martes, 5 de mayo de 2015

Etapa 03 (294) La Digue (Tarnos)-Seignosse


Etapa 03 (294) 10 de junio de 2012, domingo.
Plage de la Digue (Tarnos)-Ondres Plage-Labénne Océan-Capbreton-Hossegor-Seignosse Océan.

Amanecer en Las Landas.
Salvo el espacio entre Capbreton y Hossegor que, por la configuración de la costa me ha obligado a meterme por interior y que, en realidad, es como un doble entrante de mar, el resto se ha desarrollado caminando por la playa y los pinares aledaños. Hoy será jornada de pocas fotos. Sólo once. Se ve que he estado algo cegato. Comienza la jornada donde acabó ayer. Ni siquiera los sueños me han podido transportar a otro lado. Ni alfombra mágica alguna. Estoy firme en el lugar que me vio llegar ayer tarde. Llevo un mapa muy pequeño que abarca la Costa Vasca, la de Las Landas y la de La Gironde, en poco más de 20 centímetros. Confío en que hoy pueda conseguir otro mapa más explicativo. La idea que tengo es la de seguir por la costa hasta la Bahía de Arcachon y, si fuera posible, degustar allí sus afamadas Huîtres (ostras). Pero también me han informado que entre Mimizan y Biscarrosse hay un recinto militar que, salvo en marea baja, será arriesgado pasar. Llegado el momento, obraré en consecuencia. Hechas estas reflexiones sobre lo que me espera y del plan que tengo para los próximos días, empieza una nueva jornada. Gracias al surfista que me orientó, he dormido en la sucia terraza del restaurante La Mandrague. Ha sido gratis y no me puedo quejar. El suelo de cemento me ha resultado duro pero, al menos, estaba bajo techo y esta noche, como ha llovido, me ha evitado un buen remojón. La próxima noche también va a ocurrir lo mismo y también lo evitaré. Recién iniciado el viaje, aún estoy algo relleno y los huesos no se me han incrustado en el suelo. Encajo mis huesos sobre la esterilla que, poco a poco, va perdiendo aire y al acabar la noche se me muestra desinflada. Cuando de madrugada me despierto para orinar aprovecho para dar algún soplido que restituya algo de su perdida molicie. Esta noche me he levantado sólo una vez, he sacado mi colilla al río y luego aguanto hasta las siete. Cuando estoy orinando, una garceta se pasea por el río. Lleva compañía. A su lado va una gaviota. Al acostarme me di un pequeño masaje de Aloe-Vera en los pies. ¡A ver si consigo hacerlo habitual! Tomo mi pastilla de Indapamida, recojo todo lo mío y dejo lo ajeno como me lo encontré al llegar. Todo salvo el pesado mostrador. No consigo sacar las fuerzas suficientes como para desplazarlo a su lugar primitivo. Para las 7:30 horas ya estoy en marcha.

Costa landesa. Kilómetros de playa con mar a Poniente y duna a Levante.
Echo los restos de mi frugal cena a una cubeta que hay a la entrada del restaurante y voy por el camino que conduce hacia la casa de los surfistas. Todo está cerrado y no puedo agradecerles su buena orientación. Acabado el suelo firme, penetro en la duna. Camino por una zona cuya vegetación va consolidándola. Es una duna poco elevada y las plantas que crecen en ella son de especial protección, puesto que son las que contribuyen a que la duna se preserve y sea menos frágil. Veo a pescadores de caña aislados y me acerco a uno de ellos. Hablo con él. A lo largo de la noche parece que no ha pescado nada, pero me enseña una foto con un gran pez, similar al besugo. Camino por la playa de La Digue, nombre debido a que la configura el dique que la protege de la desembocadura del río Adour. El paseo por la arena me resulta algo penoso, y asciendo para caminar por la duna. De lejos, veo a alguien que aparece y desaparece. Se trata de un hombre que está cogiendo escargots (caracoles). Es un buen momento porque han salido muchos tras la lluvia de anoche. Continúo un rato por la duna, pisando retama. Me lleva a pensar que ésta es la hierba protegida que me decía mi amigo Jokin, mi predecesor, que inició este camino unos años antes que yo y que este verano confío en superar. En la parte más baja de la duna, veo cómo saltan algunos conejos. Veo un letrero de peligro porque allí se realizan prácticas de tiro. No creo que éste sea el lugar militar prohibido. Me canso de caminar por la duna, vuelvo a la orilla y me descalzo.


