la credencial del camino de Santiago o el carimbo portugués. Me dan ánimos para seguir y yo, aunque ayer tarde no lo estaba, tras el descanso y el buen arranque del día, ya estoy suficientemente animado. (Ahora escribo en Binic, en el lugar donde he comido un mal “maquereaux”, no sé si chicharro o verdel, cocido y de donde estoy deseando escapar para comerme algún postre fuera, en la calle). Salgo hacia la iglesia.

Iglesia de Saint Quay.
En realidad, no sé a qué santo está dedicada dicha iglesia. Voy dándole vueltas a mi decisión de parar o aguantar hasta Mont Saint Michel pero, como me gustaría llegar a casa antes de que se marche Vera con su marido y su hijo de vacaciones, es ésta otra razón que me ayuda a decidir parar. Veremos lo que pasa, pues mis planes se desbaratan cada vez que tomo una decisión. Toso de vez en cuando y temo que mi pecho esté algo congestionado pero, andando, me encuentro perfectamente y con fuerzas para seguir. Retomo. De Turismo a la iglesia. Una muestra más de la prepotencia de la religión que tanta repercusión tiene en la cultura.
 

Reflexión que me lleva a entender las pocas playas nudistas que hay en la zona. De ahí mi deseo de encontrar la del Rosario. Para colmo, alguien me dice que la plage du Rosaire es de caillou. Vamos, un pedregal. Entro en la iglesia que se presenta abierta en su doble portada, como ofreciéndose al caminante. Primero, saco una foto de la fachada con su alto campanario y, luego, de la nave central. Tiene dos naves laterales y se muestra luminosa y austera. Un altar mayor sencillo con poca ebanistería, sin retablo y con sencillo Lignum crucis. En un lateral veo un altar atractivo de filigrana en madera, oscurecida con nogalina.
 
Pero me entretengo en una piedad que, sin tener la perfección de la de Miguel Ángel del Vaticano, ni la modernidad de la de Oteiza en Arantzazu, y con una virgen de cejas pobladas, me hace salir del lugar con los ojos en compota. (Me vuelve a ocurrir cuando estoy escribiendo. Pero ahora las lágrimas pueden ser debidas, además de a lo bien que me encuentro, al vinillo blanco que he bebido). La imagen es la clásica de la madre con el hijo muerto en su regazo. No hace falta ser muy sagaz para poder ponerse en el lugar, en el dolor, de una madre que pierde a su hijo. Yo como padre, como abuelo, sentiría el mismo dolor. Pienso en mis dos hijas, en mis dos yernos, en mis cuatro nietos. (Dejo de escribir. El lagrimón me ha caído de refilón al borde de la libreta. Espero que se seque para cuando llegue a escribir ahí). Pienso en La Piedad, y en lo que acabo de escribir en el Trot Quay, donde mencionaba como piadoso al recepcionista del hotel. Parece que la palabra piadoso me ha llevado a los orígenes. ¿Es la misma piedad? No. Rotundamente, no. Una cosa es apiadarse de alguien que necesita algo y que yo le puedo dar y otra cosa es el dolor de alguien para el que no hay remedio. Lo más que podemos hacer es acompañar en el dolor, pero no hay remedio para una madre que pierde a su hijo amado. Ambas comportan solidaridad, implican dolerse por el dolor ajeno. El dolor de María universaliza al dolor. De todas formas, la imagen que se presenta en Saint Quay es una piedad dolorida y a la vez complaciente, aceptadora de una voluntad divina, algo que no ocurre con la de Oteiza. En Arantzazu se muestra a una madre dolorida que pide cuentas a Dios: “¿Por qué has matado a mi hijo?”, le reclama. En realidad, es el Oteiza artista, el Oteiza hombre quien, a través de María, pide cuentas al creador.
 

(Y lloro en el lugar más impropio, en la terraza del restaurante en que tan mal he comido. Parece que ya he acabado el viaje. Me llega la hora de apenarme por su final y sin poderme alegrar aún por mi inicio del regreso a casa. Es la situación típica del final de todos mis viajes. Pero sigo escribiendo. Estoy en vena, lleno de reflexiones. Ayer también lloré con Antonio Machado, otro de mis acompañantes).

Hacia el faro y la costa siguiente.
Aunque ya llevo un rato convencido de que no es un faro, me dirijo hacia allí. El precioso paseo marítimo me lleva al punto de separación de las dos playas y desde la escalinata de ascenso saco foto de la del Chatelet y la torreta militar receptora de señales. Ya voy cogiendo altura. La necesaria para poder dominar desde arriba las dos playas que han quedado atrás, la de Grève Noire y la vecina del Chatelet.
 

Entre coníferas que la embellecen, saco foto de la torreta. También colabora la tierra ondulante cubierta de una hierba que me va ofreciendo diversas tonalidades del verde. Dos señales de Interdit y Defense de paser, y la alambrada, hacen imposible el acceso. La verdad es que no tengo ningún interés en penetrar en el recinto militar de la armada. He hecho coincidir mi objetivo con el sol por detrás de la torreta, que en algunos lugares he visto que la llaman semáforo, de tal forma que, con la iluminación del astro rey, la que no es faro pudiera parecerlo ahora.

Avanzo otro poco. Grabada en una roca y con referentes en la costa, donde leo Paimpol, aparece la figura del santo, Saint Quay Portrieux, que tiene un aspecto de peregrino con mezcla de obispo, por el báculo que ofrece. La estola lo convierte en miembro destacado de la iglesia. El vaciado tosco de la piedra resalta la figura pulimentada del santo del lugar. Por lo demás, la escultura es de factura muy sencilla y podría pasar desapercibida. En el escudo se lee 1986. Probablemente esa sea la fecha en que fue inaugurado. En un ángulo aparecen cinco flores bretonas, o los símbolos que aparecen en negro en la bandera de Bretaña.


Camino acantilado y más playas.
Ya en el otro lado del cabo, puedo observar cómo se configura la costa siguiente, pero sin salir todavía de la ciudad. Tras la primera parte de rocas, hay otra escalinata que baja a la siguiente playa, donde ahora, con la marea baja, se puede acceder a una isla por su istmo de arena. Siguiendo adelante, veo a un hombre en un promontorio. Está filmando este espacio por el que voy caminando. 

