miércoles, 13 de mayo de 2015

Etapa 29 (320) Mesquer-Camoël


Etapa 29 (320). 06 de julio de 2012, viernes.
(Mesquer, en coche)-Quimiac-Kercabellec-Mesquer-Saint Molf-Assérac-MORBIHAN-Kamoel.
Amanecer en cama en el Camping de Mesker.
“Mila ezker”, mil gracias, tengo que dar al matrimonio acogedor. Me levanto a orinar a las 6:45 horas. Me vuelvo a acostar. Me duele el cuerpo como si tuviera reuma, como si lo tuviera húmedo, pero no es el mismo dolor de los días anteriores. Cuando salgo de la habitación de los huéspedes, ya está en la sala Alain degustando su café y sus tostadas. Ellos también deben levantarse temprano, pues tienen tarea si quieren dejar todo limpio y preparado para recibir a su hija y su familia. Le saludo y voy a afeitarme. Para poder hacerlo, desenchufo su cepillo de dientes eléctrico y enchufo mi máquina de afeitar. Ayer me preguntó y yo le dije que tomaría café, como él, pero pensé que iría acompañado de leche, y no es el caso. Me pone café solo. Las tostadas, con mantequilla y mermelada, se lo van bebiendo. Me han sacado una mermelada de calabacín, que hacen ellos y que está muy rica. Virginia se levanta algo más tarde y se incorpora al desayuno lentamente.
 

La televisión está en marcha y vemos Metheo. Comprobamos que el tiempo va a mejorar un poco y la quitamos. Ella está en pijama, y hace una foto de los dos hombres de la casa y no quiere salir. Yo quiero una foto para el reportaje y el recuerdo, y consigo que se siente en la mesa. La saco en la sala con su marido en pie. Así es como va a quedar plasmado mi recuerdo físico de ellos hasta que nos veamos al año siguiente, en 2013, aprovechando su venida a Cambo-les Bains. El recuerdo espiritual, el de su actitud y buen comportamiento hacia mí, es de los que perdura, de los que son imposibles de olvidar. Miramos en Internet Córcega y me dan ideas para cómo recorrer la isla, el año que vaya a ella. Estamos pensando en el próximo, pero es que todavía no me he convencido de que no pueda llegar a Bélgica. Nada más llegar a Morbihan, me daré por convencido de que mi previsión era altamente incorrecta. Me convencen para hacer la ida en avión y la vuelta en barco. Después de lo que ocurriría en 2014, con la huelga del ferrocarril, habría sido la mejor solución, pero no somos adivinos. Hay dos puntos en el Norte, donde atracan barcos en la isla para volver al continente. Niza, por ejemplo. Luego ir a la frontera italiana y hacer el recorrido a pie hasta Cataluña. Pero no sé cómo pensamos en mañana, cuando todavía no tengo claro lo que voy a hacer hoy. Les enseño mi blog y nos centramos en la etapa Puerto Real-Sancti Petri, de 2008.

Monto la mochila y la cargo a mis espaldas. Virginia se queda ultimando los preparativos de su marcha y de la llegada de su hija, yerno y nietos, y Alain me lleva en su coche al punto de partida de ayer, L’Amphora de Quimiac. Al llegar allí, me despido de Alain y entro en L’Amphora. Saco foto de la “creperie” donde cené ayer.

Saliendo del ánfora hacia las salinas del Norte de Loire Atlantique.
Quiero agradecerle a la camarera por su interés mostrado ayer por el caminante, su enlace con Alain y Virginia, y por su mapa, pero sólo está el cocinero. Le digo que le dé las gracias y que le diga que acabé durmiendo en su mobilhome. Se lo dirá.
 

Salgo y veo el mercadillo, que es muy parecido a los vistos hasta ahora y entro en la Oficina de Turismo. Antes de entrar, saco foto de oficina y mercadillo. En Turismo me atiende muy bien Marina. Me da otro mapa que va a ser complementario del que ayer me dio la camarera y que me va a servir para después que salga del ámbito del Marais Salants-2. Iré siguiendo el camino peatonal después de salir de la playa. De momento voy a manejarme con el otro, que me va a servir para moverme entre Quimiac, Kercabellec y Mesquer y que me va a enfilar hacia la carretera que me llevará a Saint Molf. 
 
