martes, 5 de mayo de 2015

Etapa 21 (312) Le Roche (Longeville)-Olonne sur Mer


Etapa 21 (312). 28 de junio de 2012, jueves.
Le Roche (Longeville)-Saint Vincent sur Jard-Jard sur Mer-Talmont / Saint Hilaire-Port de Bourgeray-Saint Jean d’Orbestier-Les Sables d’Olonne-Olonne sur Mer.

Amanecer en Le Roche de Longeville.
A las cinco de la mañana empiezan a caer unas gotas. Así que, salgo desnudo del saco, cojo los trastos y subo la rampa para refugiarme en la gelaterie-crepperie. En un rincón, bajo un banco corrido, dejo la mochila. En la playa estaba bien, pero aquí, sobre suelo más duro, me vuelve a doler la pierna. A pesar de ello duermo y me quedo dormido hasta las 6:45. ¡No me puedo quejar!
 

El día ya está aclarando y no me ve nadie dentro del local hasta que tomo la pastilla y ya me dispongo a salir. Me vuelvo a asomar a la playa y veo a una mujer que pasea con su perro. Saco foto del lugar donde he dormido entre arena y piedras. Ya en la orilla, veo a un hombre que viene de lejos y que saluda al pasar. La arena de la orilla está magnífica para caminar, con la marea baja y la arena dura que mis plantas de los pies agradecen.
Por la orilla del mar hacia 
Saint Vincent sur Jard.
Según me voy acercando a Saint Vincent, la arena de la playa desaparece y la orilla del mar se va poblando de rocas y algas. Hace algo de frío, pero no me pongo nada sobre la camiseta. Se rompe un trocito de la plantilla de mi sandalia derecha, que ya tenía un pequeño abultamiento, y ahora se empieza a ver algo del entramado interior de la suela. ¡Ya se verá cuánto tiempo aguanta! Cuando llego a la playa de Saint Vincent, observo que han tenido que hacer grandes refuerzos de cemento para que el embate de las olas del mar en la marea alta no se lleve las casas más próximas. Algunas de esas casas han perdido el camino de acceso. Un tractor retira algas y las va cargando en un camión.
 

Una mujer me dice que encontraré la iglesia remontando el pueblo. Le hablo de la iglesia de Saint Vincent de Hendaye y de sus balconadas como si fuera un teatro de los de antaño. Subo por un camino donde, lo que más me agrada, es un arriate florido que parece hecho por la naturaleza, por el tipo de flores que ofrece: amapolas, armedias y otras plantas silvestres. Pero, a pesar de su apariencia, es casi seguro que está sembrado por la mano del hombre.
 
Llegando al núcleo central, una mujer me orienta hacia un café. Ella entra y yo voy a hacer foto del exterior de la iglesia. La rodeo y la fotografío desde el otro lado. La razón de esta duplicidad, es que, al otro lado, hay alguien durmiendo junto a la fachada Este. Pronto le va a dar el sol. Me hace gracia ver el bulto, pues es la imagen que da de un vagabundo, un “clochard”, que muy bien podría ser yo, aunque no a estas horas tan avanzadas de la mañana. Son las ocho y cuarto.

