viernes, 22 de mayo de 2015

Etapa 34 (325) Le Palais-Saint Pierre Quiberon


Etapa 34 (325). 11 de julio de 2012, miércoles.
Le Palais-Plage de Bordardoué-Le Palais-(barco)-Quiberon-Saint Pierre Quiberon.


Amanecer en el albergue juvenil de 
Belle-Île-en-Mer.
He dormido en la isla, en Le Palais, y me despierto a las 7:20 horas. Después de orinar, dudo si meterme o no de nuevo en la cama. Doblo la almohada y me quedo pensativo durante cinco minutos. Pero me levanto, afeito, tomo la pastilla, recojo todo y quito las sábanas. También lavo la camiseta y el calzoncillo, escurro todo lo mejor que puedo y lo coloco en la rejilla del equipaje. Con la mochila y las sábanas que he retirado, voy a recepción. Echo las sábanas y el cubre almohadas en el cestón azul de la ropa sucia. Como la puerta del lugar de desayuno está cerrada, entro en el comedor de los clientes que llevan su propia comida y me pongo a escribir el diario. Dejo de escribir a las 8:10 hora en que voy a desayunar. Previamente voy al ordenador y pongo un correo a la familia de Donostia, Altsasu y Londres. Sara es la primera y la que figura como destinataria. Recuerdo con pena el mensaje que ayer se me rechazó de los amigos de Le Tour du Parc: Pierre y Huguette. Al regreso lo trataré de resolver.



Desayuno en Auberge de Jeneusse.
En recepción, devuelvo la llave y recupero el carnet de alberguista Hostelling. En el comedor hay una señora que controla, a la que hay que decir el nombre. Con eso ya vale. La señora me pregunta qué quiero para beber y, para variar, acepto el chocolate que me ofrece. En realidad es ligero como un cola-cao. Con la leche que tengo, dará como para dos boles. Con el pan, hago cuatro rebanadas de mantequilla con mermelada. Dos porciones de mantequilla serán suficientes pero una de mermelada resulta escasa. Primero, he bebido un zumo de pajita y comido una terrina de compota de manzana. Ayer faltaron dos personas que tenían encargada la cena. ¿Serán las dos chicas que hoy están desayunando? Hablo con ellas.
 

Cuando estoy recogiendo, baja el compañero de ayer. Con él estamos todos los de anoche. A la adolescente inapetente de la cena, cuya caballa comí, le he dicho que hay “poisson” (pescado) para desayunar, y se lo repito cuando baja el padre. Como ya somos todos conocidos, me permito estas licencias. Regreso a recepción y la chica me dice que la mochila que he dejado junto al extintor de incendios, la lleve al cuarto de equipajes. Una clienta me dice donde está. Ya tengo un pequeño plan de visita corta a la isla.
Excursión a playa de Bordardoué.
En principio salgo con la idea de llegar a la Plage des Grandes Sables, que es la que está más al Nordeste de la isla, pero no podré llegar tan lejos y mi recorrido finalizará en la de Bordardoué, que está a medio camino. He metido en la mochilita todo lo necesario para un día de playa.

El día no vaticina nada bueno. Voy bajando del albergue hacia el puerto, del que saco dos fotos, una de la parte más bonita, con su entorno de casas de factura diferente pero que componen un conjunto armonioso. También otra de, para mí, lo más feo, con ese muro de la fortaleza que tanto apasiona a los amantes de lo militar. En la primera, el puerto no es deportivo, como esos que necesitan varias filas de pantalanes y, los pocos barcos que hay, amarran sus cordajes a los lados más próximos al muelle. En la segunda, ya hay pantalán y más barcos amarrados. Una vez estoy en la parte baja, saco foto a una de las iglesias y entro para verla. 
 
Desde el exterior no tiene mucha gracia, destacando su rosetón pero, lo que pudiera ser el ábside no responde a ninguno de los estilos conocidos por mí. En su interior se asemeja más al gótico y aquí destaca mejor su rosetón y sus vidrieras. Como en casi todos los lugares que emplean este tipo iluminación, la iglesia resulta oscura, propicia para recogimiento, levitar y rezar. No me dedico a buscar santos, ni normales ni de nombre raro.
 

En el mercado me acerco a una pescadería y veo escrito la palabra “Maquereau” que confirma al pez que nosotros llamamos caballa o verdel. Intentando salir del puerto, llego a la zona donde esperan los veleros y saco una foto con la bocana.
 

El transbordador Vindilis está amarrado dispuesto para salir de la isla al continente. Es el mismo barco que me trajo ayer tarde. Hoy no tengo ni idea de a qué hora tiene su salida. El mío, el de las 14:15 horas y va a ser el Bangor. Entro en Oficina de Turismo, me echan el sello en el diario y me dan un plano algo más detallado de la península de Quiberon. 

Es el que os ofrecí en la etapa de ayer con Quiberon y la isla Bella en posición sesgada. Vamos, que en la realidad está al Sur de la “presqu’île” y la colocan a Poniente. La chica que me atiende me dice que suba unas escaleras y me toparé con la pista peatonal.
 

Es lo que hago y, enseguida me voy a topar con un grupo local que hace senderismo. El que hace de guía del grupo lleva un plano muy detallado del recorrido que pretenden hacer hoy. Vamos a ir un rato juntos, sin alejarnos mucho de la costa pero, cuando ya tomen rumbo a Bangor, les abandonaré. El recorrido de hoy es de unos 25 kilómetros. Caminaré con ellos durante menos de una hora. En la primera foto que saco al grupo, el guía es el que va el último.
 