La playa de Tarnos.
La arena es gruesa y, al pisar, resulta muy incómoda. Tras un rato, me calzo y voy pisando la arena húmeda que va cubriendo la marea alta. Cansado, llego donde unos pescadores. En ese momento, de lejos, veo a otro pescador que se despide de un korrikalari (corredor de fondo) y se dirige hacia la salida de la playa. Salgo de la orilla y acelero para hacerme el encontradizo y poder preguntar. Previamente he sacado foto con pescadores que muestran, con su presencia, un paisaje menos desolador, y otra con un bunquer lleno de graffiti y que está casi hundido en la arena.
 

Pregunto al hombre, quien me confirma que estoy en la playa de Tarnos y que, siguiendo adelante, llegaré pronto a la de Ondres. Mañana todavía seguiré en el Golfo de Gascuña. Otro señor saluda, intercambian unas palabras, acompaño al primero hasta su coche y nos despedimos. Cuando me topo con dos mujeres, regresa el señor que he dejado asomado a la playa. Este hombre me acompaña hasta el verdadero camino, el que me interesa coger.

Un rato haciendo Camino de Santiago
Leo en un cartel, Sitte Natura Protegé: Le Métro. Cojo el camino que parece va a continuar hacia el Norte pero, enseguida, dobla hacia el Sur y no me atrevo a meterme por una barrera de suelo más arenoso. Probablemente debiera haberlo cogido pero, ¿qué hago cogiendo un camino hacia Compostela si lo que pretendo es ir en sentido contrario? Luego sabré que esos caminos arenosos están diseñados para hacer el camino a caballo. Parece que vuelvo a La Digue y, tras andar un rato en esa dirección, decido coger un camino que me enderece hacia el Norte. El lago que estaba vadeando, hace tiempo que ha desaparecido. Llego a una desviación con huellas de cascos de caballos y por allí continúo. Al menos, la dirección que llevo ahora parece la adecuada. 
 
Pregunto a un corredor que está entrenando por estos parajes y me dice que el camino que llevo es el de los peatones. Es entonces cuando encuentro en medio del camino un gazapo muerto. Con la lluvia de la noche, la vegetación me moja los pies a través de las sandalias. De tramo en tramo veo indicadores de playa no vigilada con prohibición de baño. Decido salir por una de estas salidas y avisto, ya muy cercana, la playa de Ondres, pero el camino por el piso de arena me sigue sin gustar y llego al vértice SO del camping de Ondres. Pero la entrada está en el extremo contrario, al NE. Intermitentemente cae agua de lluvia. Para, me seco, y vuelve a caer. Mientras no arrecie, resulta una lluvia grata. Menos grata resulta la infinidad de mosquitos que pululan por el bosque desde que he salido de Le Digue, hasta llegar a Ondres.

Ondres Plage con camping.
Entro en recepción, pero no hay nadie. Un cartel pone que los domingos se abre a las nueve. Son las 9:30 horas, pero nadie da señales de vida. Un cliente me informa que los servicios comunes están en desuso y que no hay ni bar ni restaurante para desayunar, que es lo que pretendo. De paso, no me habría venido mal un lugar para aseo personal. Me recomienda que me acerque a la playa. El churrero ni hace churros ni ofrece nada de nada y la Pizzería, que ofrece Panini, no la abren hasta las diez. Rodeo todos los edificios que están sobre la playa y llego a la parte trasera de un restaurante. No hay nada que hacer. Allí tampoco me dan desayuno. Como tengo que hacer tiempo para que llegue la hora de apertura de la pizzería, me planteo la posibilidad de darme un baño antes pero, para hacerlo desnudo, deberé alejarme algo hacia el Norte. Cuando estoy dudando, tengo el encuentro bonito de la mañana.