Hubiera sido bonito poder ofrecéroslo en mi blog, pero no va a ser posible. Saludo cuando paso a su lado y continúo mi camino. El GR-34 baja y sube y, cuando creo que me va a llevar a la playa, de nuevo toma altura. En una de las subidas paso al pie de un hotel que tiene trazas de ser árabe, a juzgar por la cúpula de la torre central. Lo he visto cuando he fotografiado la isla peninsular y ahora lo vuelvo a ver del otro lado, ya bajando. Una conífera inclinada oculta parte del hotel, pero también le da un toque de exotismo.


La plage de la Comtesse.
Es así como llego a la plage de la Comtesse, pero la señora condesa no está hoy para baños. Saco foto de la playa hacia el norte, hacia el islote que es península en marea baja y que ya he fotografiado al llegar. Quizás sea lo más peculiar, lo que singulariza a esta playa, pero a mí me llama más la atención el pretil que han construido hacia la mitad y detrás de unas rocas. Parece que tiene la finalidad de conseguir en la bajamar que allí se retenga un rato más el agua y los pequeños puedan chapotear. A falta de otra explicación mejor, me quedo con lo que yo pienso sin demasiados argumentos ni a favor ni en contra. Algún pescador me podría decir que es una trampa para que queden atrapados peces distraídos, como los corralitos atrapa-peces que vi entre Sanlucar de Barrameda y Chipiona. Mirad la foto y sacar vuestras propias conclusiones y si alguien tiene otra explicación y quiere mejorar mi blog, que lo diga y su información será bien recibida y la incorporaré al diario de viaje.  

Llamada a la familia.
Pregunto por cabina telefónica. Una familia me asegura rauda que no hay aquí ninguna cabina telefónica pero, enseguida a la derecha, encuentro una que funciona a la perfección. La conversación va a ser corta (0,74 €) y hablo con Josu. Están en Berdún. Acaban de despedirse de su amiga Izaskun que se va con su hijo Danel. Ha pasado unos días con ellos y ya están de vuelta para Donostia. Hace calor, no consiguen que por la noche refresque y la casa parece un horno, pero los niños están disfrutando mucho en la piscina. Sara me dice que no entiende por qué he tenido que dormir gratis en un hotel. ¿Se lo podré decir algún día de forma que lo comprenda? Me pregunta cuándo regreso y le respondo que en breve. En diez días será su cumpleaños y el de su hijo Julen, mi nieto mayor, y me quieren tener en la celebración. Se ve que 74 céntimos cunden para saber que todos estamos bien.

El puerto de Saint Quay.
Parece que nunca se va a acabar esta ciudad. Pasada la playa, enseguida llego al puerto. Tiene sus dos muros laterales, diques de contención del mar, pero no deja de ser otra más de las playas de arena, aunque por la arena se leen muchísimas rodadas de los carros que transportan las embarcaciones.
 

En la primera de las fotos que saco hacia la bocana, muchos de los barcos se encuentran en dique seco, tumbados con su panza en la arena. En la segunda, todavía se ven muchos barcos flotando en el agua, pero no será por mucho tiempo, pues la marea sigue bajando. Un hombre se acaba de despedir de un matrimonio y juega con su “portable”, su móvil. Me asegura que todo el puerto, hasta la bocana, se queda sin agua. Me dice que construyeron tan potentes malecones por razón  de los fuertes vientos que vienen del Este. Pero para tener siempre agua en el puerto hubieran tenido que horadar el puerto y no quisieron hacerlo. Me añade que, a veces, la fuerza del mar es tanta, que el agua llega hasta el murete que protege las casas, en donde estamos hablando, y se forma una piscina en la carretera. Me dice que ha visto gente bañándose en esta explanada. Le pregunto sobre la playa nudista de Les Rosaires, en Plérin, pero se equivoca y me habla de otra en Binic, que está más cerca. No parece que me ha entendido bien lo de nudismo, y este es el hombre que me asegura que la playa de Les Rosaires es de piedras. Esta información, que será errónea, como podré comprobar por la tarde, me hace echar juramentos en vano: “¡Que tengamos que cargar los nudistas con las peores playas en el país de la egalité!” Me enfado. Creo que todas las playas del mundo debiera tener una zona nudista bien señalizada y que cada cual opte por la que quiera. Pero también creo que todas las playas del mundo debieran ser mixtas y tener la cultura adecuada para saber y poder convivir las dos opciones, sin necesidad de separaciones de ningún tipo. No me gustaría que hicieran playas con zonas delimitadas para negros, blancos, jóvenes, viejos, hombres, mujeres, homosexuales, lesbianas... A veces la limitación puede ser adecuada por razones de seguridad, con zonas para “char à voile”, vela con ruedas por la arena, zonas de “kite-surf”, esos parapentes voladores que se deslizan sobre las olas. Pero dejemos el tema, pues de otra manera nunca lograré acabar de narrar mi viaje. Resumiendo: Pido respeto para la opción de cada uno.

La acuarelista Annick.
Subiendo hacia el GR-34 me encuentro con Annick, no la que conocí en La Vandée y después me agasajó en su casa de Plougrescant, sino otra Annick. Con una hermosa pamela protege su cabeza y observa el paisaje. Le pregunto si está disfrutando de su soledad y me responde que está llenándose de imágenes para pintar. Hace acuarela y le pido que me muestre algo de lo que tiene hecho. Me dice que no es una buena pintora, pero no tiene inconveniente en enseñarme dos acuarelas que tiene iniciadas. La que tiene más completa me parece una acuarela muy limpia. Le digo “clean”, y me dice que podemos hablar en castellano. Pero a mí me cuesta, después de tantos días en Francia, y vuelvo al francés. Me habla de los cambios de la luz solar en los objetos y en el paisaje. El tema me lleva a “El sol del membrillo” de Víctor Erice, sobre el dibujante y pintor Antonio López. Ella vio las películas “El espíritu de la colmena” y “El sur”, y le parecieron magníficas.
 