El muro, junto al que va la senda, y por donde circula ahora el grupo en fila india pero con distancias muy irregulares, creo que también forma parte de la estrategia Vauban. Seguro que conectará con el laberinto de pasadizos, puertas, corredores e intersecciones de caminos.
 
El guía me va indicando el recorrido en su mapa con plastificado Quechua que lleva colgado al cuello. La última, que va de amarillo, no se le ve ir nada cómoda conmigo detrás. Se ve que le gusta ir a su bola y que el grupo la espere. Cuando me doy cuenta, la dejo atrás. Voy alternando, indistintamente con unos y con otros y, ponerlo en masculino no significa que hable menos con las mujeres, sino todo lo contrario.
 

Al final, parece que todos se han enterado de que vengo andando desde el País Vasco, de l‘otre côté. En el recorrido que hago con ellos, vamos pasando por caminos entre matorral que no deja ver nada del paisaje. En ocasiones nos vamos acercando a la costa y el camino permite ver los preciosos acantilados. También nos acercamos a algunas playas. A alguna de ellas, incluso bajamos y caminamos por el sendero que va por detrás del murete de contención. Esa primera playa hacia la que descendemos me gusta, tiene buen aspecto para baño pero es demasiado visible desde el camino como para atreverme a hacer ahí nudismo. Creo que es una de las playas apartadas que seleccioné ayer desde el barco.


Más tarde veo otra que me parece más adecuada y la ficho. Cuando llegamos a una encrucijada y todo el grupo enfila ya por interior hacia Bangor, que es el punto de referencia para el grupo, el lugar donde termina el recorrido de 25 Km., yo me voy a despedir de ellos, pero continúo un poco más hasta terminar la última historia que les estaba contando. Se la contaba a una mujer, la que me ha parecido más receptiva e interesada en mi camino. Me lo ha parecido, por el contenido de alguna de sus preguntas. Ella me cuenta también que, una vez, fue en barco de Saint Nazaire a Gijón. Dos puntos de referencia en mi camino a pie. De los dos lugares podría contar algo de interés. Todo el grupo se ha ido quitando ropa por el camino. Parece que va mejorando el día. Ahora me hacen un saludo y siguen adelante. Tras la despedida definitiva, regreso hacia la playa a la que le había echado el ojo. He ido sacando cinco fotos del grupo que me sirve para ilustrar lo que voy contando. Para ello, he dejado que todos fueran delante, menos la de amarillo, claro está. No he hecho bueno el dicho castizo: “a la de amarillo, que la pillo”. Ni, “a la de rojo, que la cojo”. La verdad es que a la única que he visto algo rojo, eran los pantalones cortos de la rubia.


Playa de Bordardoué.
Enseguida llego a la plage de Bordardoué que está solitaria. Toda la playa para mí solo. Probablemente la otra más pequeña por la que hemos pasado antes era la plage de Port Guen. Esta playa es la que dibujaré cuando la lluvia escampe. La primera parte, tras pasar la duna protegida, es demasiado abierta y visible para cualquier visitante, pero me pongo en un recodo, donde puedo estar desnudo con mayor discreción. He podido pasar sin mojarme, gracias a que la marea está bajando. 
 
Además esta parte de la playa me permite disponer de una pequeña cueva protectora en caso de lluvia. Lo malo es que la voy a utilizar. Hubiera preferido no tener que cobijarme en ella y que luciera el sol. Dejo la ropa en una roca y me voy al agua. Entro al agua con sol y, tras dar dos chapoteos y cuatro brazadas, regreso a la arena con lluvia. Mi gozo en un pozo. Y yo que me las traía felices. Escondo ropas y mochilita en una cueva más baja con arena seca. Paseo por la orilla para secarme y mojarme a la vez.
 

Como la lluvia arrecia, me acerco a la cueva más grande, que está casi a la entrada de esta segunda zona de la playa, hacia el Este. Ahora tengo la ropa en el extremo opuesto de la cueva donde estoy cobijado de pie. El viento rebota en la cueva y hace un movimiento raro. No hay forma de saber de dónde sopla. Como no quiero agarrar una neumonía, empiezo a dar caminos cortos dentro del escaso recorrido que la cueva me permite, si es que quiero seguir a cubierto. Esto me lleva a pensar en los condenados en celdas de castigo, cuyo recorrido es más mínimo que el que yo dispongo aquí. Hago algún ejercicio que se parece más a los de Tai-Chi que a los de Pilates. Algo ayudará a mi esqueleto y musculatura, aunque creo que no mucho. Hay momentos en que el cielo se encapota tanto que la segunda punta que veo hacia Port Guen desaparece por completo de mi línea visual del mapa geográfico. Por fin, parece que deja de llover y quiere lucir el sol. Pero el acantilado no me deja ver lo que viene de Poniente. Supongo que aquí también vendrá el mal tiempo de allí, como en el País Vasco nos viene de Galicia. El Este me sigue ofreciendo cielo muy encapotado.


Por fin surge un rato de calma y me decido a hacer una mancha en mi diario con los pinceles, negro y de agua, tratando de sacar el máximo de tonalidades grises. Hacía más de quince días que no pintaba. ¡Nunca es tarde si la picha es buena! Fue aquel desangelado de la torre de San Nicolás en La Rochelle. Va a ser un apunte rápido al que pronto se van a añadir las gotas de la lluvia que me irán manchando mi diario de goterones negros. Ha quedado sencillo, pero auténtico. Una muestra de realismo mágico. Llueve y deja de llover. Acabado el dibujo, me visto y me voy. En el ínterin ha aparecido una pareja por la duna, se ha acercado a mi zona, ha saludado y ha regresado por donde había venido. Saco foto de la playa con la arena humedecida, otra con la cueva y otra de la otra playa más abierta y con la duna protegida.
 

