miércoles, 9 de marzo de 2016

Etapa 60 (351) Lannion-Trébeurden


Etapa 60 (351). 06 de agosto de 2012, lunes.
Lannion-Beg Léguer-Trébeurden.


Hoy va a ser un día con poco recorrido, en el que casi todo el tiempo iré acompañando a un grupo excursionista que me ha aceptado y volveré a dormir en albergue juvenil.

Lannion. Desayuno en el albergue juvenil.
Me levanto poco antes de las ocho, tomo la pastilla, me lavo y bajo con la llave a desayunar. La encargada me trae una jarra de café y otra de leche, sin escatimar nada, aunque nadie bebe leche caliente más que yo. Como cuatro rebanadas de pan con mantequilla y mermelada. Estoy sentado junto a dos mujeres, madre e hija, que a su vez tiene niña y niño. La madre es de origen español, con madre o abuela murciana. Viven en Marsella y está casada con un español. Menciono el problema de la falta de puentes y aventuro “¿los gobiernos galos están contra los bretones?” Me aseguran que no. Les cuento algo de mi viaje. Llega el alemán con una francesa, y se sientan junto a mí. Sólo queda vacío el puesto que está frente a mí. Ella pregunta si yo soy el caminante. Se ve que el alemán ya le ha contado algo pero, aunque me hace alguna pregunta sobre mi viaje, se enrolla con la madre, pues la hija ha salido al exterior a fumar. Cuando tanto la abuela como yo nos vamos, el alemán empieza a hablar con la francesa. Pregunto a la encargada y me dice que las sábanas hay que dejarlas tiradas en el suelo de la habitación. Es lo primero que hago nada más subir. Pongo a punto el diario entre 8:30 y las nueve. Después escribo postales, pues ya es mi día 60 de viaje y no quiero que se me acumulen muchas para el último. Quiero visitar la ciudad antes de seguir por el Léguer a la costa, pero no voy a dejar en el albergue el equipaje, no vaya a ser que esté cerrado cuando vuelva. Escribo a Mentxu, Augusto, Trina, Joan, Pilar y Maxi. Bajo para devolver la llave y despedirme y salgo al exterior.

El grupo excursionista.
Cuando salgo del albergue, se está agrupando en la puerta una cuadrilla que va en excursión organizada. Van por el GR-34 en la misma dirección que voy yo y pregunto al que lleva el grupo si me puedo incorporar a ellos, para no ir solo. He adivinado quien es el guía porque lleva un mapa plastificado colgado al cuello. Consulta con los otros que, parece ser, son los que le pagan para que les guíe, y no hay ningún inconveniente para que vaya con ellos. De inmediato olvido la idea de visitar la ciudad de Lannion. Otra vez será. Entro para dejar las postales escritas a uno del albergue, que ahora está en la cocina, y me promete que las depositará en el buzón de La Poste. Ofrece credibilidad, y vuelvo con el grupo.
 

Voy a gusto con este grupo que, por fin, acaba de arrancar del albergue, sobre todo porque me permite ir despreocupado de las señales al ir con guía. Aunque en ocasiones mi olfato de caminante, con tantos días intensos andando a mis espaldas, me hace ser más intuitivo que é, a pesar de ir informado por su parafernalia mapística mejor que yo. En otros momentos, me alegra ir con alguien que sabe, porque no hubiera sido capaz de encontrar algún sendero que aparece camuflado. Lo peor va a ser que el grupo marcha lentamente, así que hoy avanzaré poco. Primero porque, sin salir de la ciudad, ya hay que hacer una parada en la farmacia, en el paseo en que ayer yo buscaba la oficina de Turismo y donde el joven me informó de la existencia del albergue, sin necesidad de tener que ir al de Beg-Léguer. Ayer me dijo el alemán que ese albergue es pequeño y está completo. Menos mal que no fui, habría tenido que dormir en la calle. Saco la primera foto del grupo, aunque faltan las tres mujeres que están comprando dentro de la farmacia.

Después de la parada de la farmacia, se hacen otras paradas innecesarias, unas debidas a que llevamos a una chica que no está muy bien de salud y otras son paradas que hace el guía para que observemos algo del paisaje, fauna y flora. Son las paradas más interesantes. El grupo está formado por 7 mujeres, 6 hombres, el guía y, si me añado, sumamos 15 caminantes. Yo hago el número quince: “la niña bonita”. También se hace alguna parada para comer barritas energéticas. En la primera parte del Léguer, todavía sin salir de Lannion, el fiordo está muy bien canalizado, acabará siendo más agreste, más natural y bonito, según avanzamos.
 