No tengo palabras para ensalzar la del membrillo, por los problemas que se le presentaban a Antonio López cuando quería hacer unos membrillos realistas, en una realidad cambiante de maduración, recorrido solar y cambio en las sombras, gravedad y peso. Esa imposibilidad de plasmar la realidad, es lo más magnífico de la película. El paso del tiempo como una realidad inaprensible. El hombre es de tal pequeñez que no puede, se le impide, aprisionar el tiempo. Podríamos estar horas charlando y acabo con la recomendación de que la vea. Me despido de la mujer y salgo de su entorno hacia la siguiente playa.

Étables-sur-Mer. Verja con clave.
No he visto el nombre de la playa, así que no la puedo reseñar de momento, aunque luego sabré que ya he llegado a Étables-sur-Mer. Tiene opciones de nudismo hacia el sur pero, al pasar por encima del acantilado, he comprobado que la parte norte está más oculta y me parece más idónea para estar desnudo. Llego a un lugar privado, donde interpreto que lo privado es el aparcamiento de coches pero, cuando intento pasar a la playa, me doy cuenta de que tiene una verja que sólo se puede atravesar marcando una clave en el teclado numérico que está en el marco. Un hombre me dice que retroceda y entre en la playa por donde lo hace todo el mundo. Me dice que él no es propietario de las viviendas que gozan del aparcamiento privado. No quiero retroceder y hablo con la mujer. Le cuento los 65 días que llevo caminando desde el País Vasco, lo que le lleva a marcar el número clave y, ¡ábrete Sésamo!, la puerta se abre y me deja pasar. Ya en el otro lado y con la puerta cerrada, continúo hablando con la mujer generosa que se ha apiadado de mí y dejado sin consecuencias negativas su condición de propietaria. Ella me hace muchas preguntas sobre la condición de mi viaje, pero no se encuentra cómoda con la barrera enrejada que nos separa, como si de una visita carcelaria se tratara. Yo le digo que estoy a gusto hablando con ella y que la puerta cerrada con la clave simboliza la distancia entre lo privado y lo público y graba mejor en mi mente la situación. Así no se me olvidará. Seguimos hablando un rato más, me despido de ella agradecido y me voy hacia el norte de la playa.

Playa nudista.
En realidad, no es una playa nudista pero, ¿no son nudistas las playas en que la gente se desnuda? Así que yo voy a ser quien convierta esta playa en nudista, sin el eufemismo de naturista. Empiezo a caminar, pero pronto me debo descalzar, pues debo atravesar un riachuelo que parece viene con agua limpia y dulce. Tras el paso del río y una vez acabadas las rocas, se forma una segunda playa donde, en la zona de arena seca, una familia toma el sol en bañador. También los niños están con traje de baño. Continúo hacia las siguientes rocas y paso a otra zona de arena húmeda, pero una mujer me sigue los pasos. ¿Me irá a arruinar mi deseo de darme un baño desnudo? Por suerte, ella continúa por las rocas siguientes, y se pierde de mi vista en el horizonte. Cuando la estoy viendo alejarse, me desnudo y me meto en el mar. El agua no está especialmente nítida ni los fondos son profundos, pero es suficiente como para que yo pueda dar alguna brazada y hacer la plancha. Regreso por el estrecho margen de arena al lugar donde he dejado mi ropa y mochilas y estoy allí como una media hora. Como no hay nadie que me pueda sacar una foto desnudo, me limito a fotografiar mi sombra desnuda y al tenderete de ropa que he extendido en las rocas. Se comprueba que, en esta parte de la playa el mar, en la marea alta, lame la roca anulando la posibilidad de playa. He sido afortunado de que, a esta hora, la marea esté baja. Reduzco el tiempo de estancia porque el padre del grupo, con un hijo, merodea por el lugar y la marea está subiendo y me empieza a mojar los pies. Me visto y regreso descalzo hasta pasar el río. Ahora no paso la verja y voy por el camino común de arena, como todo el mundo. Saco foto del edificio privado por el que antes he pasado. Lo curioso es que la puerta con clave que antes estaba cerrada, ahora está abierta y puede pasar el que le dé la gana. ¿Se habrán concienciado de que debiera ser un paso público a la playa?

Me echan de un bar con malos modos.
Llego a un bar donde pretendo beber sidra. Ya me quedan pocos días para saborear la sidra bretona. Como se acerca el mediodía, si el menú me gusta, me quedo. Veo a la camarera preparada. No tiene clientes. Tararea y da golpecitos rítmicos con su bolígrafo, siguiendo la música que está sonando. La chica me dice que no está tarareando. Se le cae algo al suelo. Como estoy hablando con ella y no le hace caso, el encargado se pone nervioso, acaba expulsándome de su territorio.
 
Me dice que no tiene ni sidra, ni cerveza y que va a empezar a servir las comidas. No sé a quien, pues no tiene ningún cliente. Con este comportamiento, ni siquiera me molesto en mirar su carta, ni su menú y le digo que, en 65 días que llevo caminando por Francia, es la primera vez que alguien me echa de su establecimiento con tan malos modales. ¡Con su pan se lo coma!

Hacia Binic.
Me encamino por el otro lado de la playa. Pregunto a un chico que va en bici por el GR-34 y no me sabe decir. Me remite a otra chica, que tampoco. Creo que el lugar donde estoy comunica con el camino, y acierto. Ya voy encaminado. Voy subiendo la cuesta hacia el acantilado.
 

Cuando tengo suficiente altura, entre helechos y plantas invasoras de flores lilas, saco foto de la playa que acabo de abandonar. Ya se ve que, al fondo, donde ha sido mi zona de baño, la marea ascendente ya ha llegado hasta la roca donde tenía mi tenderete. Un poco más adelante, consigo ver la playa casi al completo, sin tanto ramaje. El camino tiene periódicamente unos espacios disuasorios para que no vayan ni ciclistas ni motoristas. Son como cajones cuadrados hechos con travesaños de madera que obligan a frenar, recorrer un corto laberinto, y luego poder continuar. Tienen una puerta abatible que, en una posición, cierran de un lado, y en la otra, del otro. No creo que aquí la función sea la de cerrar paso a ganado alguno, como ocurría en los pasos similares, pero menos incómodos, de Menorca.
 
Son dos mujeres, con las que me encuentro, las que me corroboran que es para que no pasen los vehículos de dos ruedas. Yo creo que, incluso las bicis, lo tienen ya difícil sin necesidad de que estuvieran las puertas, y no digamos las motos. Cuando regresan, vuelvo a saludar a las mujeres.