En el momento que me estoy yendo de mi playa, llega otra pareja por la duna, a la que me limito a saludar. A lo mejor ellos tienen más suerte con el día.

Regreso por Vauban a Le Palais.
Digo adiós a la playa de Bordardoué. Voy deshaciendo solo, el camino que antes he hecho acompañado por el grupo de senderismo local. Cuando el camino ya ha cogido altura, saco una foto que me ofrece el extremo más levantino de la playa en que he estado acompañado de sol y lluvia, donde me he bañado una sola vez y he hecho mi último dibujo. Llevaba ya tres días sin bañarme en el mar. Además de la playa de Bordardoué, se ve también parte de la costa siguiente y un islote que podría corresponder a la Pointe du Bugul. El prado junto al camino está repleto de hierba y de florecillas silvestres. 


Después de coger altura, el camino vuelve a bajar a la siguiente playa, la de Port Guen, que al ir he fotografiado desde arriba, pero del otro lado y ahora fotografío el murete del fondo que está bien aferrado por tensores pétreos contra la fuerza de la marea alta. Este muro bajo, también puede formar parte de todo el tinglado militar de Vauban. Junto a él pasa el sendero. Unos tamarindos le dan sombra pero hoy sería más agradable que dieran sol..
 

Siguiendo por una carretera estrecha, observo que los conductores llevan con cuidado sus vehículos. Luego me meto ya de lleno en las estructuras militares. Llego a una vaguada en la que el camino continúa por arriba y, por debajo, va la carretera. Los coches pasan un pequeño túnel al que llaman Porte Bangor.
 


Me sitúo encima de esa puerta y fotografío la carretera que sigue y que lleva a Puerta Vauban, más principal y en la que el arquitecto militar dejó constancia de su nombre. Los coches se ven obligados a agacharse al pasar y rendirle pleitesía. Es broma. Si esos túneles y esas puertas son para que las pasen los vehículos, también los caminantes debemos pasar otras menores.
 


Como la que llega a continuación dentro de un edificio bajo y con ventanas algo más grandes que las troneras. Son más grandes por el exterior que por el interior y no es extraño que también estuvieran diseñadas así para ampliar el área de disparo. Todo el conjunto está rodeado de preciosos árboles.
 

Llego a una cúpula circular que, en el argot estadístico de las campanas de Gauss podríamos decir que es una cúpula platicúrtica, que está en un conjunto de escalera y túnel sólo para peatones. Con estas cuatro últimas fotos, abandono esta parte del entorno Vauban y me voy a buscar restaurante para comer. En una de las puertas he visto una fecha: 1862, lo que descarta a los vikingos y centra más la idea de defensa contra los ingleses.

Comida frugal en La Godaille.
Ya en la parte alta de la ciudad y descendiendo hacia el puerto, veo la posibilidad de comer en un lugar, pero no ofrecen más que ensaladas y bocadillos. Como hoy no he caminado mucho, puedo aguantar con poca comida, así que en La Godaille, me limito a pedir ensalada paisana y una pression. Con Visa, pago 9 €. En el pago aparecen las siglas SARL Gape. ¿Puede ser una Sociedad Anónima de Responsabilidad Limitada? Creo que para antes de las doce y media ya estaba comiendo y no he demorado mucho la comida, ya que todavía tengo que volver al albergue, recoger la mochila y bajar a puerto para las 14:15 hora prevista de salida del Bangor. Compro un pastel borracho en una pâtisserie (2,60 €) y me lo voy comiendo con cucharilla camino de Haute Boulogne.

Despedida del albergue y bajada a puerto.
Cuando llego a la explanada de la Alta Boulogne, antes de llegar al albergue, me encuentro con una pareja que también va a coger el mismo barco. Los veré en la cola pero ya no los localizaré hasta el descenso en Quiberon. Hoy es su último día de vacaciones. Ya en el albergue, cojo mi mochila de la sala de equipajes y hablo con Sebastien, que ha llevado su comida al otro comedor, distinto del que cené ayer. En él se puede hacer y calentar algunos platos. Luego hay que dejar todo bien fregado. Tiene comida para tres. Enseguida llega una chica y, me supongo, la tercera va a ser la chica de recepción. Me despido de ellos, y voy bajando hacia el barco. Tengo que hacer cola, como los demás, pues todavía no han dado la orden de embarcar.


Embarque en el Bangor.
Me hacen control electrónico del billete y entro buscando mesa para escribir el diario. No encuentro ninguna, así que subo a cubierta, que no sé por qué la llaman así, puesto que está descubierta (sin cubrir). Me siento al aire libre a estribor, desde donde pienso que voy a ver mejor las playas de esta mañana. Saco foto de tres hoteles del puerto con sus terrazas: Bretagne, La Frégate y Atlantique. Se puede hacer una frase relacionada con mi viaje: voy a Bretaña, en una fragata, surcando el Atlántico. Habría quedado más poético si en vez de fragata hubiera sido un bajel pirata, o un velero bergantín. 


Salimos puntuales y no sacaré más foto que tras la salida, alejándome de Belle-Île-en-Mer. Me pongo a escribir y, más que mediado el crucero, me acuerdo de que podía poner la ropa mojada a secar. La saco para que al menos el aire la vaya oreando. Una chica que viaja sola, me da la idea de colocar la camiseta en el respaldo de un asiento. Así el respaldo hace también de percha. Agradezco la sugerencia, pero creo que avanzaremos más si la cojo con mis manos de la parte de abajo y  consigo que el viento la abra y la hinche como una gran boca y que se lo vaya tragando. Así el viento la seca por dentro y por fuera. Pero mis intentos son en vano. Para conseguir algo más positivo tendría que ponerme a babor. Pero no cambio de sitio y la coloco en el respaldo como me había sugerido ella. Este tema mínimo ya nos da pie para entrar en conversación. Le hablo de mis viajes. ¡Ya tendré tiempo para mi diario! 