Hacemos una paradita ante la barcaza La Confianze, que se encarga de transportar “huitres et moules”, ostras y mejillones, como ya sabéis, pues son algunos de los alimentos que van formando parte de mi dieta alimentaria. A mi el nombre de esta barcaza, con dispositivos apropiados para la función que cumple, o cumplía, pues quizás se haya quedado ya obsoleta, me hace recordar la frase de la bretona que me dijo: “tu confianza te da la seguridad”. ¡Y qué razón tenía! 


Le cuento dicho encuentro a Nicole, alemana que vive en Ginebra y que habla algo de castellano. Ella habla en mi idioma, yo lo hago en francés y, cuando una palabra del francés no viene a mis labios, la digo en castellano. Así los dos contentos. Hacemos una parada de avituallamiento. Javier, el guía, está muy atento a las demandas del grupo que conduce.


También otras paradas para observar a un lagarto, o a un pollo de gaviota (me acuerdo de las “gaviernas”, que decía Philippe, de Lyon, haciendo el camino de Santiago-2006), un pez en un lago de agua dulce, un ave que sale del lago y pasa veloz por debajo de un puente, entrando a un “anse” ya casi mar. Cuento a Nicole las dos experiencias más extraordinarias ocurridas en las dos oficinas de Turismo, la de Audierne y la de Guissény.
 
Después hablo con Cyril, con el que hablo de Cataluña, de mi rotura de peroné, de mis visitas a mi amiga Luisa de Barcelona. Luego pasamos a Proust, pues he terminado de leer A la busca del tiempo perdido y también Los Miserables, de Víctor Hugo. Continúo hablándole de Montaigne y de Pierre Loti, otros viajeros impenitentes. De este último le digo cómo empecé en Hendaye, pasando por la casa donde Loti murió y cómo llegue a Rochefort, donde nació. Una metáfora que coincide con mi viaje, que me va llevando de la muerte a la vida. Ya no soy el mismo desde que empecé a caminar. Subimos a una cima que me parece innecesaria, ya que luego debemos bajar de nuevo por donde hemos subido. El sendero está semi-oculto por altos helechos y unos matorrales que lanzan sus ramas con pinchos como si nos quisieran atrapar. Se ve que es un sendero no frecuentado y que, por tanto, no lo mantienen en buenas condiciones. Quizás sea idea de Javier, que no quiere que todo el día transcurra por un camino de rosas sin espinas.
 

De haber venido yo solo, es probable que no hubiera subido hasta aquí. Ya que estamos, saco una foto hacia la desembocadura del Léguer en el mar abierto, donde se ve con dificultad la Pointe de Dourven. En el otro lado del fiordo, vemos el puerto de Le Yaudet. Javier dice que continuar por allí no merece la pena y descendemos de nuevo al mismo camino que traíamos. Seguimos por la misma carretera que no tiene circulación de coches es sólo para caminantes del GR-34. Ya abajo, en la carretera, posan trece para foto de grupo y yo saco foto a los trece y a la fotógrafa. Javier, el guía, además del mapa, porta una sofisticada cámara fotográfica. Estamos muy próximos al borde del agua, pero la carretera comienza a ascender y nos posicionamos a mucha altura, desde donde el puerto que habíamos visto antes, ahora también permite ver mejor al pueblo de Le Yaudet.


Aunque me habían dicho que ese lado del fiordo no merecía mucho la pena, desde esta distancia, el pueblo de Le Yaudet ofrece un aspecto inmejorable. Encuentro endrinas en un matorral y aporto al grupo lo que sé sobre ellas. Javier, ya conoce el “patxaran” vasco. También he hablado algo con él en castellano. Abandonamos el Léguer y ya estamos en la costa a mar abierto. Comienzan a aparecer las primeras playas.


Beg-Léguer.
Ya llegamos a las playas de Beg-Léguer. La primera tiene como dos partes separadas por un pequeño grupo de rocas. En la foto primera, orientada hacia el sur, se aprecia bien la Pointe de Dourven, en la siguiente, a la que no me puedo asomar bien para ver si ofrece arena seca, recibo la sensación de que sea más apropiada para practicar nudismo.
 