La plage de Gobelins.
Ya desde el acantilado veo que me estoy acercando a una nueva playa, pero la primera parte es de piedras.
 

En la playa ya se ve que hay algún edificio que bien podría ser un restaurante donde comer. En el camino, un hombre me saluda: “bon après midi”, que literalmente sería “buen después del mediodía” y que, por tanto, significa buenas tardes. El hombre me dice que en la playa de los gobelinos hay un pequeño restaurante. Cuando finaliza la zona de piedras y rocas, bajo una escalera. Bajando, me parece una escalera corriente pero, al llegar abajo, me vuelvo y quedo fascinado por su sencilla ornamentación. Alguien se ha entretenido en colorear con tonos variados y uniformes cada uno de los peldaños en su cara vertical.


Probablemente los de más abajo también fueron coloreados en su día pero el mar por, medio de sus olas, lo ha ido lamiendo hasta dejarlos de nuevo en su forma original. Cuando llego al pequeño restaurante, la mujer me dice que todo lo que me puede ofrecer es prefabricado, que Binic está a un par de kilómetros, donde encontraré mejor oferta y le agradezco que no haga ningún esfuerzo por hacerme comer algo que ni ella considera recomendable para un caminante que necesita ser bien alimentado. Luego me lamentaré por el pescado tan mal elegido en Binic.
 

Creo que esta playa de Gobelins sigue perteneciendo a Étables-sur-Mer. Salgo de allí en busca de Binic. En el Restaurante de Jean, Le Gallois, he cogido agua.

Un camino encorsetado.
Saliendo de la playa de Gobelins, la ascensión es casi vertical. Llego a zona de propiedades privadas y el sendero se abre camino incómodo entre las verjas y espacios alambrados. Cada uno protege su propiedad pero, al menos, no se han apoderado de los espacios públicos, de los caminos de toda la vida. Aunque el sendero no es bonito, me va llevando de nuevo hacia la costa. Saco dos fotos que ilustran bien lo que os estoy contando. Uno en llano y el otro con escalera descendente que, siendo quizás más enmarañado, ya que al fondo parece que se cierra, también tiene el aspecto más salvaje, el que crea más incertidumbre. ¿Tendré que desandar lo andado?

Playa para dos y cruz.
Salgo a la costa y me encuentro con una nueva playa de la que no podré dar el nombre. Como la recorro por arriba de cabo a rabo, puedo seguir el progreso de la única pareja que pasea por la arena cerca de las rocas centrales. Están buscando el lugar más adecuado para pasar la tarde. Parece que no se dan cuenta de que toda la playa es para ellos. Cuando llego al final ya puedo comprobar que han decidido el lugar en que se van a quedar.
 

En la primera foto de esta playa veo que, al fondo, hay un pequeño montículo con una cruz. No sé si es isla o cabo, pero luego lo podré comprobar. Cuando se acaba la playa y con la pareja bien acomodada, veo de más cerca la cruz y compruebo que donde está enclavada es una especie de península. Se verá más nítido más adelante. Tiene la apariencia de un ave, pudiera ser un cormorán, cuya cabeza y pico penetran en el mar. Esta playa creo que ya pertenece a Binic, pero tampoco lo puedo asegurar. Es como una playa con tres zonas.
 
La más norteña es la más bonita, quizás por la península crucificada. La central, la más sosa, entre rocas pero, que a otra hora, y sin la premura de comer, habría sido la más oculta y propicia para practicar nudismo en la zona de arena seca. La más próxima a donde estoy no la puedo apreciar bien, pues la ramificación arbustiva me impide ver su lado más sur. En ella se ve que el acantilado es más vulnerable y está expuesta a desprendimientos.


Mirando hacia Binic y antes de que el GR-34 me lleve a descender otra escalera, ya puedo comprobar que estoy llegando al destino recomendado para comer. Se me presenta al fondo el malecón del puerto de Binic. Creo que por lo menos hay 4 kilómetros desde Gobelins. El acantilado ofrece rocas con pequeñas playa de arena, que parecen de difícil acceso por tierra. Poco antes del malecón del puerto se ve una playa mayor.
 
Acercándome ya empiezan a funcionar mis jugos gástricos. Llegando a Binic, me encuentro con una familia que va con su pic-nic hacia la última playa que acabo de dejar de ver desde el acantilado. La mujer me pregunta por dónde deben bajar. Les recomiendo que lo hagan por el final, que es donde he visto que se accedía mejor, cerca de la península de la cruz. Pero ignoro si hay otra bajada más próxima. La mujer habla castellano y yo le ayudo en lo que sé. Están en su último día de vacaciones y el matrimonio va con tres niñas. No sé por qué, le cuento la historia del inglés de Cala n’Porter, en Menorca, quizás por el contraste entre mi comportamiento, aquí como extranjero, y el de aquel ingles.


Me dicen que me queda todavía un gran repecho de escaleras, pero como no sé de donde vienen y yo no encuentro tal dificultad, me olvido de la información que me han dado. Retrocedo acompañándoles un rato hacia su destino y, tras despedirme, repito ese tramo de camino. Ésta y otras duplicidades hacen que mucha gente crea que hago menos kilómetros que los que digo que recorro. Mi media suele ser de 40 kilómetros por día. 
 
Unos días más y otros menos, pero que se compensan y suelo hacer el cálculo de 40 X 60 y rebajo algo: 2.200 kilómetros. No es mala medida para calcular dos meses caminando. Llego a la playa de Binic. Saco foto desde arriba de los dos espigones que conforman el puerto con la bocana bien visible. Y otra más cercana del puerto que, con la marea alta, me ofrece todos sus barcos a flote. Sólo algunas embarcaciones, auxiliares y pequeñas, se encuentran en dique seco a la espera de ser utilizadas.