Esther y Javi, de Lizarra.
Ellos también están dudando si bajar o no a la playa. Nos ponemos a hablar y me invitan a desayunar. Nos hemos guarecido de la lluvia que acaba de comenzar. Nos acercamos a su coche. Javi, en su campingás, me calienta la poca leche que les queda. Han intuido que me iba a hacer falta y me la han guardado. Esther me ofrece un trozo de bizcocho, hecho por ella, que no había terminado de cuajarse, pero que me sabe delicioso. Tiene frutos secos que lo hacen aún más apetitoso. Una vez calentada la leche, Javi le echa una cucharadita de Nesquik. Me resulta grato. Yo suelo echarle cereales solubles de Eroski. Hablamos del trabajo que yo hice en mi vida laboral, Javi pelea construyendo con pladour y Esther con eternos niños con síndromes diversos. Son una pareja dispar y sus intereses difíciles de consensuar. Ella quiere ir a ver unos monos que exhiben por allí cerca y Javi no está de acuerdo en que quiten la libertad a los monos para tenerlos en cautividad. Esther alega que, vayan o no a verlos, los monos van a estar igual de cautivos y que, además, estos animales se divierten con las visitas de los humanos. Él dice que, si no se les fuera a ver, no los cazarían y permanecerían en libertad en su medio natural. Otra posibilidad es que los soltarán aquí. ¿Qué pasaría? ¿Harían los franceses con los monos lo mismo que hicieron con los koipús que resultaron poco rentables para confeccionar con sus pieles? Si los koipús se comen el carrizo de la marisma de Plaiaundi, ¿qué harían los monos sueltos por un hábitat impropio? Yo comparto más la opinión de Javi, y no porque seamos tocayos, y pongo el ejemplo de los pordioseros y pedigüeños. Si les arrojamos unas pocas monedas que sirvan para acallar nuestras conciencias, conseguimos que perduren en su condición. Les convertimos en esclavos perpetuos. Además, en muchas ocasiones, son mafias organizadas las que colocan a muchos a pedir, en lugares concretos, bien delimitados y exigiendo a otros de su misma condición que no se aproximen a su territorio. No es un tema fácil. Les comento que, si les doy, me quedo mal, y si no les doy, también. Parece que, con el pago de nuestros impuestos, se debieran cubrir todas las necesidades de este tipo. Algo que debe ser controlado dentro del municipio de pertenencia de los mendicantes. El ciudadano de a pie carece de los medios para detectar la necesidad de este colectivo. Distingo entre los que sólo piden y los que se esfuerzan ofreciendo algo a cambio. Así les recuerdo que en Irun tenemos un lanzador de diábolo magnífico que siempre tiene unas palabras para el paseante: “…a ver, ese billetito de 500…” o “…un billetito para un filetito…” Unos tocan la guitarra, otros el saxofón. Otro es un payaso dentro de una caja que ofrece y extrae una sonrisa de un niño. Mil formas alternativas a pedir sin dar nada a cambio. 
 
Esta pareja, que me ha ofrecido el camino en esta mañana, lo tiene complicado para llegar a un acuerdo. Hablo con Esther de las tareas que realiza con su grupo. Por lo que me cuenta, los trabajos de manufactura que hacen los chicos de Esther están más próximos a manualidades de escasa rentabilidad. Le suena a música celestial lo que yo le explico del trabajo protegido que hacíamos en Gureak. Tras el desayuno y la charla, me despido de ellos agradecido y continúo mi camino. Seguramente irán a ver a los monos. Alguien nos saca una foto para ilustrar el encuentro en mi blog. “La veréis dentro de unos años”, les digo.

Aligustre y madreselva, dos aromas a elegir.
En lugar de continuar por la playa, decido seguir por un camino que he cruzado cuando venía del camping. Sin mucha convicción, continúo por el que va en dirección Norte. Pero el camino me va metiendo en caballerizas. Un perrucho me ladra, aunque recula temeroso, pero no veo a ningún ser humano a quien preguntar. Oigo otro ladrido, que me hace intuir un perro de mayor envergadura, y entonces seré yo el que recula. Cuando estoy retrocediendo, llega y aparca un coche del que descienden dos parejas. Los cuatro empiezan a caminar cuando yo me meto por otro camino y me topo con la adelantada, quizás sea la rezagada, del grupo de los cuatro. Lleva una flor de aligustre en la mano, pero no sabe decirme el nombre de la planta en francés. Veo una madreselva, la cojo y se la doy. Ella ya la conoce pero tampoco sabe su nombre. Me las apaño mezclando “mere” (madre) y “forêt de l’Afrique” (un amago de selva). Mis intentos son en vano. No consigo que entienda. Se acercan los otros tres y nos ponemos a hablar. Uno me recomienda que siga el camino de vélo y me acompaña hasta el cruce dirección Labanne, mientras que su mujer y el matrimonio amigo retroceden hacia el coche. Voy con él contándole mi proyecto de llegar a Bélgica a pie y, cuando el trío pasa montado en el coche, él prefiere seguir charlando conmigo y lo deja pasar. Le esperan un poco más adelante, en el cruce a Labanne, ya mencionado, y será allí donde me despida de él definitivamente. Charles Lamothe ha mostrado curiosidad por mi experiencia andarina. Seguramente luego la compartirá con su grupo. Continúo camino y, poco después, encuentro un indicador de 9 kilómetros para llegar a Hossegor.