Desayuno: Aux Deux Chantal y 
L’Etape du Tigre. Clemenceau.
Me acerco al café. Me dicen que compre la bollería y que vuelva a desayunar. Voy a la panadería y compro dos croissant (2 €) en Las Dos Chantal y de regreso al café, a La Etapa del Tigre, saludo a la mujer que me ha acompañado un pequeño trecho y que, una vez tomado su café, se va. “Bon courage”, me dice al pasar. Pido: “grande café au lait” y pago 2,20 €. Esta fórmula, sin “renversé”, ni otras zarandajas, acompañado de índice y pulgar, indicando poco café y mucha leche, es la que mejores resultados me da. Me quedo escribiendo el diario casi tres horas, hasta las once y media que salgo. Antes de irme he llenado de agua mi botellín, para el camino hacia Jard sur Mer. En L’Etape du Tigre se confirma que no hubo ninguna posibilidad de salvar al hombre ahogado en La Tranche. Es lo que dice le “journal”, el periódico del día. Los únicos que se han enterado de mi viaje han sido el camarero y un hombre con una mochila enorme, con el que no me he querido enrollar. El caminante parece que hoy tiene un día más selectivo para contar sus andanzas. Compro dos bolígrafos por 4 €. Lo más destacado del lugar va a ser que aquí pasaba sus vacaciones Clemenceau. Luego me recitarán una larga lista de las muchísimas personalidades que por allí pasaron. Según me dicen, Clemenceau vivía en una casa de pescadores frente al mar y, probablemente, no la he visto porque debe estar al inicio del pueblo, donde he encontrado los muros que protegían las casas junto al mar, para que no se las llevara en la potente marea alta. Es entonces cuando he elegido el camino hacia la iglesia, que está algo más al interior. Parece ser que Clemenceau tuvo papel destacado en la defensa de Alfred Dreyfus.

De Saint Vincent sur Jard 
a Jard sur Mer.
Retrocedo a la pista cyclable, donde ya he visto al llegar que para ir a Jard sur Mer sólo faltan 2 kilómetros. Cuando llego a Jard sur Mer, veo que el pueblo a estas horas tiene mucha vida. Entro en la Oficina de Turismo y me ponen el sello en el diario. Está en la Plaza de la Libertad.
 

Me ofrecen una guía para hacer caminadas, pero la mayoría son de interior y la dejo allí. Lo mismo me ocurre con un mapa enorme, que allí se queda. Podría haber recortado un trozo, pues las zonas costeras están mejor señaladas que el mapa que llevo, pero me parece que con lo que me ha dicho la encargada de turismo me va a ser suficiente. Tal como me ha contado, me conviene subir a comer a Talmont y bajar después a la costa, al Port de Bourgeray. Es el plan que tengo y que cumpliré. Saco foto de la iglesia de Jard sur Mer y voy saliendo del pueblo.

Talmont / Saint Hilaire.
En realidad son dos pueblos que se fusionaron. Lo que más destacan de Saint Hilaire debe ser la iglesia, con su alto campanario, pero no llegaré a ella. Talmont, en su núcleo central, ofrece un bello recinto amurallado. De momento, me quedan seis kilómetros por carretera para llegar. Como prefiero ir por la pista cyclable, es lo primero que busco pero, al llegar a un cruce, veo que indica muchos más kilómetros para llegar a Talmont y ya es una hora en que no me debo descuidar para comer en Francia, salvo que quiera correr riesgos innecesarios, como que me digan en los restaurantes: “la cuisine est fermée” (la cocina está cerrada). Por tanto, me decido por los seis kilómetros por carretera sin arcén. Va a ser algo más de una hora poco grata. Cuando veo que viene una serie de coches de frente, me meto en la hierba y espero a que pasen. Así tardo algo más en llegar a Talmont, pero voy más seguro. Por el camino se me presenta anuncio de Hotel Central. Está casi caído y no ofrece muchas garantías de que el hotel esté en funcionamiento o, al menos, no se muestran demasiado cuidadosos de su mantenimiento. Es un anuncio que les va a reportar poca clientela. Es probable que estén pagando el impuesto por valla publicitaria y, para tenerlo así, sería mejor que lo quitaran, y se ahorraran el gasto inútil. Con esa intención me presento en recepción del hotel, pero equivoco Central con Commerce. Los dos hoteles están bastante cercanos. Empiezo a ver el pincho del campanario de la iglesia de Saint Hilaire. Me han dicho que, aunque se han unido los dos pueblos, la vida se desarrolla en Talmont y prácticamente, salvo la iglesia, Saint Hilaire ha desaparecido. Es probable que sus habitantes hayan salido ganando. Ahora gozarán de tranquilidad y, si quieren hacer compras, lo tienen cerca. (Esto lo estoy escribiendo al día siguiente en hotel de campaña, en el camping, en el mobilhome de Jacqueline y Romeu). Cuando llego a Talmont, no veo a nadie en la calle a quien preguntar y entro en pescadería que es también marisquería. Tampoco hay nadie atendiendo, así que salgo y es entonces cuando aparece una mujer de dentro y me da toda clase de explicaciones. Como no le entiendo, sale y me acompaña un par de manzanas, hasta encaminarme. Me dice que baje por una rampa que va por un río, que remonte la cuesta y que arriba encontraré restaurante. Le agradezco y ella se vuelve a su comercio.

