miércoles, 13 de mayo de 2015

Etapa 27 (318) Saint Marc sur Mer-Guérande


Etapa 27 (318). 04 de julio de 2012, miércoles.
Saint Marc sur Mer-Pornichet-La Baule-Pouliguen-Batz sur Mer-Le Croisic-Batz sur Mer-Kervalet-Trégaté-Lénifen-Saillé-Guérande.



Para poder ver a Patricia tenía que llegar a Guérande después de San Fermín. Me he adelantado tres o cuatro días. Hoy tendré día peleón. Algunas mujeres se van a empeñar en que mi pronunciación del Marais Salants, que se me avecina, y la de Guérande, sea de Real Academia de la Lengua gala.


Amanecer en la escuela de 
Saint Marc.
Me supongo que este Saint Marc es el evangelista San Marcos, pero a veces los nombres, si son bretones, engañan. No faltarán muchos días para conocer a San Sansón y nosotros no tenemos semejante santo. Creo que al de Dalila no le canonizaron, quizás por falta de pelo suficiente. San Sansón tiene una hermosa mata de pelo que ni sabe dónde esconderla. Volvamos a San Marcos. Me despierto a las 6:40 horas, y me hago el remolón.
 

Estoy contento porque, a pesar de lo duro de la cama-mesa, mi cuerpo ha mejorado algo. Aunque no está al cien por cien, los movimientos laterales, cuando estoy tumbado, ya no me producen tanto dolor como estas noches anteriores. ¡Buena señal! Recojo todo, cargo las mochilas y para las siete ya estoy en marcha. Saco foto con la mesa de pin-pong bajo el cobertizo y con el edificio de la escuela, al fondo, y otra con el patio y su árbol central, cuyo tronco hubiera sido un buen lugar para orinar por la noche si no hubiese tenido el automatismo de la luz eléctrica. 


Ha llovido fuerte durante parte de la noche y ahora cae una lluvia muy fina, una especie de calabobos. Salgo del recinto de la escuela y me acerco a la iglesia.


Un saludo al Señor Hulot.
Ahora, de día, vuelvo a acercarme a la iglesia para sacar foto de la fachada, pero está igual de difícil que durante la noche.
 
 La rodeo y, por el otro lado, está repleta de cables de todo tipo, así que, aunque con coches, prefiero fotografiarla desde este lateral. Me voy acercando a la playa. En un mirador, veo a un hombre alto que otea el horizonte. Confío en que no se tire por la borda de su hipotético mirador. 

No caería al mar, sino a la playa. Me acerco a él para saludarle, y veo que se trata de Monsieur Hulot que, sin negarme el saludo, se hace el longuis. Ahora le saco una foto más cercana. Parece que se duela de los riñones. Son las siete cuando ya estoy en marcha por el sentier litoral cuyo arranque ya pude ver ayer.

Una preciosa casa bretona con tejado de paja.
Hoy, el camino litoral empieza muy bien, pero pronto encuentro nueva desviación lateral que me obliga a salir a la carretera.
 

Al menos esta vez, este fallo en el camino, me permite contemplar una preciosa casa bretona típica con el tejado de paja, las ventanas de la segunda planta, con su forma peculiar, también cubiertas con la misma paja y perfectamente encalada. Destacan sus hortensias bicolor, unas de color rosa suave y las otras de un azul muy intenso.
 
Las señales indican en la misma dirección Saint Nazaire y Pornichet y, como ya sé que están en sentido opuesto, debo estar atento para ver en qué punto se bifurcan. Ya creo que ha terminado Saint Nazaire, pero en ningún momento veo indicador de Pornichet centre ville. En la primera duda, una conductora en stop con ventanilla abierta, me dice que siga adelante.
 

En la siguiente duda, será un conductor quien me confirme la dirección.

Pornichet (Pornizhan). 
Iglesia de Saint Sebastien.
Empiezan a aparecer los pueblos con nombres bretones. Veo otra casa que, sin ser del estilo bretón, también me gusta, así como su zona ajardinada, y la fotografío. Entro en carretera de una urbanización. Aquí, para que los coches no circulen a velocidad, han ideado un sistema que, en caso de cruce de vehículos, tengan que esperarse unos a otros. Tras constatarlo con una tercera foto en el camino de hoy, sigo adelante.

Creo que ya estoy en terreno de Pornichet, que en bretón se dice Pornizhan. De esta forma, llego a una iglesia y la fotografío desde la fachada lateral. Luego lo hago con la fachada principal. ¿Por qué tanto empeño? Ni yo mismo lo sé. Luego lo entiendo. Parece que intuía que era la iglesia de San Sebastián, nuestro mártir patrón de la capital guipuzcoana.

Desayuno en San Sebastián.
Para que la mañana sea completa, entro a desayunar en el único bar de la zona, el Saint Sebastien. El que me sirve el café me invita a ir a la boulangeríe donde compro un caracol de pasas (“raisin”) y un cruasán, hechos por el maestro artesano E. Marceau. Pago por los dos 2,01 €. Una cifra algo rarilla. El café creme me costará 2,70 €. La dueña del bar se muestra muy receptiva con mi viaje. Hablo también con un cliente que conoce muy bien Las Landas y Gironde, sigue con interés algunas anécdotas que cuento de mi viaje, y se ríe con los sitios donde estoy durmiendo. Tanto ellos como la panadera, me dicen que no deje de pasar por las salinas y que me pare a verlas. También me dicen que vaya a otro “marais”, hacia el interior, al que creo que no iré si no está en la costa. Pero a lo mejor se refería al de las salinas que pude ver después de Quimiac y Mesquer, más al Norte. Aquellas salinas, con su montaña de sal a cubierto, las vi pero aunque esta tarde pasaré por las marais salants de Guérande, las salinas de hoy se ocultarán a mi vista. Veré el lugar de dónde la obtienen, pero no la montaña de sal. 
 