Cuncunes y la madre de Diego
El camino es de asfalto, que va mejorando de firme al llegar a Labanne, pero yo prefiero caminar sobre tierra y piedras. Cruzo puente sobre el río Boudigau. En los dos márgenes del río se distribuyen numerosos campings. Pasan en patinete un padre y un hijo, hablando en euskera y, como no me puedo callar, intento una frase en idioma que no domino: “zu aitatxo baino obeto…” La carretera pasa por un bosque y, de uno al otro lado, la van cruzando grupos de cuncunicos, nombre que dábamos en mi pueblo, Altsasu, a las crías miniatura de los sapos, crías que ya permiten observar los adultos que pronto serán. Las que lleguen sin ser aplastadas por vehículos y caminantes. Tras este recuerdo de niñez, me empieza a apretar el intestino. Me aparto por un lugar que me parece discreto y dejo mi regalo escondido bajo capa de hojas. Nada más subirme el pantalón, aparecen por detrás madre e hija. ¡Me he librado por los pelos! En realidad, ellas son las que se han librado de ver el espectáculo gratuito. Todo el rato irán pasando por la carretera y en ambas direcciones grupos de padres y madres, hijas e hijos, en bicicleta. Algunos de los niños van escondidos dentro de sus carritos que, por lo general, están siendo arrastrados por su progenitor. Pasan Jaime y Diego, pero no me entero hasta que saludo a su madre que viene algo rezagada. “¿Estás con Jokin?”, me pregunta. Le explico la caminada que estoy iniciando y me dice: “Mañana lo digo en la ikastola”. Se refiere al breve encuentro. Mi nieto menor, Jokin, va a la misma ikastola, Amara Berri, que su hijo más pequeño. Nos conocemos de vernos en la plaza Easo de Donostia. Me desea feliz viaje.

Lluvia de nuevo y palabrario
Pasado Labanne y ya enfilando hacia Capbreton, oigo hablar en castellano a cuatro mujeres que están bajo toldo dentro del recinto de otro camping. Están protegidas de la lluvia que acaba de reiniciarse. “¡Qué bien, sin temor a mojaros!”, les grito. Alguna de ellas vive en Irun. Un hombre se asoma desde la caravana, pero no dice nada. Ni me conoce, ni le conozco. Me despido y continúo mi camino. Tres mujeres pasan en bicicleta y comentan: “…parece que le dio un amago de infarto al corazón…” y yo, por no callar, digo: “sería un ictus”. “Pues algo así”, responde una, y prosiguen su camino sin detenerse. Tampoco yo, con mi comentario, pretendía que se pararan. Esta frase oída me hace recordar un cuento de Antonio Tabucchi que se iba construyendo a base de frases que se iba encontrando el protagonista en su camino. Las iba cogiendo a vuelapluma y las tomaba como mensajes que le iban llevando a un lugar determinado, como si fueran premoniciones. Era un cuento curioso y me hizo apreciar al magnífico escritor italiano, enamorado de Pessoa, como Saramago.

Hacia Capbreton por la vera del río
Estoy llegando a Capbreton y ya sé que hay un entrante de mar antes de llegar a Hossegor y que ahora, menos que nunca, me conviene acercarme al mar, salvo que quiera avanzar hacia el Norte y tener que retroceder. Llego a un puente que es una suerte de encrucijada. Un joven hombre francés, que camina con su mujer y un hijo, me recomienda que siga un sendero por el río y que me olvide del camino de vélo. Se lo piensa mejor y me dice que pase el puente y que camine por el sendero del otro lado de la vera del río. Tal como me lo está diciendo, percibo buenas vibraciones y acepto su sugerencia. Me dice que quedan unos 4 o 5 kilómetros para llegar a Capbreton. Le agradezco y se van. 
 