Luego me dice que hay un adolescente, que va con sus padres y que habla castellano. Comprobaré que lo que habla es italiano, pero a la francesa ambas lenguas le suenan parecido. Como además de ser italiano, también habla algo de castellano, le cuento algo de mis viajes, para variar. Su madre que también entiende algo, luego se lo contará a su marido, que anda pululando por el barco. 
 
Una mujer joven, viaja con tres niños, uno de la edad de Jokin, pero que todavía no ha soltado el chupete, y la niña mediana, que se asusta cada vez que el Bangor hace sonar su potente sirena. Según se va adormilando, se irá asustando menos. Cuando esté llegando a Quiberon serán dos las instantáneas. Una con la Pointe du Vivier y su precioso castillo, Le Château Turpault y otra con la playa, la Grande Plage, y la ciudad de Quiberon anterior a llegar a Port Maria.
 

Llegamos al puerto de desembarco y veo a la salida por un breve momento a la pareja del albergue. Me despido de ellos para ir a ver el faro.

Côte Sauvage (Costa Salvaje).
Desembarcamos en Port Maria, en el mismo lugar de embarque de ayer o, al menos, es así como lo recuerdo. Ya estamos todos en Quiberon, en la presqu’île de Quiberon (“quibrón”, es como suena). Desde el barco ya he visto el castillo Turpault y ahora también me gustaría ver el faro. 


Voy por la misma calle que ayer me llevó al puerto. El faro es muy urbano, está muy cerca de las casas. Su base es como una casa más con su portal de entrada y sus ventanas. Está muy bien cuidado. Se ve que no hace mucho que lo han repintado en blanco y gris. Sólo en su cúspide se ve una nota de color, pero de un verde marino muy suave. Como estoy cerca, siguiendo por la misma calle me voy acercando al castillo y lo que antes he fotografiado desde el mar, inestable, ahora lo plasmo desde tierra firme. Es bonito este Château Turpault y está en un enclave que lo realza. Un pequeño menhir se interpone entre los dos recintos vallados.
 

Aunque el menhir bilobulado debe estar cerca, no lo consigo ver. Tras la foto, inicio mi recorrido por la Costa Salvaje. La costa se me presenta acorde con su denominación. El mar está encrespado, no dando posibilidad a que aparezca ninguna playa y, por tanto, a que me pueda dar un baño, pero los caminos, y senderos que se aproximan a los acantilados, hacen de éste un paseo precioso. Esto es lo que ocurre en la primera parte del recorrido. Luego aparecerán playas. En la primera foto que saco, el mar aún no está fuerte, quizá debido a que no choca más que con un roquedal bajo, casi plano, donde dos pescadores arrastran algo obtenido del mar. En la distancia, no puedo saber qué han capturado. Al fondo, en el horizonte, un último recuerdo de Belle-Île-en-Mer. 


La siguiente foto presenta un panorama muy similar, pero con el horizonte lineal, sin ningún obstáculo, con todo el Atlántico por delante, para alargar mi visión. En ambas, estoy muy próximo al faro y al castillo que acabo de abandonar. También se ve aquí a gente en las rocas. Vengo hablando con una pareja. Después de media hora caminando por esta costa salvaje, llego a zona con oferta hostelera y oigo sones de gaita.


No puedo saber si es escocesa, galesa, o galega, aunque lo más probable es que sea bretona, pues me estoy moviendo en mis cavilaciones en el ámbito de lo celta. Si estoy en entorno de Bretaña, lo más lógico es que la música de gaita sea de aquí, aunque reciba el nombre de cornamusa. No es un instrumento que sea mucho de mi agrado. Un ratito de escuchar al que toca el instrumento, sin pararme, en el ámbito sónico que me proporciona el pasar, ya es más que suficiente. 

Me parece un sonido demasiado estridente y a mí me gusta más la música sinfónica. Por eso me permito alguna liberalidad al jugar con la palabra cornamusa, que la asocio cuerno y música, que no sé si es una música para mandarla al cuerno, o un cuerno, o coñazo, de música. Jugando con la palabra y dejando que los sones se vayan perdiendo en la lejanía, continúo mi camino. Sin embargo, al anochecer, aprenderé y bailaré alguna danza bretona, aunque el acompañamiento de manos sea muy complicado, mucho más que el de los pies.

El gaitero, proponía que le diesen un óbolo por su música, pero yo paso alejado del lugar donde se debían depositar las monedas. Un paseante le mira al pasar. Una persona escucha la música desde las rocas. Al pie del acantilado las olas muestran su espuma al chocar contra las rocas. Es bonito el espectáculo en su conjunto. Sin despedirme de la pareja con la que venía hablando, abandono el lugar y llego enseguida a una falla de la pradera que forma una pequeña playa de piedrecillas con buena entrada al mar. Allí una pareja deja jugar a un niño con las piedras. Todavía se escuchan los acordes estridentes de la cornamusa diluyéndose en el paisaje. El camino, a veces es senda, magnífico y variado, casi siempre de tierra y piedra, otras de roca y, puntualmente de arena, según se aleje o se acerque más a las playas.