Escribo el diario hasta cerca de las once. Antes de desayunar, ya he regulado el intestino y ahora vuelvo a orinar. Sin saber si la mujer que tan bien me ha recibido es esposa o madre, digo al barman que la salude de mi parte y le agradezca los consejos que me ha dado.

San Sebastián desflechado.
Me acerco a la iglesia, para ver si ahora ya está abierta. ¿Estará flechado el santo? La iglesia sigue teniendo cerrada su puerta principal. Pruebo con la derecha, y ocurre lo mismo. Bajo la torre, igual y, cuando voy a ir hacia la casa de al lado, que interpreto puede ser el despacho parroquial, me doy cuenta de que la palanca de la puerta se abre hacia arriba.



Entro y me encuentro con una iglesia bastante desangelada y en el altar mayor no está San Sebastián. Me dispongo a marchar, convencido que no voy a poder tener unas palabritas con el santo que, cuando viví en Donostia, fue mi patrón durante años, me doy cuenta de que lo tienen en un rincón, padeciendo un claro ostracismo, casi a pie de suelo, contra los bancos laterales. ¡Pobriño! Tiene dos agujeros en su cuerpo de mármol blanco, uno en el bíceps, otro en el muslo, y ya no le quedan ni las flechas. Al menos sé, por la historia, que no murió de esa enfermedad contagiosa. Que alguien le curó y sobrevivió. Quizá sea un acierto que eliminen sus flechas, pues llevan a cierta confusión. He visto al santo, ya me puedo marchar tranquilo de la iglesia dedicada a él: San (Ostia) Sebastián. La palabra Donostia es una construcción de Don, equivalente a San y una deformación de Ostia, Ostian, (el que llevaba la ostia consagrada para que comulgaran los nuevos cristianos en las catacumbas de Roma). La primera parte es fácil de entender. En el país vasco tenemos pueblos que se llaman, Donamaría (Santa María), Donestebe (San Esteban), Pasai Donibane (Pasajes de San Juan). Esto mismo ocurre con otros pueblos de Iparralde (Norte), en el país vasco, bajo jurisdicción francesa: Donibane Lohizun (Saint Jean de Luz) y Donibane Garazi (Saint Jean pied de Port). La construcción del nombre Sebastián, queda sujeta a un poco más de imaginación. Para abreviar, Donostia podría ser traducido al castellano como San Ostia y deriva en Sanstian.

Constructores de kayak.
A las once abandono al santo y, no ha pasado un cuarto de hora cuando me encuentro en su taller trabajando a dos artistas artesanos que ponen a punto dos kayak. Son jóvenes expertos de entre 40-50 años que trabajan con mimo el material. Son tan perfectas las embarcaciones que veo que están haciendo, que dudo si no será que las estén reparando. Me aseguran que las hacen ellos y yo no tengo ninguna duda para no creérmelo. Yo me entusiasmo con su trabajo, tan perfecto, y ellos con mi viaje. Se me olvida mencionar a los deportistas iruneses de Santiagotarrak, que son de los que utilizan estos artilugios para bogar por el río Bidasoa, el río que separa las dos naciones y que los franceses llaman la Bidassoa. Quieren posar para la foto, pero yo les digo que prefiero que sigan trabajando, para que el recuerdo sea más natural. Esa es la foto que ofrezco. Cuando me voy a marchar, me dicen por dónde debo seguir para salir a la costa. Se ve que su trabajo tiene una parte mecánica básica en su parte inicial pero, en su adecuación final, da la impresión de ser muy artesanal. Me despido y me desean buena finalización de viaje. Aunque no llegara a ninguna parte, algo imposible, estos encuentros, y tantos más, ya hacen que el camino merezca la pena. Me aseguran que podré pasar en barco de La Croisic a Pen-Bron, pero a mí me va a entrar la duda de si me conviene. Me perdería Guérande y Le Marais Salant. Lo que sí queda claro es que a Patricia ya no la veré.


Continuando por Pornichet.
Tras dejar atrás a los fabricantes de kayak, llego a la parte central del pueblo. La plaza del mercado es lo que me llama la atención, pero también fotografío un edificio que es sala de exposiciones, el Espacio Camila Flamarion y la Mediatheque, a la que no tengo intención de entrar. Me centro en el mercado, en las verduras y en los pescados.
 

Poco a poco me iré aprendiendo nombres de frutas y pescados. En el primer puesto aparecen las “carotte”, lo que en casa se llamaba con cierta chunga y rechifla, el chorizo francés, las zanahorias, y las “artichots”, las enormes alcachofas francesas. Comeré una casi al final del viaje, pasada ya la abadía de Paimpol, si no recuerdo mal.



En un puesto venden almejas y mejillones y me sorprende que ofrezcan mejillones abiertos crudos con perejil y limón. No me atrevo a probarlos, máxime no teniendo ninguna intención de comprar. En el puesto de los pescados, me entretengo más tiempo, observando los nombres que dan los franceses a los que ya conozco.
 

 Voy a saber que el “bar” es nuestra lubina, lupina en Euskara, “turbot”, el rodaballo, “daurade”, la dorada, pero también llaman así al besugo, así que no sé a qué carta quedarme. Poco más saco en claro. Los nombres que aparecen tampoco es que sean muy fiables, pues al turbot, le falta la “r” en la etiqueta y figura como “TuBot”. Después de dar una segunda vuelta por la plaza, decido bajar hacia la playa. 