Le Bistrot du Port. Horrible maquereaux.
Bajo a Binic por el puerto. Me apetece comer un buen pescado asado a la parrilla en la que creo va a ser mi última comida de este viaje. La primera que veo es una crepería y me da mala espina. Me acerco al siguiente restaurante, Le Bistrot du Port, y pido un buen pescado. Me dicen que tienen y les digo que me los muestren para elegir el que más me apetezca. La señora, bromista pero a la que no le río la gracia, me manda a la pecera, donde nadan pececillos de colores en su pequeño acuario. Regreso y la señora continúa graciosa. Lo que me ofrece es “maquereaux”, caballa, y pienso que me la sacarán fresquita, recién pescada, venida en el último barco, hecha al horno o a la plancha. Lo que me traen me desmoraliza. Caballa y media, fría, en ensalada. Nosotros lo llamamos verdel y cualquiera que compro en la pescadería, o un txitxarro, puesto por mí al horno, con patata panadera, está más delicioso que este pescado cocido avinagrado que me sirven. El agua que va soltando, como recién sacado de un frigorífico, está anegando mi ensalada, que habría sido lo más rico si no hubiera estado contaminado por este monstruo marino. Como tengo hambre, me lo acabo comiendo. Dejo las espinas mondas y lirondas. Acompaña a la caballa un pichet de ¼ de vino blanco y pago 10 € con Visa. No es importante el precio. Hubiera preferido pagar más pero comer un buen pescado. Ya no tiene remedio. Creo que ha sido la peor comida de todo el viaje. ¡Vaya premio como colofón! Tengo ganas de algo dulce para olvidar el pescado, pero me aguanto. Ya comeré algún pastel cuando salga. Pero ahora, prefiero dedicar un rato a escribir. Ni voy al retrete, ni cojo agua, pues llevo suficiente. Como contaba ayer en el diario, lloro cuando escribo sobre La Piedad. Hasta última hora, no hablo con una mujer que come frente a mi mesa, que tiene una hija casada en Mallorca. También una nieta, pero a las que no visita y, así, va perdiendo el español que dominaba. No ahondo en el conflicto, en cuáles son las razones por las que no las visita. Acabo de escribir a las 15:40 horas. Durante todo este tiempo, he tenido el busto de la mujer parcialmente tapado por un niño que está harto de estar con los mayores. Se cabrea, mueve la mesa para molestar, tira una copa y se derrama el dorado elemento sobre el mantel. Como consecuencia, el niño es fuertemente reprendido por sus mayores. Cuando hablo con la señora, el niño ya ha desaparecido. Parece que ha logrado lo que quería, marcharse de la mesa de los adultos. Aunque creo que lo que deseaba era desaparecer para siempre. La señora que me habla de su hija de Mallorca, me dice que se dedica al negocio de las perlas en Manacor. Ni ella ni yo nos acordábamos del nombre de esa ciudad, aunque yo sí de las “Perlas Majórica, más bonitas que las perlas cultivadas”. El mejor recuerdo que guardo de Manacor se refiere a la costa y a la playa de Domingos Petite. Donde el gerente del hotel Riu me invitó a cenar gratis de buffet.

Un helado en el puerto.
Salgo para buscar pastelería pero no la encuentro. Después de un pescado helado, no me queda otra posibilidad que otro helado de postre. En un chiringuito pido uno de dos bolas. Una bola es de café y la otra de pasas al ron. Dejo el de café para el final y temo que los grumos de café que encuentro sean de cafeína concentrada y no me dejen dormir esta noche, que no sé dónde acabaré. ¿Llegaré a la playa del Rosario? Pido a la negrita que me lo ha servido, que me saque una foto con el helado. Es muy limpia y se esmera en hacerme una buena foto. Me gusta el resultado. Pago 3 € por el helado y tengo una imagen mía de la última etapa completa de mi viaje. Mañana llegaré a Saint Brieuc, final de viaje, para antes de mediodía. Sigo en el puerto y la sombrilla de las mesitas que ofrece la heladera, es acorde con lo que vende, parece una cúpula de lluvia helada que se desparrama en estalactitas de cristal. 


A pesar de mi mala comida, me voy relamiendo con el sabor de este helado que me va sabiendo tan rico. Un matrimonio acaba de llegar de pescar. Me dicen que viven en Saint Brieuc y me informan de que el Auberge de jeneusse, ni está al inicio, ni al final de la ciudad. Que está hacia el interior en Les Villages. Ya veremos cuando llegue, pero es una buena referencia. El puerto se va metiendo hacia el interior y paso por una zona donde hay muchos veleros. Todavía me queda mucho pueblo por recorrer.

Binic. Iglesia.
Llego a la iglesia. La fotografío entre calles, ya que no veo un espacio amplio para que me entre entera con el campanario.
 









Después consigo otra desde la plaza, pero me tengo que comer parte de la base. En fin, ha salido lo que haya salido. Entro en la iglesia. 
 
Me parece también muy grande para un pueblo que no me parece como para tanto, aunque me falta por recorrer el otro lado de este entrante de mar, que no creo que sea río, puesto que en mi mapa no aparece ninguno o, al menos, no de las dimensiones de La Gouët que desemboca en Saint Brieuc. Fotografío la nave central, donde se aprecian también las dos laterales. Tiene grandes vidrieras, aunque me perecen de poco valor artístico, que dan buena luz a la nave central, que es alta y austera. Hacia el altar mayor la techumbre se ve oscura, pues la iluminación no llega a la techumbre y no hay ningún vano abierto que lo haga. Preside el altar mayor una imagen de María, probablemente una Asunción.
 

Vista la iglesia de un plumazo, pues no tengo imágenes donde poder divertirme reconociendo a alguno de los santos, abandono el lugar y me voy en busca del Atelier des Artistes, que he visto anunciado.

Atelier des Artistes.
Llego al lugar y entro en el local. Un hombre está leyendo. Creo que es el artista que expone su obra. Me parece una pintura de muy baja calidad. La producción es enorme y variopinta, lo que me hace pensar que sea una exposición colectiva. Pero según veo un cuadro tras otro, me parece cada vez peor. No le dedico mucho tiempo a este Taller de los Artistas, y salgo enseguida a la calle.


Pasarela peatonal Binic y Binic.
Llego a una pasarela que han construido paralela a una esclusa sencilla. Me evita dar un gran rodeo por donde va la carretera. Por el otro lado, pronto se acaba el puerto con un remate final redondeado que está un poco más elevado, aunque no veo a cuento de qué, puesto que por allí no se ven bares ni restaurantes. La propia pasarela podría salir directamente al mar.
 