Cuando se acerca mucho al acantilado, obliga a hacer muchos bucles que me harán tardar en llegar al albergue, tanto o más que ayer en venir hacia Port Maria. Tanta vuelta y revuelta hace que parezca que voy por un laberinto. Todo queda compensado, pues el paisaje es mucho más bello que el de ayer, aunque por aquí pasen menos jóvenes en bicicleta. Llego a una piedra en la que hay algo grabado, un texto que no logro descifrar: “BEC ER HOUL…” es lo único que puedo leer. Un hombre lo mira con mayor atención y con deseo de entender lo que allí está inscrito. En este petroglifo no veo señales de animales o personas grabados en la prehistoria. Entonces no disponían de escritura, por tanto, esta inscripción parece que será algo más reciente. 
 
Un sendero lleva hacia el acantilado. Allí se han acercado un par de ciclistas, cuya silueta, junto a la de sus bicis, me parece preciosa y yo me limito a inmortalizarla. Confío en que no van a perpetrar un suicidio en pareja. No parecen suficientemente desesperados como para ello. Más bien lo que indica, son ganas de vivir y de apreciar tan magnífico espectáculo. Yo, también, me siento espectador de lo mismo y de su actitud contemplativa. 

Homenaje a gendarme y bombero fallecidos en acto de servicio.
Son las cuatro de la tarde y, muy pronto, llego a un monolito en forma de menhir que se puso más recientemente, en 1979, en memoria de un bombero y un gendarme que fallecieron en este acantilado intentando salvar a algún imprudente que, haciendo caso omiso de las recomendaciones de no acercarse demasiado a la costa, sufrió las consecuencias de su inconsciencia y arrastró consigo a dos personas con conciencia social y comprometidas con su profesión. 

Pude ver otro homenaje similar hace dos días entre Plescop y Sainte Anne d’Auray y no será el último homenaje de este tipo que vea. También tengo un recuerdo para el amigo Guillaume quien, en el trayecto de Sainte Anne d’Auray a Pluneret, me confesó que iba a pelear por conseguir ser gendarme. ¿Lo conseguirá? Es así como llego a la playa de Percho, una playa que empieza en una falla estrecha con fondo de arena y que ya permite vislumbrar algo alejada la playa mayor que se aproxima.
 






En realidad va a ser un conjunto de playas previas al cabo Percho. Sigo por senderos que bordean esta zona de rocas y playas que me mantienen el interés por la belleza paisajística.
 
 
Muestro uno de los caminos que está delimitado por barrotes que no impiden el acercamiento al acantilado. Una pareja camina por delante. El espacio a recorrer es tan extenso que, aunque hubiera mucha gente haciendo senderismo no daría sensación agobiante.


Plage y Pointe du Percho.
El camino, pronto va a bajar a una de las playas, al fondo se ve otra y, finalmente, la Pointe du Percho que pretendo abordar. Paso por la primera playa que fotografío al abandonar. Una bonita roca en el mar, hacia el Sur, embellece el lugar en forma de islote oscuro.

Como veis, poca gente en la playa. Es lógico.
A estas playas hay que llegar en bicicleta
o a pie. 
Es el precio a pagar si quieres disfrutar y ser algo salvaje. “¿Precio o Premio?”, me pregunto. Y yo mismo me respondo: “Un precio que acaba siendo un premio”. Muy próxima al cabo Percho, ofrezco esta foto. Estamos en marea baja, por lo cual se puede decir que esta primera zona de la playa sólo es utilizable con arena húmeda y aprovechando la bajamar. Una persona camina cerca de la orilla y pegadas a las rocas alguna más.
 

La playa con arena seca, está en el recodo, aprovechando la defensa del embate de las fuertes olas marinas que provoca el cabo. Pregunto, me confirman el nombre y luego leo en una roca escrito: plage de Percho. Cuando llego a la playa, en la que sigue habiendo poca gente y un medio iglú que protege del viento, lo que más me sorprende es que vinieran aquí los romanos para construir un arco de triunfo natural. Bromeo porque es un arco triunfal perfecto que no parece ser obra de la mano del hombre. Bonito regalo de la naturaleza para el caminante receptivo a estas cosas.
Portivy. Ahora su costa.
Tras ver la playa triunfal, no me dirijo hacia el cabo. Una vez doblado el cabo Percho el mar se amansa y me ofrece una superficie en que lo marino y lo terreno tienden a la horizontalidad. Sólo al fondo del primer espacio, destaca como queriéndose incrustar en el mar el Fort Penthiévre, que ayer soslayé y hoy visitare. Al fondo, destaca la Gran Playa, donde mañana descubriré la playa nudista de Kerminihy y que, según el último mapa se inicia con el nombre de Grand Site Dunaire, donde tengo albergue contratado. También, en la foto que saco, se aprecia el pueblo portuario de Portivy, que ayer pasé por interior y donde fotografié tren, torre y capilla y hoy lo voy a hacer por el puerto. Llego al malecón del puerto de Portivy y fotografío la zona donde aparcan los barcos. Digo aparcan porque, algunos amerizan amarrados flotando en el agua y otros ocupan plaza de aparcamiento en tierra o, más bien, en limo. ¡Ni que fueran limícolas! Reflotarán en la pleamar.


Fort Penthiévre.
Abandonado el puerto de Portivy, ya se me presenta el fuerte a lo lejos. Una pradera con florecillas mínimas blancas y una playa es lo único que me separan de él. En el agua se ven algunos voladores de kite-surf. Hace un buen rato que ya estamos en Saint Pierre Quiberon, aunque nunca voy a tener claro sus límites con Quiberon y con Plouharnel. 
 