Otro tema que hemos tratado en el camino, ha sido sobre la diferencia que yo hago entre naturismo y nudismo. Ellos lo consideran similar, pero yo delimito el naturismo como algo que también tiene que ver con una forma de alimentación. Les digo que yo como de todo, dieta mediterránea, y que me gusta estar desnudo en la naturaleza, pero no me considero naturista, sino nudista.
 

En la playa no hay más que cuatro o cinco personas y están vestidas. Por los datos que me dieron en Roscoff, el guía, Javier, me confirma que ésta es la playa nudista. No voy a intentar bañarme, ya que no hace calor, se acerca la una del mediodía y me parece buena hora para buscar algún lugar donde comer. Los del grupo también están pensando en parar a comer lo que llevan en sus mochilas. En esta segunda foto ya se aprecia, hacia el Norte, la Pointe de Bihit. Abandonamos la playa, sin bajar a ella, y saco una foto para que se vea toda la doble playa en su conjunto. 


En el camino ya he visto a dos nudistas protegidos del aire entre rocas. Continúo con el grupo, que ya está buscado acomodo para hacer su comida, pero yo, aunque me han dicho que no hay ningún restaurante por la zona, no tiro la toalla y lo busco. Me despido del grupo, con un apretón de manos al guía, simbolizando con él la despedida de todos, menciono los nombres de Nicole y Cyril, que es con quienes más he hablado, y es así como antes de la siguiente playa encuentro un conjunto que forman el puesto de los socorristas, un restaurante y el albergue juvenil de Beg-Léguer. El guía también creía que no iba a encontrar ningún lugar para comer.

Bar de la Plage (Beg-Léguer. Lannion).
Me parece ver un gran barco a lo lejos en alta mar y pienso que puede ser el de la Brittis partiendo desde Roscoff. Y hace cuatro días que salí de la isla. Ocupo una mesa dentro, como una ensalada griega con feta y anchoillas, y una salchicha bretona con patatas fritas, con un cuartillo de sidra a “pression”. Es la primera vez que veo sidra de barril. Acabo de comer, pago 16,80 € en efectivo (hoy tampoco podré pagar en el albergue con Visa) y, cuando estoy escribiendo, cae una corta tromba de agua, de la que yo me he librado, pero no creo que el grupo haya corrido la misma suerte, ya que donde han parado para comer no había nada donde cobijarse. Si amaina, pienso, a lo mejor me doy un baño al salir. Hubiera retrocedido a la parte final de la playa anterior, donde he visto a los dos nudistas. Cuando estoy terminando la escritura, veo desde el ventanal cómo pasa una parte del grupo por abajo, por el camino próximo a la playa, mientras que el resto camina por la orilla del mar. Algunos miran hacia el restaurante, me ven, saludo levantando el brazo y con un revuelo de la mano. Ellos me responden de la misma manera. Salgo del comedor y mis manos se muestran más efusivas. Más saludos, como de despedida definitiva, y continúan adelante. Entro para recoger mis mochilas y salir en su busca, pero dos de la mesa de al lado, una mujer y un joven, que están en un grupo de seis y que han observado mi comportamiento, me preguntan. Les cuento que vengo caminando desde el País Vasco y que esta mañana he venido caminando, con el grupo que me ha saludado, desde Lannion.
 

Se asombran con mi viaje, me hacen algunas preguntas y me desean que termine bien el viaje. Me voy, bajo la escalinata que me lleva hacia el GR-34 y, desde la confluencia, saco foto del lugar en que acabo de estar. A la izquierda se puede ver el comedor del Bar de la Playa, donde he comido, a la izquierda el puesto de los socorristas, que son los que me han informado del albergue, y en el centro el pequeño albergue que estaba cerrado y sin nadie a quien poder preguntar. Me hubiera gustado verlo por dentro.