El contraste de esta parte del pueblo, con lo que voy a ver en la costa, va a ser mayúsculo. Es como salir de Ataun, por poner un nombre de pueblo ancestral de interior, de Gipuzkoa, y encontrarte en la costa con Benidorm. Eso que ya ocurre con Pornichet, se acrecentará al llegar a La Baule. Pero no adelantemos acontecimiento, pues comeré al inicio de La Baule, y aún queda mucho tiempo para la hora de comer.



Puerto y costa de Pornichet. 
Karine, Muriel y Sandrine.
En un cuarto de hora, ya he bajado del mercado del pueblo al puerto. Los barcos con la panza en el suelo, como siempre que les agarra la bajamar, parecen barcos de tierra más que de mar. Creo que en esta primera foto que saco del puerto, ya se pueden apreciar los altos edificios de La Baule, al fondo.
 

Ahora, viendo la foto, quizás haberlo comparado con Benidorm sea un exceso, pero los edificios son muy altos. Por delante, en el paseo marítimo, caminan tres jóvenes mujeres, Karine, Muriel y Sandrine. Junto a Sandrine, me incorporo yo, y caminamos en ese orden, Karine hacia la calzada y yo hacia la playa. La primera parte, como maestras que son, se empeñan en que mi pronunciación de Guérande y Marais Salant sea perfecta. Como soy duro de oído y no muy dúctil para los idiomas, tras hacer algunas risas, acaban dejándome por imposible. Les empiezo a contar algo de mi viaje. Van tan entusiasmadas, haciéndome tantas preguntas que, como le pasó a Annick en Brem-sur-Mer, se han pasado de donde debían cruzar la carretera. Les acompaño hacia su colegio, del que están ausentes en un momento de receso, quizás la hora del recreo de los niños.


Así les termino de contar lo que les estaba contando. Ni me ha dado tiempo a que me digan con niños de qué edades trabajan. Me despido de ellas y vuelvo al paseo.

Mal tiempo para paseo 
de Pornichet hacia La Baule.
Empieza a lloviznar. En un momento sin lluvia, parece que el sol trata de abrirse paso entre las nubes. Un poco más adelante coincido con un grupo de jóvenes aprendices que vienen de manejar ligeros catamaranes a vela. Todos neoprénicos, se ducharán y se pondrán guapos, tanto ellos como ellas.
 

Paso a la par de un edificio antiguo singular, que me gusta, pero parece que para sus dueños aún no ha llegado el verano. Es un edificio sin un estilo muy definido, como neoclásico, quizá algo recargado para mi gusto. Sus persianas permanecen bajadas. Sigo el camino y comienza a llover de nuevo. Estoy llegando a las últimas casas de Pornichet que, sin ninguna separación, se juntan con las de La Baule. Lo mismo que ocurre entre Cambrils y Salou, otro ejemplo de pueblos que se asoman al mar. 
 
Es entonces cuando la lluvia empieza a arreciar y me tengo que cobijar en la primera casa de La Baule, que ofrece un conjunto de fachadas muy peculiar, como de velas al viento. También vemos en la foto el letrero que informa a los vehículos, de que aquí finaliza Pornichet.

Bajo la lluvia. 
Comida en Le Café des Evens.
El edificio donde me he cobijado me gusta, tiene gracia esa especie de velero bergantín, sólo lo he utilizado para protegerme de la lluvia, y se llama La Barracuda. La Baule, también tiene su nombre bretón: Escoublac. El de Pornichet no era tan diferenciado. Yo casi siempre utilizaré el nombre francés, cuando lo sé, así sabrán de qué pueblo hablo mis amigos no bretones. Deja de llover y sigo el paseo ya sin lluvia pero empieza de nuevo y se va animando, de tal forma que retorno al otro lado, donde ya he empezado a ver algún restaurante y en el primero en que veo la carta, se me antojan los raviolis y los calamares a la plancha. De postre comeré panacota, aunque es un postre que prefiero no pedir. Todo me sabe muy rico, pero me parece escasa la ración de raviolis. Yo que suspiraba por los hidratos de carbono. Se lo digo a la camarera y le hablo del viaje que estoy haciendo. Pago 16,90 € con Visa, escribo diario, orino, aunque mear no es problema porque a lo largo de todo el paseo marítimo hay, cada poco trecho, aseos gratuitos, y para las dos y diez ya estoy en marcha. (Continúo ahora escribiendo el diario en el Hotel de los Viajeros, en Guérande, tras rebajarme el precio de la habitación y la complicación con la Visa, otra forma de adelantar acontecimientos, pero ¡no me queda nada que relatar hasta que llegue allí!).

Esculturas de Javier Marín. 
Marithe en el paseo.
Salgo del Café des Evens y cruzo para continuar por el paseo marítimo. Todavía queda mucho paseo por delante y abrigo la esperanza de que, por la tarde aclare y se disipe el mal cariz que ofrece el horizonte occidental. Aquí, como en la Península Ibérica, todo lo malo viene de América. Y lo bueno, todo hay que decirlo. Por delante va una mujer. Va sola y lleva buena marcha. Se trata de Marithe (María Teresa), que me va a acompañar un largo trecho por La Baule. Hasta que llegamos a un lugar que ella se ha marcado como meta y regresa. El monotema va a ser mi viaje. Tras despedirme de Marithe, que también me desea buena continuación por las costas galas, llego a un lugar que han delimitado en el mismo paseo para la exhibición de unas esculturas. Está auspiciada por una galería de arte, que no anoto. El primer elemento escultórico que encuentro es una cabeza, con una manera peculiar de remarcar la expresividad de la mirada. Me recuerda a los antiguos bustos griegos y romanos. Me parece que el artista no lo ha conseguido, pero aplaudo la intención. Después hay otra cabeza parcial, más convencional. Ofrece cara, parte delantera de cuello y algo de sus cabellos. Me gusta la posición que ocupa en el suelo, su accesibilidad, su grandeza. La postura es algo forzada. La fotografío para constancia y recuerdo. Según me voy alejando, me agrada menos. Requiere cercanía.