En diez minutos ya voy a estar viendo el foso del Fort Penthiévre. Sin penetrar en su interior, pues tampoco veo lugar para poder hacerlo, me limito a hacer un recorrido por la zona alta exterior. Veo que en el foso hay peligro de desprendimiento de piedras y han colocado un tinglado para que las piedras no caigan al foso y lastimen a alguien que pase por debajo. Tampoco sé quién pudo construir esta fortaleza.
 


“¿Pudo ser Vauban?”, me pregunto para mi coleto, pues no hay nadie a mano que me pueda responder. “Probablemente”, me respondo a mí mismo, “mismamente”. (Y me sorprendo ahora que el sistema Word de Microsoft me permita escribir esta horrenda palabra sin subrayármela en rojo. Miro en mi diccionario de la Real Academia de la Lengua Española –edición de 1970- y aparece con los equivalentes: cabalmente y precisamente). Bajo de la fortaleza y me acerco a un monolito conmemorativo y en recuerdo de los fallecidos en la Segunda Guerra Mundial. Se ve la fecha de 1949. Un monolito fálico muy adecuado a estas tierras de menhires.



Gran playa especializada en el deporte de 
Char à Voile.
Del monolito, enseguida bajo a la playa. La Grande Plage.


Se trata de la larguísima playa que hoy me va acercando al Auberge de Jeneusse y mañana me llevará, con poca interrupción, salvo la producida por la lluvia, hasta la desembocadura de la ría d’Étel. Si en el mar antes veíamos sólo kitesurfistas, ahora los seguimos viendo con sus cometas impulsadas por el viento que les permite volar y, en la arena, a los que practican el deporte de char á voile. Aquí es el mismo viento el que les empuja sus velas, pero el soporte no es una tabla que se desliza por la superficie marina, sino un artilugio bajito con dos ruedas traseras y una delantera, que les lleva a hacer largos recorridos por la arena, donde dejan marcado su territorio. Mejor por la arena húmeda y dura que por la seca y blanda. Alguno de los jóvenes que están aprendiendo a manejar estos vehículos a vela, bailarán danzas bretonas conmigo por la noche, superando cierta vergüenza. Ayer estuve hablando con el socorrista y hoy me vuelvo a acercar al puesto de socorro, pero no está el mismo de ayer. Me voy sin decir nada y llego al albergue.
 


Al llegar me encuentro con las dos gorditas que también saludé ayer y me dijeron dónde estaba la recepción. No sé si son amigas, pero son tan parecidas que bien podrían ser hermanas. Las vuelvo a saludar. Luego las veré en el baile, en actitud pasiva y sólo cuando una de ellas se retira a su habitación, hablaré un rato con la otra.

Albergue Juvenil de la Baie de Quiberon. 
Otro dibujo en el mismo día.
A la entrada del albergue, fotografío un árbol que parece el candelabro de siete brazos de los hebreos, de los judíos ortodoxos. Pero éste es más valioso para mí, más acorde con mis creencias, y lo bautizo como el Candelabro de los Mil Brazos. O de los Mil Abrazos, que es lo que busco en este periplo odiséico, con periódicos regresos a Ítaca. El programa francés de albergues me ofrecía uno en Les Filets Bleus de Quiberon, pero ya me habían advertido que ya no estaba en funcionamiento pero que tenía la otra alternativa, que ya había localizado yo en Internet, el de la Bahía de Quiberon, perteneciente a Plouharnel, y lindante con Saint Pierre Quiberon. Aquí, como sabéis, llegué ayer, no había plaza, y reservé cama para hoy. Probablemente, Les Filets Bleus habría sido más acorde conmigo, puesto que me gustan los filetes poco hechos, vuelta y vuelta o, como dicen los franceses, “bleu”. Pero no me quejo. A lo mejor, allí no habría aprendido los rudimentos de los bailes bretones. Ya en el “accueil”, la recepcionista me asigna habitación doble pero que, casi seguro, no tendré que compartir, me dice. Pago 34,40 € por cena, cama y desayuno, pero no sé el desglose. 3,10 € más que ayer por lo mismo, aunque distinto. El pago lo hago a Federations UNI (Plouharnel). Puesto que la inscripción ya la hice ayer, y ya lo vieron, hoy no me piden el carnet de alberguista. Habrán comprobado que soy persona de confianza pero, yo creo que lo que pretenden al quedarse el recepcionista el carnet es que al día siguiente, cumpliendo con las normas, devuelva la ropa de cama y la llave de la habitación. Hoy sólo he tenido que confirmar mi reserva, pagar y me dan las sábanas, la funda de la almohada y la llave. Me ubican en la zona de islas y me toca la habitación Houat, la isla más pequeña y cercana a Quiberon. En la de Belle Île, están dos chavalillas, con alguna deficiencia, con su monitora. Luego conoceré a otras dos monitoras. Luego veo a dos chavalillos, uno negro, que se enrolla bien conmigo y yo trato de hacerlo con todos lo mejor que sé y puedo. Luego les veré en el comedor. Son tres monitoras y seis niños. No se pueden quejar del ratio, ni ellas, ni los padres o tutores de las criaturas. Menos aún los propios niñas y niños. Una de las monitoras está de acuerdo y comparte mi opinión sobre el ratio. Para las 20:30 horas, las monitoras ya han duchado a los niños y los acuestan. En la habitación Hoédic hay chicos, aunque no sé cuantos, no les veo, sólo oigo sus voces. Les oigo hablar después de la cena ¿No sabrán que los pequeños ya se han acostado? Hasta mañana por la mañana, no veré a un joven, algo crecidito, pasar por el pasillo y entrar en la habitación de al lado. Una vez hecho el repaso de lo que sé de las personas que habitan las islas de la bahía de Quiberon, me voy al comedor.
 