De nuevo con el grupo excursionista.
Avanzo por el camino, pero cuando llego al promontorio en que pensaba ya los podría ver, me encuentro con la desagradable sorpresa de que no veo a nadie, ni por el camino, ni por la playa, ni por el sendero que comunica la playa con el GR-34. Como con ellos o sin ellos, debo continuar, sigo adelante. Me los encuentro en una hondonada recibiendo las explicaciones de Javier, el guía, que les invita a observar los diferentes ecosistemas del lugar: el mar, la playa, las dunas y la marisma. No retengo el nombre que ellos dan al carrizo. Antes yo también había hablado con él en relación a un matorral con endrinas que he encontrado. Él conoce el “patxaran”, la bebida de color rojo que se hace con anís y endrinas maduras, típica de Navarra y que corre por las gargantas de tantos en los Sanfermines. “Patxara” significa en euskera, tranquilo. Cuando termina la disertación de Javier, que parece una clase magistral en el aula de la naturaleza, pido permiso para continuar con ellos, y lo obtengo sin ninguna objeción de nadie. Javier se detiene para que el grupo aprecie el aroma de la madreselva. Tampoco entiendo el nombre que le dan los franceses a esta flor tan olorosa y que a mí tanto me gusta, ni intento descomponer la palabra castellana, en “mère”, madre, y selva, que no sé cómo se dice en francés. Ya lo intenté en Las Landas y no lo conseguí. La novia de Javier, que no sabía yo que era una de las chicas que venía con nosotros en el grupo, está de vacaciones y por eso puede acompañar a su novio. Ella se adelanta. Quizás sea la encargada de contratar los taxis que luego les vendrán a buscar. Durante dos semanas, Javier está a cargo de este grupo y de otro que vendrá a continuación. Normalmente trabaja en zonas del Pirineo. También conoce bien el flysch de Zumaia, Elantxobe y la ola de Mundaka, tan bien valorada por los surfistas. Al hablar de Zumaia le cuento la tendinitis que sufrí en la primera etapa de este viaje que nunca acaba, en mi arranque del camino a Santiago, etapa francesa previa al paso por los Pirineos hacia Roncesvalles, en 2006. Pude llegar a la Talasoterapia Zelai de la villa zumaitarra, hacer el recorrido de aguas y chorros, meterme en la cápsula Photom, y terminar de curarme así la tendinitis, que ya no me molestó en todo el recorrido hasta Portugal. Tras oler la madreselva, le hablo también de otro olor característico y muy llamativo, el de la higuera. No entiende a qué me refiero, aunque le dibujo una hoja y un higo pero, como no hay cosa mejor que ir por la naturaleza, hablando de ella, ésta, que es generosa con quienes la amamos, pronto nos ofrece una higuera, y aprovecho la ocasión. Javier me dice que en francés se llama “figuier”. Es una palabra que lingüísticamente no está tan alejada de la nuestra, ni de la “figueira” portuguesa. Aclarado el tema y tras dejar atrás el aroma de la higuera, que suele ser más intenso en verano, seguimos caminando. No quiero acaparar al guía que, a fin de cuentas, son los demás quienes lo pagan, aunque voy a gusto charlando con él. Digo a Nicole que, además de comer, me ha dado tiempo a escribir en el diario parte del recorrido de la mañana. Se lo leo y presta atención.
 
Desconozco si su nivel de castellano le permite enterarse de todo lo que leo, pero parece encantada con mi muestra de confianza. Suelen decir que lo que se pone en un diario es secreto, sin embargo para mí no lo es. De hecho ya veis que lo estoy compartiendo con vosotros en este formato de blog. Para mí es un ejercicio de recuerdo y memoria. Y de los juegos que me hace la memoria con el paso del tiempo. Luego hablo con Cyril. A él no le leo el diario, ya que no sabe castellano, y hablamos de mi viaje. Se van produciendo más paradas puntuales explicativas. En una de ellas, saco foto a todo el grupo, menos al más alto, al que dejo reducido a un brazo y una pierna. ¡Perdón!, no tenía deseos de matarte ni de causarte una hemiplejía.
 

La gente ya va dando muestras de cansancio y hacemos una parada en una casa aislada. La amenaza de lluvia ya ha desaparecido pero, aunque algunos ya están con manga corta, otros, más perezosos, aún mantienen puesta su capa pluvial. Unos se sientan y los más permanecemos de pie. Una bonita hortensia mejora una foto que, sin ella, podría resultar anodina. Lo peor es que la hortensia deja oculto a parte del grupo, pues parece que, al llegar aquí, ya esté diezmado.
 