Este mapa me va a proporcionar un rato de seguridad, pues está muy bien diseñado y enmarca los tres núcleos poblacionales señalados, amplía los dos más importantes, pero se olvida del de Kercabellec. Aquí Mesquer figura como Bourg de Mesquer.




Vuelvo a la costa de Quimiac.
Ayer la abandoné buscando lugar para cenar, que también me propició cama y amistad, y ahora retorno a la costa, aunque salgo un poco más al Norte. El mar procura abrigo a los barcos y, junto a una ducha y un lugar donde protegen la duna consolidada con gran cantidad de vegetación, saco foto hacia la zona que abandoné ayer. 

Van a dar las once y durante un cuarto de hora patearé la playa. Son varias playas y no demasiado cómodas para caminar, así que debo andar con mucho tiento para no tropezar o resbalar. La siguiente playa me ofrece mejor arena para caminar, pero hacia el mar se presentan rocas que hacen incómodo el baño.
 

Lo más interesante es que ya veo al fondo, bastante nítida la costa de Morbihan aunque, la parte más al Este, todavía corresponde a Loire Atlantique. Combino playa con camino. Otra gente también hace lo mismo y unos que alucinan con mi viaje me dicen cómo llegar al faro. 

No va a ser nada fácil. Saco una foto de quillas de barcos puestos en vertical, como si estuvieran expuestos al sol para que se secaran. Lo hago por tener una foto más colorista. Es así como llego a otro lugar en que, por la marea descendiente, algunos barcos ya descansan su panza sobre la arena y otros todavía flotan en el agua. A los primeros no les va a quedar otro remedio que echar la siesta hasta que la marea vuelva a subir.


Pointe de Merquel.
Es así como llego a la Punta o Cabo de Merquel, saliendo del puerto por el camino y el pequeño indicador, que no llega a ser faro, y que fotografío. He dicho punta, no tengo ninguna intención de insultar a la señora Merquel, reina de Europa. Llego a una mesa casquete semicircular, donde se explica lo que veo a lo lejos.
 
Va a ser una zona de la costa que no voy a visitar y que pertenece a la commune d‘Assérac. No la veré porque me escoraré hacia el Este por Saint Molf y, aunque pasaré por Assérac, luego tiraré hacia el Norte. Caminando entre salinas, voy llegando a un entrante de mar, una especie de río que también hace de puerto, que me va introduciendo en el recinto urbano de Kercabellec. Aquí, los pocos barcos que hay están entre flotantes y rozando en el fondo del lecho de agua salada.


Kercabellec. Cabane a Huîtres.
Lo primero que hago al llegar es visitar la Cabaña de Ostras que se ofrece más que como lugar de degustación, como restaurante. Faltan cinco minutos para las doce y aún no está abierta al público. Pregunto si me permiten pasar y esperar a que dé la hora de apertura del comedor escribiendo mi diario. Ninguna pega. Escribo. Pido media docena de ostras que van a ser las mejores que he comido y que comeré en todo el viaje. Me las presentan sobre cama de hielos troceado, con limón y me las como con tenedor. Son tan buenas que las que comí en Oléron, pero mejoradas al venir tan fresquitas. La que me atiende me dice que allí, en Oléron, emplean los mismos sistemas de depurado y puesta a punto que ellos. Después de las ostras tan exquisitas, las cuatro sardinas que he pedido desmerecen. Están demasiado pasadas de plancha y, por tanto, algo secas pero, gracias a la ensalada y el pan con mantequilla se dejan comer y me quedo satisfecho. Un postre de chocolate con natillas hecho en casa se completa con una copa de vino blanco. Va a ser mi comida más cara de lo que llevo de viaje, pero no me arrepiento gracias a las otras deliciosas. Pido una infusión muy rica que me va a dar para dos tazas. Pago 26 €. No me importa, porque la va a pagar Visa. 
 