Aún no sé el nombre del artista, y lo leo a continuación, donde sobre altos pedestales que me parecen metálicos, aunque no puedo asegurar, se me ofrecen dos figuras sobre equinos que, de lejos, me recuerdan a Don Quijote y a Sancho. Es, cuando llego al pie del primer trío (no eran dos sino tres las figuras), cuando leo el nombre del artista: Javier Marín. Intuyo que puede ser un artista de la península o, al menos, un hijo de emigrado. De 3 en 3 III, resina y acero. Hay tres versiones y la que menos me gusta es la de resina blanca y la que más, esta tercera que también fotografío y que ha sido la primera que he visto. Son esculturas potentes, agresivas, con guerreros en pie de guerra. Un matrimonio con dos hijas, las está viendo a la vez que yo. Llegamos a la última, que es una mujer tumbada. Está hecha en bronce y ofrece una estratégica línea horizontal con los nombres de cielo y tierra. Cuadran muy bien estas esculturas en este paseo y me recuerda a otra exposición de Botero que se hizo en San Sebastián. Debieran proliferar más estas muestras artísticas en los paisajes urbanos. Me agrada que un artista de origen español sea reconocido en tierras galas y se le de la oportunidad de exponer su obra al aire libre y, como caminante, me ha gustado este regalo que me ofrece el paseo marítimo de La Baule. 


Contrasto opinión con la familia sobre las esculturas y les hablo de mi viaje. La hija mayor se asombra con lo que les cuento y al despedirme me dice algunas palabras en castellano. Digo adiós al grupo de Jean Paul y familia y continúo por el paseo.



El puerto de La Baule.
Todavía sigo un rato por el paseo. Busco una cabina telefónica para llamar a Sara al móvil, pero no encuentro ninguna. Observo en la playa una cuadrícula entoldada, como si fuera la parte central de la plaza de La Meca, pero aquí no es una tela negra la que se ofrece, sino blanquiazul, como el atuendo del equipo de La Real Sociedad donostiarra. 

La playa es ancha y se acaba en un dique que será la bocana de salida y entrada al puerto, una entrada a puerto que comparten La Baule y Le Pouliguen. Se acaba el paseo porque llego al puerto. Un entrante de mar con barcos de gran calado me obliga a escorarme a la derecha. Un lado de la dársena es de uno y el otro del otro pueblo.
 

Al otro lado del puerto ya se ve la iglesia de Le Pouliguen, que luego visitaré, aunque sólo exteriormente. Tras sacar dos fotos de las embarcaciones del puerto deportivo, la mayoría veleros con altos mástiles, paso el puente hacia el otro lado. Al inicio, La Baule ya se despide y leo la grafía bretona de Le Pouliguen, que es Ar Poulgwenn.
 
Aunque pregunto, no consigo saber si el origen de este puerto es un estuario fluvial o, sólo un entrante de mar bien aprovechado por los dos municipios.

Le Pouliguen: 
puerto, mercado e iglesia.
Saco foto del estuario desde el puente, donde se puede observar que La Baule aprovecha más el espacio para ocuparlo con su puerto deportivo y sus pantalanes, mientras que en el muro de Le Pouliguen, los barcos amarrados son escasos y los colocan alineados.
 

Una vez en el otro lado, fotografío el puente que, por su estructura es lo que me hace pensar que sea puente sobre río, pero que tampoco en este lado lo podré confirmar. Dejando atrás el puerto, llego a un espacioso y luminoso mercado que, como es lógico, a estas horas de la tarde, ya no tiene ningún puesto abierto, ni siquiera los que dan al exterior. 

Por su estructura en madera, da la impresión de que sea un mercado muy antiguo al que, para protegerlo, le han añadido un acristalado que permite siga entrando la luz natural. Como no entro, no sabré si el efecto se ha conseguido o no. Supongo que no es de construcción reciente por otra razón: la madera de la techumbre habría sido menos tupida y, por tanto, la luminosidad mayor.
 


Cuando me acerco a la iglesia, el reloj va a dar las tres y cuarto. Saco fotografía de la fachada y de su puntiagudo clocher, que ya había visto desde el lado de La Baule. Está cerrada, así que no puedo visitarla por el interior.


 

Vuelvo al puerto y me encamino hacia la costa para buscar el chemin litoral. Es desde la desembocadura de donde saco foto hacia atrás, la costa que he abandonado, con La Baule, Pornichet y, probablemente, la Pointe de Saint Gildas en Préfailles, de la que partí ayer. Saint Nazaire, su puente y el Loira, quedan ocultos dentro del golfo que los protege.

 







 
Côte Sauvage.
Entre Le Pouliguen y Batz, la climatología me va a ofrecer de todo: lluvia ligera, luego intensa y un final despejado. A partir de Batz-sur-Mer, la tarde va a quedar soleada. La grafía bretona de Batz se complica, pues mezcla minúsculas y mayúsculas, pero podría presentarla así: boupc’H. Ya he localizado el camino litoral y el paseo se inicia con playas y rocas, en lo que denominan Costa Salvaje. Ciertamente lo es, y bastante. Sin salir aún de Le Pouliguen, aunque sin tejado de paja, fotografío una casa que me agrada y que también la considero como de estilo bretón. Su tejado es de lajas de pizarra, sus paredes en blanco y las puertas, balconada y ventanas en azul marino pero, toda su fachada, está tan cubierta con una tupida hiedra que casi la convierte en un producto vegetal.
 