Antes de que abran el comedor me asomo al otro, al de los que traen o se hacen su cena. Hay dos chicas, una de ellas habla castellano y hablamos en mi idioma, pero es una pena que la otra se quede “in albis” y desplazada de la conversación. Lo compensaré luego en el único baile por parejas que haremos. Haciendo tiempo para la hora de la cena, salgo al exterior y dibujo uno de los cajones-dormitorio. Lo hago sentado en una piedra. Lo que se ve de la habitación es sólo una joven de espalda sentada en una cama. Cerca del cajón, hay un árbol, más amarillento que verdoso, imposible de captar con un pincel de tinta negra y otro de agua, pero hago lo que puedo y los medios de que dispongo me permiten.

Cena rejuvenecedora.
Aparentemente, la cena es pobre en este albergue juvenil, donde la juventud se renueva pero, en realidad, está mejor que la de ayer. Aunque comparar el paté de campaña con pepinillo de ayer, con la ensaladilla rusa de hoy, es más que peregrino. A pesar de que el pescado de esta noche me recuerda al rapé, la espina no es la misma. Gracias a la salsita que le han puesto, está mucho más rico que el maquereau de ayer. En el pescado está la diferencia de la cena, y eso que ayer pude comer dos caballas. Este pescado de hoy tiene menos espinas, es más fácil para comer y es blanco. Los pescados blancos suelen tener más precio y son más apreciados que los azules, que son más grasos, aunque su grasa es de la buena para mantener a raya el colesterol. Hubo un tiempo (in illo témpore) en que los pescados azules fueron considerados dañinos para la salud o menos saludables. Los análisis posteriores dictaminaron sus aspectos positivos. Ha sido una lástima que no he encontrado aceite y vinagre; hubiera preparado una ensalada con el acompañamiento vegetal. Veo que coge las vinagreras un cliente cuando ya me estoy comiendo el pastel de “prunes” (ciruelas). Enfrente un grupo de ocho ocupa toda una mesa. Se trata de un hombre con su harén, siete mujeres. Él trae dos botellas, puede que sea sidra bretona. La de Quimiac, todavía en Loire Atlantique, no me gustó. Parece que ha pasado un siglo desde entonces y sólo han sido cinco días. No intento probarla, ni pregunto el precio. Cuando estoy terminando de cenar, llega una pareja añosa que se sienta en la misma mesa en que estoy yo, aunque en el extremo opuesto. Han ido entrando los pequeños y sus monitoras. A uno de los niños le añaden otra silla a la silla, para que pueda llegar bien a la mesa. Encaja perfectamente una en otra. Luego, para dejar espacio libre para los ensayos del baile, apilaremos unas sillas sobre otras, hasta una altura de seis sillas. Otro de los niños, el único que no he conocido antes, va en silla de ruedas y la encajan en un hueco. No necesita dejar su silla. Será su monitora la que va a quedar desplazada con tres mesas vacías a su lado. También ella se coloca algo ladeada. En la otra mesa, que no sé si es para ocho o diez plazas, cena un grupo de adolescentes que, después y ampliado, vendrá al baile. Lo harán tarde, ya iniciada la sesión desde hace un rato, y cuando el grupo de adultos ya se empezaba a cohesionar.
 

Tras la cena, vuelvo a mi habitación, escribo y saco una foto que ofrece cama, mesa, silla y ventanal al exterior, un patio de hierba poco frecuentado. En el diario ya aparece el dibujo que he hecho hace un rato.

El baile.
No va a tener nada que ver con El baile, de Irene Nemirovski. Tampoco con Suite francesa, otra de sus obras que acaban de llevar al cine sin demasiada brillantez, aunque este baile sea bretón y, por tanto, francés. Probablemente, los separatistas bretones me comerán. No me importa. También podré ser comido por los nacionalistas normandos y los corsos, cuando pase por sus tierras. Mis críticas van más contra el sistema que los engloba, y que presenta grandes deficiencias, y no olvido que en la península ibérica también las hay. Nada que ver con lo fraternal de sus habitantes, salvada alguna excepción, y el grato recuerdo que me voy llevando de sus gentes. Estoy en contra de separatismos y nacionalismos, tanto regionales como nacionales. Mi viaje por las costas europeas tiene un significado más amplio y pretendo demostrar mi derecho a ser ciudadano del mundo. Creo que los nacionalismos lo empequeñecen, aunque defiendo el derecho a conservar lo peculiar de cada lugar, su lengua y su cultura, siempre que estén vivas y sus pueblos dispuestos a evolucionar. Sólo conservando y mirando al pasado, no se avanza. (Se me acaba el Boli segundo y comienzo con el tercero que compré en Tabac de Saint Vinçens sur Jard). Llego al baile un poco más tarde que la hora en que me han dicho que empezaba, pero todavía no han abierto el espacio necesario y colaboro a poner unas sillas sobre otras para dejar libre el espacio central del comedor. Otros retiran las mesas. Una señora bretona, con falda y blusa blanca va a ser la que nos va a enseñar los pasos de las distintas danzas de Bretaña. Lo más complicado no va a ser mover los pies de acuerdo con la norma y los distintos pasos. Lo más difícil va a ser coordinarlo con el movimiento de los brazos. Con toda esta dificultad, el resultado final no va a ser tan chapucero como cabría prever. Cuando ya llevamos un rato ensayando, se incorporan los jóvenes y, aunque alguno da muestras de ofrecernos su lado gamberro, su monitora sabe llevarlo por buen camino para que no destroce el trabajo del grupo. Poco a poco, los jóvenes se van sentando y sólo se queda alguno más motivado y que quiere aprender. También se incorporan las dos chicas, la que habla francés y la que ha hablado castellano antes conmigo. 