Tras esta pequeña pausa, continuamos por la costa. El grupo ya está pensando en darse un baño, pero las playas buenas ya las hemos ido dejando atrás y la costa que se ofrece ahora es pedregosa y poco recomendable para ello. La siguiente zona pedregosa ya ofrece cerca del agua un promontorio de rocas, al que se puede acceder por estar la marea baja pero que, en otro momento, semejará una isla.
 

Su estructura hace pensar en lo que ya se anuncia a continuación en mi mapa como Côte de Granit Rose, que ni me molesto en traducir. Como fondo se aprecian la zona, por la que pasé hace ya unos días, de Roscoff e île du Batz. Pronto dejaré de verla, al igual que ya no puedo ver la playa de Saint-Michel-en-Grève.



La geografía hace estos juegos, te puede mostrar lo más lejano y ocultarte lo más próximo. La novia de Javier ha vuelto. Pregunto a un hombre por la ubicación del albergue juvenil y me responde que es extranjero. Cuento a la novia de Javier la anécdota menorquina de Cala’n Porter que ya conté en mi blog, donde no paré hasta que un extranjero me dijera algo que yo quería saber y que ya sabía que él lo sabia. Yo quería saber el nombre del pueblo en que él vivía y se escudaba en su condición de extranjero para no molestarse en decírmelo.


Île Milliau.
Poco a poco, hemos llegado a Trébeurden. Una bonita bahía se nos presenta delante. Javier propone al grupo la opción de dar la vuelta a la isla de Milliau. Se trataría de llegar a las rocas, pasar a la isla por el brazo de arena que ya es visible, y hacer un pequeño recorrido por ella. Es una buena oportunidad de ir ahora, ya que la marea baja es la idónea para hacerlo. Tienen dos horas, puesto que hasta las seis no llegarán los taxistas para recogerlos. Parece que todos están de acuerdo en ir hacia la isla aunque luego, al llegar, alguno prefiera darse un baño, tumbarse al sol y descansar. Yo no voy a ir con ellos. Siendo una jornada en la que he avanzado poco, quiero llegar al albergue juvenil y lavar la ropa, algo que no hice ayer por haber aterrizado tan cansado. Además, ya no tengo otro albergue hasta llegar a Saint Brieuc. Es ahora Javier el que se adelanta a despedirse de mí en representación del grupo. Parece que he sido compañía grata y que también he aportado mi pequeño granito de conocimientos del medio. Ellos bajan hacia la playa y yo continúo por el paseo marítimo. Un poco más adelante, sin obstáculos visuales, saco otra foto en la que el bello entorno de la isla Milliau, se muestra en todo su esplendor.
Côte de Granit Rose.
Ya estoy llegando al destino que me he propuesto para hoy, pero me falta saber si el albergue está antes, después, o en el centro del pueblo. La única referencia que tengo es que está en la “corniche”, y esto me hace pensar que está próximo al mar. Así que no voy a alejarme de él. Llego a una aglomeración de rocas muy bonita. Es probable que sean las de granito rosa anunciadas. Tienen formas redondeadas y me resultan muy femeninas. Dos chavales están en la cima. Uno acaba de saltar de una a otra y su compañero se dispone a hacer lo mismo. Me adelanto unas milésimas de segundo, pues perseguía fotografiarlo en el aire, pero no lo consigo. ¡Lástima! Me vienen recuerdos de los que saltaban de rocas mucho más altas en los fiordos de Noruega. Allí, cualquier fallo podría ser mortal, aunque aquí, también podría dejar tetrapléjico a más de uno.

Trébeurden.
He atravesado todo el pueblo pero no he visto ningún albergue. Ya a las afueras, en la costa del otro lado, veo otra playa y una costa de piedras que, hacia el mar, también ofrece arena blanca. Un poco más adelante hay una playa de arena. Me parece mala, ya que con marea baja el mar está en el quinto carajo, y con alta, da la impresión de que nunca te va a cubrir. Pregunto a una mujer y me dice que avance hasta la playa y que continúe un poco más. Poco después encuentro el indicador de “auberge de jeneusse”. 
 