A ratos voy por el sendero peatonal, que hace más recorrido y es más bonito porque me asoma al acantilado. Cuando empieza la lluvia, prefiero la pista de bicicletas y cuando arrecia me refugio bajo un árbol. El mar calmo no da la sensación de que la costa sea salvaje, pero lo que ofrece con esta característica es precisamente los entrantes y salientes que esta ofrece, con playitas estrechas.

Después de andar un buen rato, hacia las cuatro de la tarde, me encuentro con un grupo de jóvenes intrépidos que intentan emular a los saltadores de Acapulco. Aunque en la costa americana hacen el “salto del ángel” y los saltadores galos se limitan a saltar de pie. Con todo, se la juegan, pues no parece que, ni cuando llega la ola, haya suficiente profundidad. Pero la juventud no ve el peligro y salta para soltar adrenalina.
 

Acaba de saltar uno de los muchachos y ahora nada hacia la parte baja de la roca, que le permitirá subir y repetir la hazaña. Abandono al grupo de inconscientes y sigo camino. Llegando a un pueblo de tejados de pizarra muy inclinados y que se ve que está bien preparado para las épocas en que la nieve es persistente. 

Me parece un buen lugar para sacar foto que exprese mejor cómo son los caminos, pues ofrece la carretera, la pista para ciclistas y el sendero para los peatones. Llego a otra playa pequeña delimitada entre dos rocas altas. La de más al Sur me gusta por estar horadada, viéndose el mar a través de la endidura. Me está gustando esta costa.

 

Es una lástima que, por la lluvia, no pueda disfrutar más de ella y de los deseados baños en el mar que, y ya llevo muchos días, se me siguen resistiendo. Todavía sacaré un par más de fotografías de otras playas, unas de piedrecillas, "caillou", otras de piedras más gruesas, antes de llegar a Batz-sur-Mer. 

En una parte del camino, una pareja que viene por detrás, va tan empapada que, sin detenerse, me adelanta y continúa camino por el peatonal. Yo como voy por la pista, en la siguiente confluencia, con casas sorprendentes bretonas, ya les he adelantado. Estas casas de tejado de pizarra me están gustando, quizás por la novedad y su adecuación al lugar. Convierten los paisajes en algo novedoso y singular. No sé si, cuando lleve muchos días en Bretaña, acabaré harto de ellas y hasta odiándolas.
 
Lo peor de ellas, para el caminante, es que no ofrecen el resguardo necesario para protegerse los días de lluvia. Y eso es lo que más demando hoy.

Batz-sur-Mer.
Llego a una playa en la que hay alguien haciendo surf.
 
Una novia espera sentada en el pretil a que su chico salga del agua. Ya ha salido, ha dejado su tabla, y ahora espera a que vuelva de la ducha. A continuación encuentro a dos mujeres. Me confirman que ya estoy en Batz. Las nubes empiezan a desaparecer y el sol a brillar. Una casa aislada que me hace gracia, ya que la parte baja es el primer piso, al que se accede por una escalerita coqueta pero que en realidad tiene algo que, visto desde donde lo veo yo, es sótano y visto desde el otro lado, sería garaje.
 


La fotografío por esa peculiaridad. Lo mismo me pasa con el hotel Le Lichen, que también me sorprende por su equilibrio constructivo y la belleza del conjunto de sus planos rectos, curvos e inclinados. Paso después por un monumento de la guerra, de tiempos de la invasión alemana.
 

Lo llaman Blockhaus, que nosotros pronunciaríamos “blokjaus” y los franceses dicen “blokós”. En este caso, se trata de Le Grand Blockhaus. No sé si este nombre también se lo dan a los búnkeres. Ya dormí en uno la noche anterior y no tengo ningún interés en visitarlo y menos pagar por ello. Me limito a comprar diez postales que me cuestan 3 €. Odio la guerra. Ya me hartaré de estos vestigios guerreros el próximo verano en Normandía.
 



No sé si a esta construcción, que no es bretona, se le podría llamar la Gran Casamata. A lo de “Casa” no habría necesidad de añadir mucho más. En cuanto a lo de “mata”, le vendría como anillo al dedo: Una casa para matar o morir.

La iglesia de Batz-sur-Mer.









Después de dejar atrás el Gran Blockhaus, me acerco a la enorme iglesia, con todo su entorno magnífico de ruinas de otras iglesias anteriores. Me meto en la torre, a la que se puede acceder y admirar el paisaje, pero no me siento con fuerzas para subir tanta escalera.
 
Sobre todo, porque el acceso interior es estrecho, y no me atrevo a dejar abandonada abajo mi mochila a estas horas del día. Entro en la Oficina de Información. Un chico me enseña un plano que no me aporta más que el mapa que llevo y que me sirve suficientemente bien. Luego me enseña otro folleto en DINA-4 con muchas hojas y del que observo que me puede servir el plano central. Lo arranco y me lo quedo, “el resto lo puedes tirar”, le digo. En ese plano aparece todo el espacio de salinas que en mi mapa figura como un vacío en azul. Aparece Batz, que es donde estamos, la continuación, avanzando, hacia La Croisic, y ya me puedo hacer una idea de que, cuando vea ese extremo de la costa, y aunque pueda continuar y me pasen en barco, lo que quiero es retornar a Batz, y seguir por Kervalet, Trégaté, Lénifen, Saillé y llegar al Guérande, amurallado, tantas veces recomendado.
 