Continúo un rato escribiendo y, aunque no consigo ponerme al día, ¡es tanto lo que tengo para contar de la tarde-noche de ayer!, al menos, consigo avanzar bastante. Escribiendo y bebiendo la infusión, llega la hora de cierre del establecimiento y abandono la Cabaña de las Ostras. Son las dos y media. Sin abandonar Kercabellec, veo cómo están construyendo una nueva casa, aledaña a otra ya existente. Todo el sistema se basa en una potente estructura de madera, como veis en la foto que os ofrezco. Luego habrá que protegerla con un buen cierre de obra y un buen techado de lajas de pizarra, de lo que son grandes expertos estos bretones que se defienden de las ventiscas marinas y de la nieve del invierno.

Marais Salants-2.
Lo llamo así para distinguir estas salinas de las que vi justamente al sur de donde estoy, al sur de Guérande. A pesar de llevar un buen plano de la zona, va a ser algo o bastante complicado salir de este atolladero. Mientras estoy en zona urbana, no hay problema, pues voy siguiendo bien por el nombre de las calles. Soslayo Mesquer.
 

Por la calle Bretagne voy a acercarme a Saint Molf que, en bretón va a ser Sant Molv, aunque prácticamente suene igual. Pero antes de meterme en carretera, quiero adentrarme por estas salinas que ofrecen caminos muy variados. Unos con bastante estabilidad, pero otros son tan vulnerables como yo lo estoy a veces en mi camino. Lo podéis comprobar por las fotos que os ofrezco camino de Île de Rostu.

Île de Rostu. Montaña de sal protegida.
A veces el camino es difícil de saber por dónde continúa. Todo el rato me muevo por terrenos de Mesquer. Llego a un lugar en que han aparcado un coche. Es probable que los ocupantes del vehículo estén dando un paseo similar al mío. El espejo convexo, con el reflejo de una casa, indica que todavía estoy cerca del núcleo urbano. 
 
Después encuentro otro camino que podría encontrarme en cualquier otro terreno menos acuoso. Está flanqueado por setos y es probable que oculte terrenos amplios de alguna propiedad que esté edificada en su interior. Entre la foto en que estaba aparcado el coche y la quinta siguiente, no ha pasado ni un cuarto de hora, pero es suficiente para darme cuenta del berenjenal por el que me estoy metiendo.


Cuando saco la tercera foto, ya se empiezan a ver en estas piscinas o lagos, cierta estructura propia de las salinas. Son piscinas comunicadas, como si fueran serpentines de tierra herbácea. Ésta va a ser una de las constantes de este Marais Salants. En la cuarta foto ya se aprecia, al fondo, una pequeña acumulación de sal, pero me temo que va a ser toda la sal que voy a ver hoy.
 
Justo encima de este montoncito de sal hay un edificio, que va a ser hacia el que voy. En él encontraré la gran montaña de sal a cubierto. Un tejado, que parece está recientemente retejado, está en lo que llaman Isla de Rostu. Hacia allí me quiero dirigir pero, como vemos en la siguiente foto, tengo muchas dudas de por dónde ir sin morir ahogado en el empeño.
 

En esa foto se ven más casas de Mesquer, así que seguro habrá caminos que me conduzcan a algún destino. Después paso por una hermosa mansión, con tejado de pizarra y las curvas en él propias de los edificios de paja. La casa es preciosa y además está enmarcada en un bello paisaje, con un prado de hierba bien recortada y frondoso arbolado.
 
Es así como ya me sitúo frontal al almacén de sal, que me ofrece uno de sus flancos. El cuadriculado de las bajas piscinas de agua marina que, preparadas para su evaporación, ofrece aquí la salina, ya muestra el buen trabajo de los paludiers. Un coche y una furgoneta aparcan junto al muro del gran almacén. Hay una puerta abierta, pero el gran portón, permanece cerrado.
 