Hotel du Commerce.
Cuando llego cerca del lugar indicado, es cuando leo el menú del día del Hotel du Commerce veo que me puede interesar. Como ya es la una y media, entro en el hotel y digo a la chica lo del anuncio de la carretera. A ella le da igual. No sabe siquiera si su hotel está anunciado o no. Finalmente me daré cuenta de que el equivocado soy yo, pues el que se anunciaba mal era el Hotel Central. Corramos un tupido velo sobre el asunto. Lo que me ofrecen es un primer plato de bufete, lo que ellos llaman “hors d’ouvre” (equivalente a nuestros entremeses), pero que el cliente elije a su gusto. Nadie me controla, así que soy yo quien me debo controlar. Mi primera experiencia de este sistema ya la tuve en Le Relais de La Poste, en Marsilly, sólo dos días atrás, y parece que fue hace siglos que salí de Charente. De segundo pido un filete y que me lo haga vuelta y vuelta. Me dice la camarera que a esa forma de cocción se le llama “bleu”, y me doy cuenta de que no es la primera vez que oigo esa palabra. Pido 25 cm3 de vino tinto. También aprenderé que al cubículo que lo contiene se le llama “pichet” (jarra), a la que se debe añadir la medida deseada (25, 50 cm3). 25 cm3 equivalen a dos copas. Hablo de mi viaje a la camarera y a una pareja que se encuentra a mis espaldas. Una pecera me separa de ellos. Alucinan con mi viaje.
 

Me levanto a coger embutido, ensalada variada con lechuga, pepino, tomate, etcétera, y ensaladilla rusa. Al filete le añaden mucha pasta y, aunque me viene bien para el aporte de hidratos de carbono, me lo acabo comiendo a la fuerza. De postre como arroz con leche (“riz au lait”) que, aunque está bien hecho, no está tan cremoso como a mí me gusta. Pago con Visa 13,50 €. La pareja vecina me dice que no deje de visitar el lago, pues desde allí se ve la mejor panorámica de la ciudad con iglesia y castillo.

Un paseo por Talmont.
Salgo en dirección al castillo y saco las dos primeras fotos del mismo. Quizás lo que más me gusta de él es que sus murallas están muy destruidas y que no se han molestado en gastar dinero para reconstruirlas. Muchas veces es suficiente con poner las medidas necesarias para que no se siga desmoronando. No sé si éste será el caso del Castillo de Talmont. Hubiera querido ofrecer sólo una foto, pero una hormigonera que está en funcionamiento en la carretera, no me permite una panorámica comprensiva. Los obreros están trabajando al otro lado de la calle, bajo las ruinas del castillo. En la torre ondea una bandera de la región. El trapo está terso, lo que indica que hace bastante viento. 


Tras la segunda foto, asciendo a la iglesia que se ve en lo alto de la cuesta. Paso previamente por el Hôtel de Ville, un ayuntamiento demasiado moderno sobre todo si lo comparamos con su vetusto castillo. Cuando llego a la iglesia, su parte baja parece que cobija el mercado. Me hace recordar la moderna iglesia del Iesu, en Donostia-San Sebastián donde, en el subsuelo, está el supermercado Super Amara y eso que Jesús se quejó en una ocasión de que la iglesia se había convertido en nido de mercaderes y los echó a latigazos. Eran otros tiempos.