Es así como llego a la playa del lado sur, la segunda playa que veo en Binic. Sin bajar a la playa, el paseo pasa junto a un hotel y siguiendo adelante voy hasta el final del paseo marítimo, pero llegando allí debo retroceder. Saco foto de la playa desde este lugar extremo de la playa que enseguida voy a abandonar.
 
No hay mucha gente y casi toda se posiciona arriba, en la arena seca. El cielo se ha poblado de nubes, aunque no amenacen lluvia. Los que se bañan están en el espacio de mar más próximo al dique. La arena de la zona intermedia entre la seca y la orilla, es de las propias de cultivo de bivalvos, aunque no vea a nadie que esté cogiendo ni almejas, ni chirlas.


De Binic por el GR-34.
Dos mujeres me hacen volver atrás y me dicen que suba por las escaleras que están al final del hotel y que, por detrás, comienza de nuevo el GR-34. Como en anteriores ocasiones, al salir de las playas el camino asciende mucho, pero después se estabiliza a altura conveniente, idónea para disfrutar del paisaje acantilado. Desde esta primera altura y con costa rocosa debajo, saco una foto de toda esta segunda playa de Binic, que ya voy dejando atrás, con el entrante de mar y los malecones del puerto. Pronto desciendo a playa de guijarros, donde parejita joven con criatura de sillita, pasa la tarde. En pocos minutos el camino vuelve a coger altura. La costa va quedando lejos pero es de rocas y con poco atractivo. 
 
Teniendo en cuenta que quiero llegar y dormir en la playa del Rosario, que me han dicho que es nudista, aunque también de guijarros, no pongo interés en bajar a ninguna de las playas que voy a ver a continuación. La montaña, algo redondeada, se está poniendo bonita.


En una de las aproximaciones al mar, veo en playa de guijarros a un sudamericano que me parece está desnudo, pero al acercarme veo que lleva el bañador muy bajo. Reanudo el camino sin poder compartir desnudez. El sudamericano me dice que la playa recibe el nombre de Van Madec. Entonces veo que anuncian la playa du Petit Havre.



La Pointe de Brehin y la Plage du Petit Havre.
Coincido con pareja joven que sube de una de las zonas costeras. El acantilado está plagado de matorral y helecho.
 
Todo muy verde, convierte el paseo en algo grato. Sigo adelante por tan bello sendero y en un cuarto de hora avisto una nueva playa, la de Le Petit Havre. Al fondo se ve el cabo de Brehin. Entre estas dos playas he adelantado a un chico que, al pararme para ver la Pointe de Brehin, me ha vuelto a pasar. Cuando vuelvo a pasar junto a él, le digo que retroceda al sitio en que me ha visto parar, pues la visión del cabo desde allí merece la pena. Cuando está allí me hace una señal con el dedo pulgar hacia arriba, como de agradecimiento y dándome la razón a lo que le he sugerido.
 

Le saludo de lejos ondeando mi visera al aire. En la cima me encuentro a otra pareja. Luego el camino consiste en llanear. Una familia, con niños pequeños, va temerosa porque uno de ellos es algo alocado. Todavía lejos de la siguiente playa, veo gente bañándose, da la impresión de que el acceso al agua es bueno y que cubre lo suficiente como para poder nadar a gusto, pero yo sigo deseando no bajar, salvo que el camino me lleve. Por suerte, el acceso a esta playa está una vez pasado todo su recorrido y no obliga a bajar, como me temía. 
 
Ya encima de la playa del Pequeño Havre. Havre se escribe igual que el gran puerto por el que pasaré el próximo verano, Le Havre, que significa remanso. Pues esta playa dispone de un pequeño dique, semicircular, que cierra por el sur y protege un espacio idóneo para el baño. Por esto creo que a esta playa la consideran un pequeño remanso. Voy intentando evitar llegar a los cabos y consigo eludir la llegada hasta la Pointe de Brehin. Dudo si éste es el nombre del cabo y pido aclaración a una pareja, ella negrita, pero no me lo aclara.

La Pointe d’Horaine.
Otro cabo que intentaré soslayar. Lo que no quiero es que, por evitarla me salga del GR-34 y me pierda, como me ocurrió ayer en dos ocasiones. De la cima saco foto hacia la costa que voy dejando atrás y veo cómo ya he puesto mucha tierra por medio sobre Binic. Acercándome al cabo de Horaine, veo una playa de guijarros y confío en que no sea la de Les Rosaires, pues me parece que el acceso es muy abrupto.
 
Saco otra foto hacia atrás, hacia el cabo Brehin que he dejado de lado y como confirmación de que ya no voy a volver a él. Sigo acercándome a la playa de acceso abrupto que he visto hacia la Pointe d’Horaine. Cuando llego al camino de acceso a esta playa, veo cómo asciende una familia renqueante.



Me dicen cómo se llama, un nombre que no retengo, pero que me sirve para saber que no es la que busco. Al fotografiar por segunda vez esta playa de acceso tortuoso, ya veo al fondo otra extensa y que parece ser de arena amarilla. ¿Podrá ser aquella la de los Rosarios?, pero no veo ningún núcleo de población.

Plérin.
No será hasta que doble por completo el cabo d’Horaine, que podré tener la primera visión de Plérin desde la cima.


La costa más próxima sigue siendo rocosa, pero la playa a la que me voy acercando es larguísima y ofrece todo el aspecto de las nudistas en la parte final, donde hay un bosque protector que la aísla y está a suficiente distancia de la zona urbana. Esta visión me da la confianza necesaria como para esperar que sea la playa nudista de Les Rosaires. Si no lo es, mis sueños se quedarán como los del rosario de la aurora. Parece que es de arena clara, pero hasta que no llegue no lo podré asegurar. Un hombre, que coge también el GR-34, me confirma que la playa de los Rosarios es la que estoy viendo. También me confirma su condición de playa donde se practica el nudismo, y me insiste en que es de “caillou”. ¡Otra vez mi gozo en un pozo! Pero no es algo que deba sorprenderme, a pesar de lo que veo, pues otro hombre, en el puerto de Saint Quay, ya me lo había dicho esta mañana. ¿Por qué asegurará la gente cosas que no sabe?
 