Cuando llego, puedo apreciar dentro la montaña de la sal como para ser recompensado mi esfuerzo y mi interés por verlo. Hubiera sido triste que, después de tres jornadas en torno a Les Marais Salants, me hubiese marchado sin catarla la sal visualmente.
 
En cuanto a probarla, es mejor que no lo haga, para que no acreciente mi hipertensión. Después saco foto de la fachada principal del almacén de sal, donde leo: Salorge de Rostu y en el interior: “accueil” (recepción), pero no sé si se refiere a que sea el lugar donde se recibe a las visitas guiadas o a los grupos, o es el lugar de recepción de la sal para los que la traen. Aunque dentro hay un hombre al que pudiera haber preguntado, no lo he hecho porque estaba atendiendo una llamada en su “portable” (móvil).
 

Donde la sal aparece el nombre de M.S. de Mes y leo un cartel en que pone algo así como “dejar trabajar a los Paloudiers (a los que palean la sal). Nunca entenderé por qué aquí ponen “paloudiers” y en Sallé ponía “paludiers”. No puedo aclarar cuál es la forma correcta, puesto que en mi Larousse compact, no aparecen ninguno de los dos términos. ¿Se trata de palabras de uso zonal? Dudo si continuar hacia el puerto de Rostu, pero decido no hacerlo porque hasta aquí he llegado por caminos más o menos marcados con punteado rojo en el mapa de la zona, pero ese punteado ya no aparece en la continuación y no tengo otro por la zona de Assérac con la misma rutina de marcaje.
 
No me voy a arriesgar y, sin entrar en el burgo de Mesquer, cojo la desviación que me lleva a la carretera del Jardín del Conde. Cuando inicio el regreso del almacén de la sal, compruebo que he pasado media hora en la salina y, tal como lo cuento, parece que ha durado una eternidad. ¡Qué distinta dimensión tiene el tiempo contado en relación con el vivido!


Por carretera hacia Saint Molf 
(Sant Molv).
El recorrido por carretera no es nada atractivo y no hay nada que reseñar, nada que me haya llamado la atención o que recuerde. Llegando a Saint Molf, antes de entrar al pueblo lo único que he encontrado curioso ha sido la demarcación de dos terrenos colindantes con unos árboles de la familia de los cipreses. Por un lado muestra todo su esqueleto de troncos y ramas y, por el otro, toda su frondosidad y verdura. Un lado es tan árido y hace del conjunto algo decrépito y por el otro tiene muretes graciosos y espacios ajardinados y de hierba recortada, que en contraste, resulta enormemente bello. 
 
En unos minutos ya estoy entrando a Saint Molf y sacando foto de la iglesia. No puedo entrar a verla porque su puerta está cerrada. Pero luego veo que tiene una puerta lateral. Entro, la veo y no me merece ningún interés. Paso por La Poste y cuando voy a ir a un bar, veo que abren Au Grain de Sel, y me parece más apropiado entrar ahí después de haber visto tantos granos de sal en la Salina. Allí bebo una pression fresquita y que me cobran 2,30 €. Escribo postal a mi prima Isabelita, que mañana, día de San Fermín cumplirá los años. Ya sé que no le va a llegar a tiempo, pero lo hago antes de su fecha onomástica. Escribo también a Jokin Elkoroberecibar, mi precedente en estas lides, y pongo señas a las demás postales que compré en Batz-sur-Mer. Escribo el diario y para las seis ya estoy de nuevo en marcha. La señora que ha abierto el bar, ha sido sustituida por un joven muy sonriente y que cuenta a los otros clientes que van apareciendo que vengo caminando desde el País Vasco. He hecho uso del servicio para orinar, y ahora, para mear la cerveza. Voy a salir con intención de retroceder hacia el cruce que he visto antes de llegar que indicaba dirección Assérac, pero el chico de la barra me dice que no necesito retroceder pues, siguiendo adelante, me encontraré con la misma carretera. Agradezco la información y me voy. Al salir echo las dos postales, que acabo de escribir, en el buzón de La Poste. Poco más adelante constato que las dos carreteras confluyen.