Un paseo alrededor del lago de agua dulce y salada.
De la iglesia salgo hacia el lago y enseguida me encuentro con la pareja del Commerce que me lo había recomendado. Ella es mucho más joven que él. Me ofrecen llevarme en su coche, por la noche, a Nantes. ¿Qué pinto yo en Nantes? Declino la invitación y ellos lo comprenden. Me van acompañando y dando explicaciones de lo que ellos conocen. Se trata de un lago salado en el que mana agua dulce a borbotones.
 

Veo aflorar el manantial en la superficie. Por lo que me cuentan es que, en este pueblo, hay lagos de agua dulce, otros con agua mezclada y otros con sólo salada. No deja de sorprenderme lo del agua salada, estando tan alto y distante del nivel freático marino. En el lago se practican deportes de vela, como se puede apreciar en las dos primeras fotos que saco. En la segunda se aprecia mejor el campanario puntiagudo de la iglesia de Saint Hilaire.
 
Quiero darme la vuelta para sacar foto con la panorámica de iglesia y castillo, pero ella me insiste para que avancemos un poco más. No quiero que se me haga demasiado tarde para mi avance costero. Finalmente, la señora tiene razón y consigo ver en una misma única visión los dos edificios más emblemáticos del lugar, donde castillo e iglesia, los poderes del señor de la guerra y los que guerrean con la biblia y la espada, han logrado la fusión en una sola ciudad.
 

Pero lo que abarca la vista no lo consigue mi cámara, que no dispone de gran angular, y tendré que ofrecer primero el lago con iglesia y luego el lago con castillo, aunque sí con la iglesia del propio Talmont. Sólo con foto no se puede apreciar el borboteo del agua dulce al aflorar a la superficie del lago. Me despido de la pareja de Nantes y regreso para continuar camino y salir a la costa.

Port de Bourgenay.
Vuelvo al lugar donde ya he visto antes las señales de salida hacia el puerto de Talmont/ Saint Hilaire, que es el que aparece en mi mapa como Port de Bourgenay. Ahora ya ha desaparecido la hormigonera y los empleados de la obra se dedican a limpiar con manguera y agua a presión los restos de arena y cemento que han quedado en calzada y acera. La jornada laboral no acaba hasta que quiten la suciedad que su propio trabajo ha producido. ¡Muy bien! Pregunto a uno de los operarios: “¿dónde está el camión con la hormigonera?, ¿voló?” y hago el gesto de volar por los aires. Y, sin esperar a ver si me ha entendido o no, salgo en dirección al puerto.
 

A pesar de ser una carretera en descenso, el recorrido se me va a hacer más largo que a la subida. No acaba de llegar el cruce en que la carretera me lleve hacia la izquierda. Un hombre sube frontal a mí. Va marcando senda sobre la hierba que va pisando, pues viene por mi lado, con los vehículos a la espalda. “¿Por qué circulan los peatones franceses por el lado más peligroso, por el que menos controlan?”, me pregunto. Este hombre me dice que, en la siguiente “rond-point” (rotonda), coja la salida de la izquierda. 

La traducción más literal sería el punto de ronda. En algunas regiones de España dicen “la redonda”. Luego sigo su propia huella por la hierba. Y, efectivamente, se cumple lo que me ha dicho. En la rotonda cojo hacia la izquierda. Paso por una construcción noble, que me recuerda algo medieval, franqueada por dos torres almenadas, y que no me resisto a fotografiar.
 

Es así como, hora y media después de salir de Talmont, llego al Port de Bourgenay. Una foto al llegar a este puerto deportivo y otra al salir por al camino indicado por el bosque.

Bois de Bourgenay.
El camino parte de arriba del puerto, tirando hacia la derecha. Llego a un banco fijo estratégicamente bien orientado para contemplar el puerto. Está vacío, pero una pareja ha llevado allí sus sillas plegables y lee cada cual su libro correspondiente.
 
Veo gente en lo alto. Los indicadores ofrecen un circuito, pero temo que éste sea cerrado. A pesar de la duda, me aventuro confiando en que tenga salida por el lado Norte. Mis dudas se irán disipando a medida que voy haciendo preguntas a los que encuentro a mi paso, que ya vienen de regreso. El camino es muy bonito. Es una lástima que la costa no sea arenosa, pues iría descalzo por la orilla. Es de rocas, poco aptas para darme un chapuzón en el mar. Tras ir un rato por el bosque, el camino me vuelve a sacar al mar. Desde allí, con foto hacia Bourgenay, se pueden apreciar las rocas que afloran en la rasa intermareal.
 