Más adelante me cruzo con otro paseante que me ajusta el kilometraje a 3 o 4. Me alegra la reducción pero, finalmente, será el primero quien estaba más ajustado al calcular la distancia. Una chica me adelanta corriendo y al poco veo cruzar nadando por la superficie del río una hermosa culebra verde. Viene hacia mi lado pero, para cuando preparo la cámara, ya no llego a tiempo para fotografiarla. Tampoco me haría mucha gracia encontrármela en el camino. En muchos tramos del lecho del río aparecen infinidad de plantas de nenúfares. La mujer ha parado y hace estiramientos. La saludo al pasar. Pasa una pareja con dos niños en bici. Me dicen: “no dejes el bidegorri hasta llegar al centro”. Un marroquí no me subyuga.
Capbreton. Comida en Los Templarios.
Pregunto a una cuadrilla por un lugar para comer y me orientan hacia la primera calle. Llego a un restaurante vacío con menú caro, entre 35 y 45 €. Pregunto por plato del día a una camarera y me dice que en domingo no piense que lo voy a encontrar. En una plaza encuentro en Les Templiers un menú más asequible. Como una ensalada que es tan grande y completa que me costará terminar. Lleva lechuga, tomate y huevo duro. Aunque está bien aliñada, quizás lo que menos me agrade sea el jamón y el pato caliente. Sale el cocinero para preguntarme si el filete me lo saca con pasta. Finalmente me lo sacará con patatas y lo prefiero. Estaba demasiado hinchado para comerlo con pasta. La nota asciende a 18,80 € y la Visa va rápida y bien a la primera. ¡Qué alivio! En otra mesa ha comido un matrimonio. Cuando se van, me regalan el rosado sobrante. Yo había pedido agua del grifo para acompañar mi comida y recibo con regocijo el regalo. El matrimonio me había oído decir que iba andando a Bélgica y lo han comentado con otro matrimonio joven con tres hijos que han venido a saludar. El mayor ha dejado sola a la mujer para salir a fumar.
 

Escribo un rato hasta que cierran; sobre las tres o tres y media. El dueño del restaurante me dice que no hay barco entre Capbreton y Hossegor hasta julio. Me recomienda que pase el puente y me escore hacia la derecha. Sale para orientarme. Durante mi estancia he podido cargar el móvil. Sólo me ha faltado una raya para completar la carga. Saco una foto del restaurante cuya terraza ya ha quedado recogida y me sitúo ante un pequeño templete que me recuerda a la Belle Epoque. Es muy parecido a otro que llevo años viendo en el paseo de Francia de Donostia. Si aquella escultura era en blanco, aquí se me ofrece en negro.

Puente hacia Hossegor. Fruta. Café en Chez Marcot. Segunda ilustración.
Salgo de Los Templarios con buen temple, atravieso el puente y compro fruta en el Petit Casino. Albaricoques por 70 céntimos. Estaban a 1,50 € el kilo. Me paro a tomar café en la terraza de Chez Marcot. Por un café con leche me cobran 4 €. Menos mal que la jarra de leche es grande y viene repleta. No dejaré ni gota. Viene acompañado de galletita. Ha refrescado mucho y me lo bebo calentito. Me ha entonado. A pesar de todo, no me pongo el jersey. Me lo había quitado a media mañana. He seguido escribiendo el diario. 
 
Van a dar las cinco y me pongo a dibujar, o quizás sea más correcto decir pintar, aunque sea a pincel en blanco y negro. Los grises salen con el pincel de agua. Pinto la terraza y algo de la avenue de la Paix. Por la tarde haré otro dibujo mientras se apaga el día. Pero eso ya será en Seignosse. No me manejo con comodidad con los pinceles y serán pocas las ilustraciones para este mi primer viaje francés. También me he encontrado con un joven mochilero que viene desde Bélgica y va a Compostela. No sé si todo el camino lo está haciendo a pie, pero es un aliciente que me confirma que mi cálculo de viaje no es un despropósito. Si él, aunque más joven, lo está haciendo, ¿por qué no yo? Le despido con el grito de ¡Ultreia! Y le explico el significado que tiene para los peregrinos que realizan el camino a Santiago.