Veo un Cirque de France, que tiene montada su carpa y que ofrece actuaciones hoy y mañana. Cuando llego al final de la playa, dos parejas de hombres y mujeres me dicen que continúe por carretera y que pase al otro lado. Llego a una parada de autobús con el nombre de “Auberge de Jeneusse”, así que ya debo estar cerca. Me acerco a la primera casa que veo. Una mujer en su terraza, que sabe castellano y está acostumbrada a que le pregunten, me indica la dirección desde su atalaya. Se maravilla de mis sesenta días caminando. Al salir de la casa, veo el indicador que ya me irá guiando hasta el albergue.

Auberge de Jeneusse de Trébeurden.
No encuentro a nadie en el “accueill”, pero un hombre hace una llamada y me da la llave nº 4. Me dice que a las seis ya rellenaré el papeleo. La cama ya tiene las sábanas sobre ella. Lo que más tiempo me va a llevar es poner la cubierta de la almohada. La habitación está prevista para ocho y son esas las literas de que dispone. Sólo está ocupada otra por un marsellés, que ya me conoce del albergue de Concarneau. Lavo la ropa y la tiendo en nuestro jardín particular. También hay una mesa en el exterior, donde mi compañero lee un periódico de deportes, casi todo lo ocupan las Olimpiadas, que luego ojearé y donde veré que España sólo lleva dos medallas de plata y una de bronce. En tenis Murray elimina a Federer y Del Potro a Jokovich. Una vez tendida la ropa, me ducho en ducha que no permite regular temperatura ni cantidad de agua y que, con escasa cadencia deja de manar su chorro y hay que volver a apretar el pulsador. Me centro, con especial dedicación, en mis pies, que no sé si algún día se desprenderán del negro que ya se ha afirmado como parte de mi ser. En la ducha no tengo espacio para secarme bien y termino de hacerlo en la habitación. Mi compañero continúa leyendo las noticias deportivas en la terraza, a donde salgo para tender la toalla. Yo también me siento para escribir el diario. El enclave del albergue se apoya en unas rocas muy bonitas. Podría pensar que también de granito rosa, ya que no difieren mucho de las vistas en el camino de venida. Me gustaría plasmarlas en mi diario, pero me temo que no voy a tener el tiempo necesario, puesto que la cena está prevista para las 19:30 horas. El cocinero me ha dicho que iba a hacer “cous-cous”, algo que no me entusiasma pero que comeré. Suelen decir que: “contra el hambre no hay pan duro”, pero también que “no hay que confundir el hambre con las ganas de comer”. Menos mal que soy todo terreno, en cuanto a comidas. Me adapto aunque, si me dan a elegir selecciono, y prefiero unas comidas a otras. A las 18:30 horas voy a recepción para regularizar mi situación en el albergue. La recepcionista es muy amable, pero me dice que no puedo pagar con Visa, así que en dos días he tenido que hacer pagos importantes en metálico. Confío en que no vuelva a ocurrir pues deseo no tener que sacar más euros de cajero. Pago 30,10 € con el siguiente desglose: cama (14,60), cena (11,30) y desayuno (4,20). Es la primera vez que me dicen algo razonable sobre los puentes inexistentes en los fiordos, o que los construyen muy al interior o al final. Los bretones tienen pedido al gobierno que no construyan ninguna autopista de peaje (quizás la de Morlaix no lo sea). Me parece una justificación a medias, ya que los puentes no debieran ser sólo para las autopistas. Otra explicación de la razón por la que los bretones comen tantas crepes (“crêppe” o galleta): No había vacas y, por tanto, ni leche ni mantequilla. También el ”gateau bretón” lleva poca mantequilla. Las vacas locales son pequeñas y dan poca leche. Ahora ha mejorado algo, pero Bretaña siempre ha sido muy pobre en recursos. Podríamos estar hablando horas y horas la recepcionista y yo. Como le digo que el “cous-cous” me atrae poco, se empeña en que vayamos a hablar con el cocinero, por si me ofrece alguna alternativa. Lo que me ofrece, pechugas de pollo en salsa atractiva, me apetece menos, así que comeré lo previsto para la cena de todos. Retorno a la habitación y sigo escribiendo. Se levanta viento, que no me anima a salir de la habitación, y escribo dentro, más calentito. Escribo las dos postales que me quedan. Éstas irán para Rufi y Toño (Cáceres) y para Norbe e Isidoro (Almería). A ambas parejas las conocí fuera de su lugar. Cáceres todavía no ha conseguido estar en la costa (tendría que adentrarse en Portugal y ganarle la batalla), y les conocí en Caños de Meca (Cádiz) y, a la otra pareja, que sí son andaluces, les conocí en Lisboa. Sólo escribo la primera y me voy a cenar.