Hacia Assérac. Un molino.
Al principio la carretera ofrece acera, pero pronto la pierde y, además de perderla, ni tan siquiera tiene arcén. Menos mal que no soporta mucha circulación. Tampoco los tenía, ni arcén, ni exceso de coches, la anterior, la del Jardín del Conde que me ha traído a Saint Molf. Pero pronto, la cosa cambia. Circulan demasiados coches, quizá sea ya la hora de salida del trabajo, y el inicio del éxodo de fin de semana. Además van con prisa, para lograr el máximo rendimiento al tiempo festivo. Después de media hora, se me ofrece una distracción, además de jugar con las matrículas de los coches en la construcción de palabras, sin éxito, paso cerca de un molino al que sólo quedan dos aspas pero su tejado está en perfectas condiciones. El matorral no me permite ver su basamento. Lo fotografío y continúo la marcha.

No veo nada más que destacar y, tras otra media hora, llego a Assérac, donde lo que más destaca es una potente iglesia. Han pasado de las siete de la tarde y la puerta está cerrada, así que no la puedo visitar por su interior. Voy más atento a encontrar señales que me ofrezcan la dirección que deseo, que a disfrutar de la visión del pueblo. Las que busco son: Camöél, Férel, Arzal y, ya más lejos pero más importante, Muzillac. Estos pueblos avanzan hacia el Norte y debo dejar de lado Pénestin, que me llevaría hacia poniente, a una costa que ahora no me interesa, o a Oriente, a La Roche-Bernard, que tampoco. Finalmente encuentro la dirección hacia Camöél y por allí enfilo. La primera desviación que se me ofrece es hacia Férel, pero no me interesa porque se escora hacia la derecha y, siguiendo adelante, llego a otro cruce con una carretera menor que no indica nada y que intuyo es la que me va a sacar a Camöél. Me arriesgo a cogerla, y me cabreo con el que sea responsable de la señalización de las pequeñas carreteras comarcales. La circulación por esta carretera se ha reducido considerablemente y por la que me meto ahora a ciegas, casi inexistente. Tengo la fortuna de que al inicio viene del Norte una furgoneta que para en el stop y pregunto al conductor. Me dice que lleva a Kamoel. Le digo: “No lo pone” y él asiente, afirmando con un gesto de la cabeza, y continúa adelante. A juzgar por lo que he tardado de Saint Molf a Assérac, a ojímetro, calculo que tendré otra hora para llegar a Camöél, pero se va a alargar un poco más. Quizás sea debido a esta ligera inseguridad inicial, aunque tras la afirmación del conductor ya voy más seguro, o quizás por estar acercándose el final de la jornada, que hoy no ha sido muy intensa, vamos, que no he avanzado muchos kilómetros, o quizás influido también porque me manejo mal con los cambios de mapa, cuando tengo que cambiar de provincia y las escalas de uno a otro varían. Siguiendo la carretera estrecha, encuentro tramos preciosos donde el arbolado de un lado se une al del otro, creando verdaderos túneles de verdor. Estos túneles y la falta de circulación rodada, hacen de este paseo por carretera un remanso de paz. Algo que casi nunca ocurre. Van a dar las 19:45 horas cuando ya estoy abandonando las tierras de Loire Atlantique y entrando en las de

M O R B I H A N

La carretera continúa con las mismas características y muy pronto empiezo a ver a lo lejos casas que me indican que ya no estoy lejos de Camöél. Además de viviendas ya voy viendo alguna fábrica al pasar y empiezo a localizar espacios posibles para poder dormir esta noche. Ciertamente, los que se me ofrecen antes de llegar al burgo, no me prometen mucho confort. Tendré que seguir buscando allí o más adelante.

Camoël o Kamoel.
De estas dos formas lo veo escrito, pero no sé cual es la bretona. Para acordarme del nombre de Camoël, recurro al del autor de Os Lusiadas, Camoens, que no sé si lleva también alguna tilde o diéresis. Nada más llegar, saco foto de la iglesia, la cual no puedo visitar por estar ya cerrada. Un chaval acaba de aparcar su moto junto a un seto y el bordillo de un murete, y me dice que allí no encontraré otro restaurante que el del hotel. Compruebo que el entorno del ayuntamiento y de la biblioteca no dispone de voladizo protector de lluvia.