Otra tarde sin baño
Saliendo de Hossegor hacia la playa, me encuentro con una pareja de personas mayores. Tanto ella como él están muy atentos a lo que les cuento de mi viaje, aunque éste acaba de empezar. Están sentados al sol antes del puente que pretendo atravesar. Será el del Lac d’Hossegor. Voy dudando hacia qué dirección ir una vez esté al otro lado del puente. Ellos me dan la clave y opto por salir a la playa, como me recomiendan. No lo hago desde el inicio, pues cuando salgo al mar el faro de bocana Capbreton-Hossegor ya ha quedado muy alejado. Pasando el puente fotografío el mar interior que es eso que ellos llaman lago, aunque no lo sea. Bajo a la playa y dudo si descalzarme o no para caminar por la orilla. No lo hago pues se camina bien por la arena endurecida. Así que sigo adelante. Cuando dejo de ver gente, dudo si bañarme o no, pero el día está muy gris y no me anima a darme un baño. Continúo playa adelante. En la siguiente zona vigilada veo a unos socorristas que conducen su todoterreno haciendo paradas para retirar todas y cada una de las banderas que han ondeado hoy con distintivo rojo. Indican que es zona no vigilada y con prohibición de baño. De momento, dejan las dos acotaciones azules de los extremos del espacio que ellos vigilan. Ésta es la única zona en que el baño está permitido. Mientras uno de los socorristas saca de la arena una de las banderas rojas, yo aprovecho para preguntarle al otro el nombre de la playa. No le entiendo el nombre que me dice, pero sí que no se trata de Seignosse, que es el siguiente más importante que aparece en mi mapa.

La playa de Seignosse. Thierry y su amigo.
Llego a una playa. De lejos veo como dos chicos están cerrando una cabaña de madera dispuestos a marcharse de la playa. Como no hay nadie más a la vista, corro para alcanzarlos. Apenas me llega el resuello para llamarles. Tengo la impresión de que son los socorristas del lugar, ya con atuendo civil. Les pregunto en francés: “¿me podéis decir el nombre de esta playa?” y su respuesta confirma mis sospechas: “Seignosse”. “¿Y para dormir?”. Su respuesta es también bien escueta: “le sable” (la arena). Ellos ya están acabando de meter al coche los restos de los utensilios que traían de la cabaña, pero el amigo (olvidé su nombre) echa una mirada de inteligencia a Thierry. Una mirada como diciendo: “¿Le dejamos al buen hombre por esta noche la cabaña?” El cielo estaba amenazante. Yo, dejándome querer. Era tan fácil el nombre, que me da mucha rabia haberlo olvidado, ¿Claude, Marcel, Pascal?, aunque la foto es ilustrativa y da buena imagen de mi benefactor. 

Los dos amigos se ponen de acuerdo para dejarme dormir en la cabaña que están construyendo. No sé si lo hacen para su uso o son carpinteros por encargo de otros. En cualquier caso, les agradezco la invitación. En caso de lluvia nocturna, al menos estaré bajo techo. Volvemos los tres desde el coche, que está en la salida de la playa, hasta la cabaña. El amigo, que ha cogido un destornillador, me enseña cómo desatornillar un tirafondo para poder abrir la puerta. Lo mismo, pero a la inversa, tendré que hacer yo mañana cuando me vaya, para que nadie entre en la cabaña y, por la rendija que deja una ventana provisional, debo tirar el destornillador para que quede a buen recaudo dentro. Aún tendremos que volver al coche en busca de una cuerda para que pueda cerrar la puerta desde dentro y no se me abra con el viento durante la noche. El sistema del tirafondo no sirve para encerrarme en el interior. Tengo previsto marcharme antes de las 7 de la mañana. Con la cuerda que, en realidad, es un alambre revestido de plástico azul, me despido de ellos y no les hago volver a la cabaña. 
 