Esta visión de la playa me hace recordar a la de Hendaye, donde también la parte final, la más discreta, la menos urbana, pero no por ello la peor, de Les Deux Jumeaux, es zona tolerada para el nudismo. Cuando desciendo a Plérin, a partir de una rampa, voy derecho por el paseo marítimo hasta que éste finaliza. Voy pisando piedras y conchas que crujen al ser pisadas. Acabado el paseo, cojo el camino de piedras, más o menos planas, que está indicado como GR-34, así que, cuando lo abandono, ya sé hasta donde debo volver para cogerlo. Siempre y cuando me quede a dormir en esta playa. Según voy viendo que la playa es de arena, me dan más ganas de quedarme. A Saint Brieuc ya llegaré mañana. Será hoy mi última noche en el hotel de las muchas estrellas.

La playa nudista Les Rosaires.
Cuando voy caminando por el sendero de cantos rodados, veo que se aproxima por él un hombre que acaba de salir de la playa. Me da la impresión de que viene desnudo. Me parece mucho atrevimiento y dudo que lo esté, pero cuando se acerca más, todo se aclara. Lleva un calzoncillo fucsia que de lejos parece color carne y algo descolorido, como quemado por el sol o por los ácidos de la orina en la zona central. Pero a pesar de ir así, tiene todo el aspecto de ser alguien que practica nudismo. ¡Buena señal! Le pregunto y me dice que en la parte final de la playa, hacia la Pointe d’Horaine, es zona tolerada para hacer nudismo y que ha quedado gente desnuda allí. Me sirve para confirmar lo que ya sabía y para enmendar mi equivocación pues el cabo d’Horaine creía que era el último que había pasado. Cuando llego, ya veo a los primeros desnudos. Me acerco a la zona de pedregal que va entre la playa y el monte y pienso que si subiera la marea hasta arriba, tendría que allanar mi cama en dicho lugar de cantos rodados, pero puestos a preferir, prefiero la arena para dormir.
 
Vuelvo donde están los pocos que quedan desnudos y veo a un joven junto a una roca. Está durmiendo, el único que estará todo el tiempo con bañador. Usaré ese lugar para que la roca me quite la brisa del mar mientras duerma durante la noche.

Tarde placentera nudista.
Descargo mis mochilas entre el textil y un nudista con sombrilla y me voy al agua para darme el segundo baño de la tarde. Tras el baño, en la orilla, saludo a Manolo, mientras paseo para secarme al sol y con la brisa marina. Oteo esta parte de la costa, que obliga a meterse entre las rocas, pues está más próxima al agua, pero me parece bien el sitio que he elegido para quedarme a dormir esta noche. En este lado hay como un gran farallón de conchas que forma una barrera contra el viento de levante. Protege a dos hombres, uno de ellos, larguirucho, se baña y el otro pasea y le saludo. Por la orilla pasea una mujer en bikini con un hombre que se quita el bañador. Lo deja en la roca y se da un buen baño desnudo. Luego va a bañarse otro de los vecinos nudistas y veo a Manolo que se acerca a Patrick que, cuando he llegado, leía tumbado. Llama la atención porque es bastante orondo en contraste con Manolo que es pequeñito y delgado. Patrick continúa con su libro, muy concentrado en la lectura. Después hablaré con ellos. A mi regreso de la orilla está, junto al vecino de la sombrilla, otro hombre con aspecto de jovencito, muy moderno, pero que es menos joven de lo que pretende aparentar. Antes de marcharse le pediré el agua Evian que le sobre. Me vendrá bien para arrancar mañana por la mañana. Ahora llegan dos hombres. Se quitan el calzoncillo, pero se ponen el bañador. Sentados sobre la arena, hablarán un rato, se acercarán al agua, regresarán sin bañarse y se irán por donde han venido. No le veo la chispa al asunto. Ya se ha ido también el de la sombrilla y el amigo que ha venido, se ha bañado, y ha estado un rato con él. Paseo por la zona alta de la playa y empiezo a indagar tratando de localizar la marca que deja al subir la marea alta. Hay un grupo que está algo fuera de la zona, más hacia Plérin, uno todavía está desnudo. Me aseguran que la marea no sube hasta arriba y que, sólo con las mareas vivas, el agua llega hasta la zona de guijarros. También me lo ha confirmado el de la sombrilla. Lo único que he hecho al preguntar ha sido asegurar lo que ya sabía. Ya estoy más tranquilo para cuando hable con la pareja Patrick y Manolo.