Cuando han entrado los jóvenes, y han aprendido los rudimentos del baile, insisto en que nos pongamos chica, chico, chica, chico, ya que veo una tendencia a que se pongan las jóvenes juntas y los jóvenes juntos. Lo consigo a medias. Como muchos de los jóvenes están sentados y no intentan bailar, deciden marcharse, pero su monitora los repesca proponiendo un baile de tríos para ellos. Después de un rato, se van todos ya que les están preparando un postre tipo barbacoa en el exterior. Ya han prendido y hay llamas sobre un pebetero. Cuando me vaya a la cama, los veré alrededor del fuego. Saco una foto con los danzantes, antes de que se vayan. Cuando voy a salir al exterior para sacar foto del fuego purificador, la gordita que ya se ha quedado sola, me abre la puerta. Es entonces cuando le hablo del viaje que estoy haciendo. Se asombra de lo que le cuento. Saco la foto con altas llamas y vuelvo al recinto. También he hablado a la monitora de mi viaje y me dice que el grupo no es difícil de manejar. Tras dos o tres bailes más, después de no haber participado en el de los tríos, propuesto a los jóvenes, ya pasadas las diez, me retiro a la cama. Uno de los últimos lo he bailado unido a la profesora bretona por los dedos meñiques. Ella aprovecha para preguntarme si me gustan los bailes bretones. Le digo que me gusta bailar todo tipo de bailes y que, en alguna ocasión, en las clases de Tai-Chi, hemos bailado alguno en versión de nuestro profesor Iñigo. Unos bailes son con los meñiques unidos y otros agarrados de la mano y con los codos pegados al tronco y al brazo de la pareja. Se bailan en círculo. El baile de parejas es distinto. El hombre ofrece el índice y se coloca por detrás de la mujer, quien lo agarra y casi lo suelta al dar las vueltas, haciendo como que va agarrada a un dedo flexible. Acabo con el brazo cansado de tenerlo en alto tanto tiempo. Me despido del grupo, de los pocos que ya van quedando y regreso a mi cuarto para seguir escribiendo.
 

Como he dicho, me acerco a ver como va la fiesta de los jóvenes. El fuego sigue, pero no sé si han hecho la experiencia de comer el postre pinchado en palos y arrimados a la barbacoa-pebetero. Se trataba de comerlo quemado. No me extrañaría que se tratase de lo que mis hijas llamaban jamones cuando eran pequeñas, unas masas gomosas generalmente blancas o rosas. Bastante malas, por cierto.

Último rato antes de dormir.
Regreso a la habitación y me queda mucho por escribir. Cuando estoy en ello, pasa por el pasillo uno de los adolescentes y me saluda. No me importaría dormir sin cubrir el ventanal, pero coincide que una luz se enciende automáticamente cuando alguien va por los pasillos, y da de lleno en él. Así que bajo la persiana. Cada vez que alguien se levante a orinar, va a ocurrir lo mismo. He visto que la oferta de este albergue contempla los char à voile como algo complementario a él. A mí, sabiendo lo que estoy haciendo, ni me lo han ofrecido. He puesto sólo la sábana sobre la cama pero, la segunda vez que me levanto a orinar, echo encima el pesado edredón y me da demasiado calor. Pienso en decirle a la recepcionista para que pongan alternativa de mantas más ligeras, pero mañana se me olvidará. En parte, porque la veo demasiado ocupada formalizando nuevas recepciones. Sólo tendré opción a despedirme y agradecerle el baile. Durante la noche me he levantado dos veces a orinar y lo hago en el de minusválidos que tiene desvencijada la puerta y así ni la tengo que abrir, ni cerrar. Tras un día tan ajetreado, pues con la excursión por la isla y el largo camino peninsular, estoy muy cansado, he dormido bastante bien. Cuando despierto a las 7:15 horas, ya pululan personas por pasillos (Pedro Pérez Pereira, primer pintor portugués, pinta paredes puertas, por poco precio, pide para poder pasar por Pamplona). Un juego que jugábamos de niños. “Con la P”. También se levantan los vecinos. Se ve que las carreras con vela exigen madrugar. Cuando vaya por la costa y me asome a la playa veré a grupos aprendiendo y practicando. Pero ya estoy en otro día y alargando más de lo conveniente el de ayer.

Balance de una jornada muy completa, aunque sin grandes encuentros.
Tras empezar la jornada en Belle-Île-en-Mer y dar el paseo con el grupo de senderismo de la isla, el tiempo no se ha portado bien. A pesar de ello, me he dado un baño y he hecho mi primer dibujo del día. No lo hacía desde la etapa 17 en La Rochelle. Animado, volveré a repetir la hazaña al atardecer en Quiberon. Detestando a Vauban, he regresado en el Bangor y he hecho un precioso recorrido por la costa salvaje. Bien instalado, he tenido encuentros puntuales, con las monitoras y los niños minusválidos (quizás fueran niños de abandono o recogidos por desatención de sus progenitores). No he querido profundizar. Tampoco sé si me habrían respondido. Podría pertenecer a secreto del sumario. He cenado mejor que cené ayer y el baile bretón ha estado bastante bien. Me ha permitido interactuar con la gordita, bailar con la recepcionista y ver los comportamientos de los jóvenes. La monitora del baile se ha quedado con ganas de hacerme más preguntas. Y así acaba otro día en que ya he vuelto al continente. Ya no habrá más isla hasta la de Batz, frente a Roscoff.

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