Hotel Rive Gauche.
Me acerco al hotel y el menú de la cena me parece caro, 18 € que, con la pequeña garrafa de vino se me coloca en 21, pero no hay otra alternativa. Pido paté de canard con ensalada y me traen una ración generosa. La carne está exquisita y como todas las patatas fritas que se mantienen calientes hasta el final. De postre, un pastel de manzana. Pregunto a la camarera por dónde debo ir para seguir mañana hacia Arzal y pasar puente y esclusa. Me dice que debo seguir la carretera que pasa por delante del hotel. Después de hacerle yo la pregunta, ella me hace la suya: “¿Dónde vas a dormir?” No le digo que estoy buscando un lugar adecuado para dormir en la calle. Es algo que se puede decir a cualquiera pero no en un hotel que sobrevive de la necesidad de cobijo de la gente, y la camarera se va a preguntar precio de la habitación más barata. Me viene con la buena noticia de dos opciones: Sin ducha ni inodoro, 28 y con ducha y sin inodoro, 30 €. En cualquier caso, el inodoro está fuera de la habitación y como será casi seguro que una o dos veces voy a tener que salir a orinar por la noche, decido coger la más barata. Finalmente, llegamos al acuerdo de 54,50 € por cena (21), habitación (28) y desayuno (5,50), que pago con Visa. En el comedor han cenado conmigo, un señor, que parece habitual de la casa y tres jóvenes ingleses, aunque ella es de raza de tez oscura. El cliente traduce a la camarera, que es de las de risa fácil y grata, además de eficaz en su trabajo. Se ve que tiene confianza con el cliente, que se conocen bien y sacan partido de las situaciones que se producen en el entorno y que les sirven para hacer unas risas. ¡Reír es muy sano! Hago mi reflexión de que habrá que frenar los gastos por dormir y sólo pagar por ello cuando sea imprescindible. Hoy me ha parecido que lo es al estar en un pueblo de interior sin alternativas playeras. Salgo al bar y, el que parece dueño, llama a una mujer, que me acompaña subiendo escaleras a una habitación del primer piso, es la número 6 (estamos a 6 de julio). Me enseña dónde está el retrete y la ducha, que está en una gran bañera, en el mismo cuarto con lavadoras y secadoras. Hoy me limito a lavarme los pies y mañana me ducharé. La temperatura se regula muy bien. Ya en el dormitorio, quito la colcha de la cama, quito la almohada tipo rollo, que me resulta muy alta y la sustituyo por un cojín, más bajito. Dejo la manta puesta.


Me asomo a la ventana y fotografío lo que desde ella veo del pueblo. Pongo a cargar la batería de la cámara. Sudo en el primer tramo de la noche. Cuando me levanto de madrugada a orinar por primera vez, me doy cuenta de que son dos las mantas sobre la sábana, así que quito una y con la que queda duermo mejor, con menos calor. Dejo la manta sobrante en un rincón bajo la ventana y me vuelvo a acostar. Creo que la sudoración nocturna no me vendrá mal para paliar el ligero dolor de riñones o el reuma, que todavía perdura. Parece que, con el sudor, se evapora el dolor.

Balance de la última jornada en Loire Atlantique.
Tras la bonita despedida de mis anfitriones, Virginia y Alain, y comenzar con ellos la jornada y las exquisitas ostras de Kercabellec, el paisaje incierto de las salinas y la visión, finalmente de una montaña de sal, la jornada no me ha deparado demasiadas sorpresas. Me he enfadado con la carretera sin indicadores. Ya he llegado a Morbihan y, cuando finalice esta provincia bretona, ya estaré en el Finisterre francés. Menos “finis” que el nuestro gallego. Creo que ha sido un acierto terminar la jornada en Camoël, con buenas cena y cama.

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