A más de, en el trayecto de Batz a Guérande disfrutar de la salinas del Marais Salant. Esta visita a la Oficina de Turismo ha sido más fructífera de lo que pensaba. Se me han aclarado muchas dudas para hoy y mañana. Poco a poco, las pronunciaciones de Marais Salant y Guérande, las voy perfeccionando, a medida en que voy oyendo dichos nombres repetidamente. Las lecciones matinales de Sandrine, Muriel y Karine, no han caído en saco roto. Han sido buenas maestras. El plano, además, me hace concebir una idea del tiempo que tardaré en llegar a Guérande. El chico de la oficina de turismo me señala el lugar donde estamos y me dice que no tengo más trabajo que seguir la línea roja. ¡Qué bien! Pero lo que él no sabe es que todavía quiero seguir a Le Croisic. Antes he sacado cinco fotos de la iglesia y su campanario y voy a tratar de incorporarlas en este párrafo, pues en la oficina de Turismo no he encontrado interés en echar ninguna más.

Un Molino hacia Le Croisic.
Cuando abandono Turismo, me meto entre calles para encontrar la línea roja y seguir por ella. También veo en el mapa recién adquirido de las Salinas, que hay una línea férrea, una línea negra, que parece morir en Le Croisic, pero no sé de dónde viene. Por tanto no me dan tentaciones de utilizarla. Entre calles veo una tienda en la que se ofrece calzado. La mayoría es de tipo zueco, abierto por detrás, y tienen todo el aspecto de ser de fabricación del lugar. Algunos están profusamente decorados.
 

También veo alguna sandalia, pero a mí me sobra con el calzado que llevo. Las arregladas en Parentis tienen que durar. Paso también por un molino que se me ofrece con las aspas en toda su plenitud, una tela blanca cubre bien sus cuatro flancos expuestos al viento. Saco foto y la podremos comparar con la que saque al regreso, puesto que en una hora sus alas ya estarán plegadas. 
 
Después del molino, me dirijo hacia Le Croisic. Por el camino compro fruta (1,11 €) y me voy comiendo por el camino dos nectarinas y dos bananas. También, en el mismo camino, veo de lejos la gran Residencia Valentín Plage. Es un hermoso caserón que no sé si es residencia de vacaciones o algo para la tercera edad.
 

Recordando a Thomas Mann me digo que puede ser un sanatorio antituberculoso aunque esta loma, sobra la que está construido, nada tenga que ver con una montaña mágica. ¡Cuánta imaginación le regala a uno el caminar!

La Croisic.
Así es como llego a La Croisic. Veo la torre de la iglesia de lejos y es un buen referente para dirigirme hacia allí, pero antes me encuentro con la Estación de ferrocarril que, pienso, habiendo tantas iglesias en mi deambular, una estación es un acontecimiento más raro en mi camino y no quiero dejar de constatarlo. Saco la foto correspondiente de la SNCF.
 
Hay tramos en que las vías se meten en espacio de los Marais Salants. Luego enfilo una calle donde, al fondo, ya aprecio la torre más cercana y es así que en un momento ya estoy en la plaza de la iglesia que, aunque la quiero fotografiar aislada, las dimensiones de la plaza no me permiten hacerlo como a mí me gustaría.










Paseando entre calles, que me ofrecen unos edificios muy interesantes, me voy acercando al puerto.







Es un puerto precioso y, en dos instantáneas se puede hacer uno idea de la belleza que ofrece.
 

Su posición es privilegiada. Por allí está la salida al mar del enorme espacio de salinas que es le Marais Salants. Si me pasaran en barco, como me aseguraron, en un pispas podría estar enfrente, en el Centro helio-marino de Pen-Bron pero, como he decidido ir a visitar Guérande y su ciudadela, donde esta noche tendré un episodio sorprendente en el hotel, no llegaré a la playa nudista de Pen-Bron hasta mañana por la tarde.
 

Y aún me quedarán nuevas sorpresas felices al atardecer. Ya de regreso, paso de nuevo por la estación y, a continuación encuentro una montañita entre árboles, que acaba como en una especie de Torre de Babel circular y caracolada. No subo porque ya se me está haciendo tarde si es que quiero llegar a una hora prudencial a cenar a Guérande.


Retorno a Batz-sur-Mer.
Sin llegar todavía a Batz, ya puedo apreciar una muestra de lo que va a ser una constante en el camino hacia Guérande, el tan nombrado Marais Salants. Es el vasto terreno dedicado a la obtención de su famosa sal. Saco la primera fotografía del espacio marino interior de las salinas.
 


Es así como llego de nuevo al molino, donde ya vemos la lona blanca de las aspas recogida. Hace poco más de una hora que he pasado por aquí y la lona de las aspas estaba bien extendida. Hubiera sido interesante ver cómo la recogen. Una vez que llego al cruce, ya tengo elementos para calcular lo que puedo tardar en llegar a la ciudadela.




Cruzo la carretera para sacar foto lejana de la iglesia de Batz sin la cantidad de cables que se me presentan delante. Es mi foto de despedida. La circulación es intermitente, pero hay espacios entre vehículos que me lo han permitido. He sido muy precavido. A estas horas de la tarde, muchos coches van de regreso a sus hogares. La mañana lluviosa a dado paso a una tarde nubosa pero con buena temperatura y soleada.



Este es el plano de les Marais Salant que me han dado en la oficina de Turismo.