Manolo y Patrick.
Casi todos se han ido. También el guaperas que, antes de marchar me da su agua sobrante para pasar la noche o para arrancar mañana, y saluda al partir y pasar junto a mí. Se lo agradezco. Patrick, hundido junto a una roca, deja de leer, tiene frío y se viste. Me acerco a él y nos ponemos a charlar. La noche no se presenta amenazante pues, tras el paso de una nube negra, el cielo vuelve a mostrarse azul y diáfano. Patrick me da una lección magistral de astrología, y yo tengo que reconocer que sólo distingo la Osa Mayor, cuando la veo. “La Grande Ourse”, me dice. Conoce bien los signos del zodiaco y entiendo lo que dice a medias. Manolo está recogiendo marisco para cenar y Patrick está esperando a que llegue para marchar. Me dice que Manolo habla español. Cuando vuelve y le saludo en castellano, me cuenta que nació en Málaga en 1954, así que tengo nueve años más que él. Teniendo dos años vino a vivir a Francia. Así que sus padres fueron pioneros, de los primeros que emigraron en tiempos de Franco, antes de que empezara la diáspora de trabajadores españoles y portugueses por Europa. Lleva 56 años viviendo en este país, así que se puede decir que es más francés que español, aunque algo de Andalucía siempre quedará en sus genes. Los dos viven como pareja, aunque cada uno mantiene su casa. Ambos son separados. Patrick no, pero Manolo sigue manteniendo buena relación con su ex-mujer y con su actual tercer marido. No así con el anterior. Manolo llama a la que fue su mujer Madame X, un apellido que no retengo y que corresponde al de su segundo marido, un hombre que se caso infinidad de veces y que con ninguna acabó bien. Patrick vive en Toulouse y Manolo a cuatro kilómetros. Cada cual mantiene su casa, aunque el último año Patrick ha estado viviendo en casa de Manolo. Con el nuevo gobierno socialista y el ejemplo de democracia que ha dado Zapatero al aprobar la ley de matrimonios homosexuales, esperan que el próximo año sea legal el matrimonio homosexual en Francia y tienen intención de dar forma legal a su relación. Esperan que Holande cumpla lo prometido. Hay hijos por medio y si Patrick parece que ha perdido la relación con ellos, Manolo tiene una hija que, según dice, es como su madre. Todo lo planifica. Lo contrario de lo que hace él. La hija tiene 32 años y dice que tendrá un hijo cuando cumpla 34. Mucha planificación me parece, pero ella sabrá. A lo mejor tiene también planificado cual será el sexo, el género, de la criatura. Se visten los dos y me acompañan al lugar en que pienso dormir. Les cuento la historia de Annick y Plougrescant. Como no saben dónde está ese pueblo, me empeño en recordar cómo se llama la iglesia del “clocher” inclinado y lo encuentro en el diario. Hacemos geografía dibujando en la arena. Se maravillan con mis dibujos. Patrick piensa y dice que no soy uno más del común de los hombres, que soy un hombre especial y que no quiere perder mi pista. Le doy la clave para entrar en mi blog. “Si entráis y me hacéis un comentario, os responderé”. Hasta ahora no ha ocurrido tal cosa. Patrick es sabio, y me hace un programa para mi regreso en tren al País Vasco. Ese plan lo acabaré perfilando y contrastando con otros datos en el Albergue juvenil de Saint Brieuc. Después lo confirmaré en la “gare” de SNCF, ya que hay una estación en Saint Brieuc, que será mi punto de inicio de mi regreso en tren. Nos despedimos y nos besamos. Ya nos hemos dicho tantas cosas íntimas de nosotros que la despedida es como la de amigos de toda la vida. “Au revoire”.

Nocturno en Les Rosaires.
Cuando ya me he quedado solo, rumiando el plan de viaje que me han trazado, cambio de lugar el equipaje y lo coloco en la parte de detrás de la roca protectora del viento de Levante. También he echado un vistazo a las rocas del fondo y, si lloviera, localizo un hueco donde podría protegerme, aunque no con la comodidad deseada, bajo una de ellas. Por si fuera necesario, saco el plástico del fondo de mi mochila y lo dejo a mano junto a mi roca protectora. Monto la cama y para las 21:30 horas ya estoy acostado. Todavía es pronto y no tengo idea de echarme a dormir. Observo cómo mucha gente se va acercando por la orilla para dar su paseo después de la cena. Me he acostado sin cenar y a pesar del recuerdo de la desangelada caballa, no echo en falta nada. Me he limitado a roer una galleta dura que todavía me quedaba y dos barritas energéticas. He acabado mi agua y dejo para mañana la Evian regalada. Media botella. Algunos vienen paseando y dando rienda suelta a sus perros. Procuro evitar que algún perro se acerque y eche su meadita en mi roca o sobre mis pertenencias. Todavía hay visibilidad para que tal cosa no ocurra. No entiendo por qué entre las normas de uso de las playas francesas, a partir de una hora determinada, que no la sé, se autoriza a pasear perros y montar a caballo por la arena. ¿Acaso no es lo mismo que caguen de noche que de día? ¿No es igual de peligroso para el contagio de tétanos de una herida que el caballo haya cabalgado de mañana o al atardecer? En alguna ocasión sí, pero en pocas, he visto cómo el jinete descabalgaba, recogía con pala la caca de su caballo, y la metía en un saco de plástico. Fue un policía pero no recuerdo el lugar, aunque sé que lo tengo fotografiado en pleno acto de civismo que estaría bien publicitar. Lo haré cuando narre dicho viaje. El que he recorrido por Europa hasta hoy (escribo en invierno de 2016 y el pasado verano llegué por la costa hasta la frontera polaca). Otra solución sería poner pololos, dodotis, a perros y caballos. Si no, que sus dueños se lleven su mierda. El tétanos debiera ser regulado por medidas sanitarias, ya que los lugares en que se camina descalzo son los más propicios para el contagio. Los perros meones que marcan su territorio en rocas que luego son de uso público, tampoco creo que sea una guarrada en la que no debiera intervenir sanidad. Francia es un país civilizado, pero se está durmiendo en los laureles. Para seguir con el tema, antes de echarme a dormir, me levanto a orinar y lo hago haciendo un pocito en la arena, que luego tapo, para dar ejemplo de civismo. De esta forma evito tenerme que levantar más veces durante la noche a orinar. Luego me tendré que levantar dos veces. Todavía sin anochecer del todo, ya empiezan a aparecer las primeras estrellas. Creo que la primera que veo es la que llaman el Lucero del Alba, pero tal vez esté equivocado. Otras tres forman un triángulo isósceles, que creo es la primera vez que lo veo. También veo pasar la luz de un avión y, de madrugada, una estrella fugaz. La Osa mayor la veo en el mar hacia Binic y Saint Quay. ¿Por qué ver la Osa Mayor, la “Grande Ourse”, me da seguridad? Me cuesta coger el sueño. ¿Tendrá algo que ver en ello el helado de café? De noche quiero pasar desapercibido para que nadie detecte mi presencia, pero hoy toso más que lo que me hubiera gustado. Me temo un enfriamiento por debilidad, pero todo ha quedado en una ligera carraspera.

Balance del penúltimo día con noche bajo las estrellas.
A pesar de que ya estoy cansado y que mañana será mi 66 y último día de este viaje de verano, hoy ha sido uno de los días mejores. No hablemos de la caballa de la comida. Quizás lo mejor ha sido el despertar en cama en Saint-Quay-Portrieux y el atardecer con la participación y buen entendimiento con Manolo y Patrick. También el bañito en la playa de Étables-sur-Mer y sobre todo el de esta tarde en la playa de Los Rosarios. El GR-34 también ha sido bonito. No me iba a defraudar después de tantos días por Bretaña. El encuentro con la pintora de acuarela ha permitido rememorar a Erice, sus geniales películas y, en especial, su “El sol del membrillo”.

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