Les muestro mi agradecimiento que será emotivo y verbal. Segunda noche que me libraré de la lluvia. La tercera noche de mi viaje, como la de ayer, también la pasaré bajo techo. Ya se han ido y me doy cuenta que no he retenido más que el nombre de Thierry. Salgo de la cabaña. Un joven otea el horizonte por la zona de urinarios, duchas y retretes. Me acerco, pero no conoce a los constructores de la cabaña. Dos surfistas que salen del agua son ingleses. Uno está pesaroso porque sólo les quedan cuatro días de sus vacaciones en el mar francés. El otro no habla. El que habla, lo hace en un perfecto castellano que me recuerda al acento de mi sobrino Mikel, también inglés. Me explica que en Sudamérica su acento cuela como de nativo español, pero en España siempre lo detectan como inglés. Me dice que es hijo de inglés y española. Se ve que mi apreciación no andaba desacertada. También mi sobrino es hijo de mi hermana y mi cuñado es un inglés con nacionalidad americana, pues nació circunstancialmente en Honolulú. Los dos surfistas se van con sus neoprenos y sus tablas. Todavía intentaré refrescar el nombre preguntando a un motorista que se dispone a subir al edificio de enfrente de los servicios y con tres chicas que están sentadas de charla en el lado marítimo de las escuelas de surf. Nadie conoce a mis dos benefactores. Bajo a la cabaña y empiezo mi cena.


Seignosse. Dibujo y cena frugal.
Dibujo la cabaña con un material que no es el más adecuado, pero ilustra lo que cuento. Lo hago en el mismo cuaderno en que escribo el diario. Mi cena va a consistir primero en el trozo de pastel que Javi se ha empeñado en que acepte esta mañana en la playa de Ondres. El pastel que había hecho Esther. Después como dos albaricoques, que me parecen demasiado ácidos y, para terminar, una barrita energética de cereales, plátano y chocolate de Eroski. Esta vez no me ocurre lo de la segunda jornada de Menorca, en que estuve 24 horas sin probar bocado. Bebo agua de la que he cogido en el restaurante templario y que, por tanto, está templada. ¡Menos mal que estoy con buen temple! Estoy haciendo tiempo para llamar a hora adecuada a mi hija Sara. Me coge mi nieto Jokin y le digo que me he encontrado con sus amigos Jaime y Diego. Hablo con mi hija. Ella ya conoce Seignosse, pues ha venido otras veces con amigas por la zona. Como se trata de que sepan dónde estoy y que estoy bien, la llamada dura dos minutos y medio. Todo va bien, tanto aquí como en Donostia.

Noche en la cabaña.
Organizo mi cama y, para ver mejor, abro la ventana. Dejo cosas sobre el somier de lo que será cama de matrimonio que está encima de donde yo voy a dormir. La mochila grande la dejo a los pies, junto a la pata de donde voy a dormir. Hoy no necesito preocuparme. Nadie va a entrar durante la noche a robarme nada. La pequeña, con el móvil, también en el suelo junto a mi cabecera. Orino desde la puerta hacia el exterior y cubro el orín con arena. Algo innecesario porque va a llover. Y bastante. La lluvia se va a encargar de borrar mis huellas en el exterior de la cabaña.

Luego hago el cierre con el alambre. Al segundo intento me sale mejor y hago nudo con el alambre. Ya no podré salir a orinar por la noche cuando mi cuerpo me lo demande. Me doy gel en los pies. Un masaje rehabilitador. Por ahora no hay grietas, ni llagas, ni heridas. Nada más acostarme, cae una gran tromba de agua. ¡Menos mal que estoy a buen recaudo! Arrecia la lluvia y parece que diluvia por el ruido que hacen las gotas al chocar contra el techado metálico. Segundo día sin baño y sin ver el firmamento. Noche apacible, aunque avanzada la noche me volverá a despertar la lluvia. Cuando me levanto a orinar, lo hago en la arena que quedará por debajo del suelo cuando terminen de cubrir de madera la parte que falta. Esa estancia tendré su salida a la playa a través de un gran portón.

Balance de la tercera jornada. Mi primera en Las Landas.
El día ha sido interesante, aunque hoy tampoco me haya bañado. Un buen arranque con una bonita invitación a desayunar. Lástima que no vea futuro en la pareja Esther-Javi. También el final de la jornada me ha deparado el mejor regalo de colofón. Ha sido providencial disponer de techo en noche de lluvia y gracias a Thierry y su amigo. Curioso el encuentro con la madre de Diego y Jaime. Agradable el regalo del vino en Los Templarios, donde he comido bien. Esperemos que el tiempo mejore aunque, nublado y con escasa llovizna diurna, ha estado bien para caminar. Pero yo prefiero sol y baños.

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