Marais Salants.
El dibujo que me ofrece el último mapa, como un gran lago azul, no se ajusta a lo que puedo ver desde la carretera. Yo veo más verde de hierba que azul de mar.
 
Necesitaría ir a más altura para ver el agua, aunque ya sé que agua hay cantidad, en superficies delimitadas: muchas piscinas y canales. Quizás lo que más me está defraudando es no ver ninguna montañita blanca con acumulación de sal, como la que viera en Santa Pola. Batz ya ha quedado atrás, y ahora paso por Kervalet. Al pasar por la carretera, el sol está metido entre nubes y puedo fotografiar su reflejo en el Marais Salants, en un bonito contraluz.
 

Lo hago desde una de las rotondas que me coincide con sol a poniente. Ver la ciudad de Guérande en lo alto, aunque todavía lejana, da mucha confianza. La carretera continúa por medio de los depósitos salinos y con monotonía de paisaje, me voy acercando a Trégaté.
 

Esa monotonía se acrecienta camino de Lénifen y no acaba hasta después de pasado Saillé. Llegando a Saillé saco dos fotos. Una es sólo un depósito de agua que sirve para el llenado de los depósitos bajos donde se evapora el agua y se acumula la sal y en otra ya se ofrecen estos espacios más delimitados.

 


También un cartel indica que se puede visitar las salinas, se hace propaganda de la sal de Guérande y se menciona a la casa des “paludiers” que a mí, más que a salineros, me recuerda a la enfermedad del paludismo.


 
Como ya he perdido la esperanza de ver alguna montaña de sal, me conformo con la foto del cartel. Pienso que en esta carretera, al atardecer, tienen que aparecer plagas de mosquitos. Por suerte, para las ocho de la tarde ya avisto las primeras casas de Guérande. Al pasar por Saillé, todos los comercios relacionados con la sal, de degustación y compra, ya están cerrados.



Guérande (Gwenrann). Intramuros.
Saco una foto desde la carretera con un hierbal por delante. Cuando llego a un cruce, no sé si debo optar por la que me lleva a la Cité Medieval o la que me ofrece Centre Ville. Tomo esta segunda opción y llego a Guérande dos horas y cuarto después de haber salido de La Croisic. Me va a costar encontrar la entrada a la ciudad amurallada. Voy extramuros, rodeando la fortaleza, hasta que doy con la entrada. 
 
Pero, de momento, no entro. Hay grupitos de jóvenes en las inmediaciones. Veo el Hotel des Voyageurs. Me gusta el nombre. Un hotel ofrecido a los viajeros. Pero lo que me urge es encontrar un sitio para cenar. Me acerco a un restaurante italiano. Suspiro por espagueti boloñesa, pero sólo ofrecen pizza.
 

Entro en la ciudadela, en el recinto amurallado. Me acerco a un restaurante, pero está cerrado, me asomo a otro, y no me gusta, otro más me parece caro y lo que más se ofertan son creperías. Tras sacar alguna foto de la iglesia, dar un paseo por el interior de esta ciudad medieval, y comprobar que no hay lugar adecuado para dormir a la intemperie, vuelvo a salir de sus murallas, algo asfixiado.

Prefiero sentirme libre en el exterior que en las mazmorras del Medievo. Creo que me voy a inclinar por cenar en un Kebab, que he visto antes.

Guérande extramuros. 
Hotel des Voyageurs.
Finalmente, puede la llamada al caminante y viajero y me meto a cenar en el hotel. En recepción, pregunto a la que lo regenta y me hace pasar al comedor.
 

La camarera que me atiende es una rubita y va a acabar siendo mi ángel de la guarda. A mi lado, come un francés que está en Guérande por motivos laborales y se hospeda en el hotel. Este año tiene intención de ir de vacaciones por Portugal y Andalucía. Mi cena va a ser: paté de campaña con lechuga hoja de roble y tomate, una salchicha con salsa y un sorbete de fresa y queso, que me resulta algo sosito. El resto de la cena lo como muy a gusto. Pregunto a la camarera por la posibilidad de dormir en el hotel pero, al decirme que la habitación más barata ronda los 60 €, le añado que ni se moleste en consultar. Vuelve, y me pregunta cuánto estaría dispuesto a pagar. Le digo que, como máximo 40 y, al poco, después de consultar con la que dirige el hotel, vuelve para dar conformidad a mi precio. Entonces me acerco a recepción y llegamos al acuerdo del precio global, 62 € por la habitación, la cena y el desayuno, que también incluimos.