Cena en el albergue de Trébeurden.
Aunque entro al comedor antes de que dé la media, llego el último a cenar. En la mesa contigua parece que ya llevan un rato cenando. Una señora, que me parece poco cuerda, se sienta enfrente de mi compañero de habitación y, como se va antes de que saquen la comida, le cambio de sitio. Hay otra joven que lee y relee, preparando su recorrido de mañana, aunque todavía no sabe qué camino va a hacer. Nos sacan el “cous-cous”, seco, como siempre me lo han sacado y una salchicha muy alargada, con aspecto de un choricillo rojizo y que quiere traer el sabor a mi mente de nuestra “txistorra”. Menos mal que también nos sacan un perol de verduras, acompañado de un hueso con algo de carne de cordero. La verdura alivia la sequedad del “cous-cous”, en especial porque viene con mucho caldo. Separo la carne del cordero del hueso, la troceo, y lo mismo hago con los trozos de pollo y la salchicha. Queda una mezcolanza cárnica de tres sabores, a la que añado la verdura y su caldo. Menos mal que, aunque la cena no es buena, la regamos con un tinto aceptable de Marsella. De postre tendremos una tarta de manzana que, sin ser nada brillante, la mejoran con las pasas embebidas en un líquido dulce. El compañero de habitación me ofrece dos lajas de queso, pero está tan seco, que no consigo sacarle el sabor. Nos hemos repartido la tarta que ha dejado sin probar la mujer extraña que se ha ido antes. Él ha repartido el vino que quedaba en la botella, vino de su zona, pero ha apurado el vaso antes que yo, que me lo reservo para echar el último trago para cuando finalice el queso. Mi padre también echaba el último trago después del postre, aunque éste fuera salado o dulce. Recogemos los utensilios de la cena, limpiamos la mesa, y somos los últimos en marcharnos del comedor. Yo voy a buscar cabina para llamar por teléfono y él va a la habitación para abrigarse para dar un paseo tardío.

Buscando teléfono.
Después de caminar, primero para el Oeste y, después, para el Este, regreso al albergue sin haber conseguido encontrar una cabina. Cuando entro, encuentro el indicador de “point telefonic”. Veo que la cabina la tenía sin necesidad de salir de casa. Cuando el compañero ya está listo para salir, entro en la habitación para coger las gafas. Las cojo y él cierra, primero el ventanal y luego la puerta. Llamo a Vera, pero hablo con Mikel. Ellos se irán de vacaciones la segunda quincena y yo no sé si podré llegar antes. Pero lo intentaré. No ha sido una idea acertada dejar a mi hija encargada de echar las lotos, siendo ella una que no suele apostar. Dice que en Berdún no lo olvidará. Confiemos. Vuelvo a la habitación y escribo la segunda postal a Almería y les informo de que tengo pedido balneario en Andalucía (al final nos lo concederían en Verche, en Valencia). Escribo el diario y a las 21:30 horas me dispongo a acostarme sin esperar al vecino. Así lo hago y, cuando llega Jean Yves, el marsellés, viene acompañado de un hombre que ha llegado a última hora al albergue y que nos amenizará la noche con sus ronquidos. No hace más que acostarse, y empieza la música. Por la noche continúa el concierto, que sólo ofrece silencios en contadas ocasiones. Sólo me levantaré una vez en la noche para orinar y, cuando me despierto y levanto a las siete, Jean Yves ya no está. ¿Se habrá ido desesperado para huir de los ronquidos del tercero en discordia?

Balance de mi primera jornada en Côtes d’Armor.
También se podría decir en la Costa de Granito Rosa. Bonito granito rosa. El paseo y las conversaciones con el grupo excursionista ha sido grato, una novedad de mi camino en compañía. Una pena que hoy tampoco me haya bañado en el mar. Un acierto haber encontrado comida en Beg-Léguer. Buena acogida en el albergue y la coincidencia de volver a ver a Jean Yves, aunque yo no lo recordara de Concarneau. Agradezco la invitación a su vino marsellés. El próximo año coincidiré en otro albergue con un Jean Yves belga que no creía que existiera Saint Yves.

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