La Visa no va.
Pero la Visa no va. En La Poste de Biarritz, ya ocurrió que no iba bien y no fue. Allí no hubo más problema, pues se quedaron en la oficina los sellos y la carta telefónica, pero aquí ya he cenado y quiero dejar pagados la cama y el desayuno, antes de acostarme. La chica que se está encargando de atenderme, comprende mi zozobra, pero se muestra atenta y amable. Yo cada vez estoy más nervioso, a medida que todos los intentos que hace para que el aparato acepte la operación van resultando baldíos. Desenchufa y vuelve a enchufar el artilugio bancario, lo saca a la calle, para que capte las ondas. Nada. A veces es la conexión con Internet la que no va. Tengo dinero para pagar en efectivo, pero me voy a quedar sin moneda y me resisto a renunciar al pago con Visa, y más ahora en que me toca hacer el pago más fuerte de todos los que llevo haciendo, después del que hice en La Poste de León. Todavía haré otro mayor en el hotel de Le Pouldu, entrando en Finisterre y el último en SNCF de Saint Brieuc al finalizar mi viaje. Todos los pagos en restaurantes me han ido funcionando bien. ¿Por qué ahora no? La tensión va en aumento. Un cliente, amigo de la gerente del hotel, que está algo o muy iluminado por la bebida, está empeñado en acompañarme a un cajero automático próximo. Le va saliendo la vena chovinista del francés que no quiere que venga el españolito sin dinero y pretenda pasar una noche gratis a costa de los franceses. Además le acompaña la vena machista y protectora de su amiga a la que trata de defender. Ella no quiere perder al amigo, y tampoco desairar al cliente, y trata de nadar, con elegancia, a dos aguas. Capea como puede el temporal. Finalmente, como la tarjeta sigue sin marchar, el francés trata de sacarme de mala manera y echarme del local. La dueña consigue llevárselo de allí. Mañana me enteraré, me lo dirá su hermano, que la mujer que regenta el hotel, no me atrevo a decir que es la dueña, es marroquí. Mientras todo esto está ocurriendo, yo hablo con una mujer que se muestra muy interesada en cómo está siendo mi viaje y en resolverme el problema. Le digo que tengo dinero en efectivo suficiente, pero que lo utilizo para hacer pagos pequeños. En caso de que Visa no vaya, podré pagar en metálico. Cuando la dueña (voy a llamarla así para abreviar) ha conseguido llevarse de allí al “mamón” francés, la amiga ha detectado una desconexión en los cables y volvemos a salir al exterior con el aparato, para ver si el problema es de cobertura. ¡En vano! Es entonces cuando aparece un marroquí, que será mi segundo ángel de la guarda de la noche.

Abdessadek.
Este marroquí, nacionalizado español, es hermano de la dueña del hotel. Está en época de no tener trabajo en España y aquí es útil a su hermana realizando chapucillas de poca monta en su hotel. Arreglos de electricidad, albañilería y, como ahora, resolviendo el percance que está afectando a este cliente. Me dice su nombre y yo lo anoto como él me dice, pero yo lo pondría con una variación en su grafía, Abdehsadeq, como escribo los de Abdehraman y Abdehrafiq. Abde o Abdu, como le llamo cariñosamente, es el nombre del joven de Tánger que me asignó Diputación Provincial de Gipuzkoa en su atención a menores desprotegidos, mediante el Programa Izeba. No soy su acogedor, pero si un referente en Gipuzkoa para cuando quiere comentar algo conmigo. Hoy en día ya es mayor de edad y encontró trabajo en Gureak, donde yo me jubilé. Pero volvamos a Abdessadek y su magnífica intervención. Al principio no sé qué papel juega en esta fiesta. En el momento en que llega, su hermana, que ya está algo prevenida de que pueda ser yo un estafador, me ha dicho que no puedo hacer uso de la habitación si previamente no he liquidado su coste. Esta postura, ya firme, me resta posibilidad de maniobra. Pero Abdessadek tiene otra visión cuando se entera de que yo ya he cenado y estoy inscrito en el registro de clientes del hotel. “En la habitación 2”, le digo. Y él se muestra eficaz y resolutivo al decir: “Ahora subes a la habitación, te duchas, y descansas tranquilo, que mañana ya pediremos explicaciones al banco.” Y es así como el problema queda momentáneamente resuelto. Visitan su ordenador y me dan la llave. Abde es marroquí, del centro de Marruecos, ha trabajado muchos años en Elche como transportista. Ahora, con la crisis, está sin trabajo y ha venido a Francia para ayudar a su hermana, como ya he dicho antes. Pequeñas reparaciones en el hotel y mantenimiento general. De Elche, hablamos de la Dama y el Palmeral, el Huerto del Cura. Tras tantos años de trabajo, consiguió la nacionalización española. Mañana seguiremos hablando. ¡Hasta mañana! Y no le digo “Alá Malí Kun” porque no sé cómo se escribe y, además, soy ateo.

Noche placentera en el Hotel de los Viajeros.
Gracias a Abde se ha resuelto el problema. Cuando subo a la habitación ya son más de las diez y media. Llego sin ganas de ponerme a lavar la ropa. Hoy ha sido un día de largo recorrido, no tanto por la distancia que ofrece la pista cyclable entre Saint Marc y Guérande, que no supondría gran avance, sino por toda la vuelta que he dado llegando hasta Le Croisic. Me limpio los pies lo mejor que puedo. Los llevo sucios, pues no he pisado para nada el agua de la orilla del mar. Luego me ducho y me quedo relajado. He olvidado llamar a Sara en Batz y Le Croisic y ahora, con tanto lío, ya se me ha hecho tarde para hacerlo. Una vez duchado, cierro la ventana, quito la colcha, dejo la manta puesta y ¡a dormir!

Balance de la jornada en día de Salinas.
Aunque sin tocar el agua del mar, el día va a ser muy salino. No sé si será bueno para mi hipertensión. El recorrido ha sido uno de los más variados y bonitos, por la costa de Jade, y la costa salvaje, también en cuanto a los fenómenos atmosféricos: nubes, llovizna, lluvia persistente y, acabando en claros y nubes. Las comidas han sido aceptables, aunque algo escasas. Los encuentros han sido muy enriquecedores: La iglesia y el desayuno en San Sebastián, los constructores de kayak, con las maestras en Pornichet, con Marithe en La Baule y las esculturas del artista español o, al menos, de origen hispano. Muy útil el paso por la Oficina de Turismo de Batz, donde he obtenido el nuevo mapa de las Salinas. Lo mejor y más interesante, por la diversidad en los comportamientos humanos que ha suscitado, ha sido el affaire Visa en el Hotel de los Viajeros, que no voy a repetir. Gracias Abde.

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