Me cruzo con gente que está haciendo todo el circuito en el orden marcado, pero yo lo estoy haciendo sólo por el lado más costero. Veo gente por las rocas y pregunto a una mujer si el camino me va a llevar por allí. Me asegura que sí, pero yo lo dudo. No será cierto.

Fabianne y Jean Marc.
Me encuentro con Jean Marc y Fabianne. Será con ella con quien más voy a hablar. Les cuento algo de mi camino y ellos muestran cierto interés. Algo más adelante vemos a un grupo de alumnos que están en las rocas siguientes, probablemente en una salida para el conocimiento de la naturaleza “in situ”. Se ve algún adulto con ellos, que será el experto profesor en la materia objeto de estudio. Fabianne me confirma que se trata de lo que ellos llaman escuela de la naturaleza.
 
Voy en compañía de la pareja hasta que llegamos a la salida del circuito, donde ellos tienen su coche. Aunque no me han dicho dónde viven, se ve que conocen bien la zona. Ha sido Fabianne quien me ha dado datos sobre Clemenceau y que entre los famosos que lo visitaron aquí estaba Whiston Churchill. Menos mal que Clemenceau no figura entre mis favoritos. “¿Qué habría ocurrido si me hubiera encontrado con algo relacionado con la vida de Víctor Hugo?”, me pregunto. Me dicen que Les Sables d’Olonne están a 8 kilómetros.
 

Una hora después de salir del puerto, y sin apenas variación en el paisaje rocoso próximo al mar, llego a un lugar donde el camino se torna menos rural y, la propia configuración del espacio, obliga a ir en paralelo al lado derecho de la carretera. Un árbol ofrece voladizo para hacer sombra.

 
La carretera propone una opción poco grata, pues dejo de ver el mar, pero necesaria, si queremos acercarnos a la Abbaye d’Orbestier, que es lo que pretenden quienes diseñaron este nuevo circuito. A mí tampoco me molesta pasar por allí, que me aleja del mar, pero me limitaré a verla por el exterior y fotografiarla. Superamos en altura la carretera y otra vez se me ofrece la costa con las mismas características que la he ido viendo hasta ahora. No cambiará hasta llegar a las cercanías de Les Sables d’Olonne.

La Abadía de Orbestier.
La abadía está en el bosque de Saint Jean d’Orbestier. La fotografío de lejos, sin tener certeza de que ese edificio sea el anunciado. He visto el anuncio de Abbaye y me ha atraído, pero la han cercado con muros y otras construcciones y ha perdido el encanto de ser un edificio noble aislado.

Próximo, hay un edificio blanquecino y con poca gracia que parece que podría cumplir la función de residencia, con dormitorios y espacios apropiados para celebrar convenciones, seminarios o retiros espirituales. El entorno se presta a caminar y dar rienda suelta a la mente, el ideal para trabajar sobre ideas y resolución de conflictos. Tras sacar una última foto a la portada principal de la abadía, que ofrece un austero románico, me voy soñando con que Les Sables me ofrezcan dunas propicias para una buena cama nocturna. No va a ser eso lo que me voy a encontrar. Esa playa va a ser demasiado urbana y la marea alta cubre casi toda la arena. Hay poca arena seca y no quiero correr riesgos innecesarios, como que por la noche me lleve Neptuno con él.

Restaurante Cayola.
También voy pensando en el partido de futbol que se celebra hoy entre Alemania e Italia. El ganador se enfrentará en la final a España y, aunque no fuera nada más que para fastidiar a la Merkel, que tanto está jodiendo a Europa en beneficio de su Germania, me gustaría que ganaran los italianos. Son las seis y media y vuelvo a retornar al mar.
 
Tanto el partido de fútbol, como la cena, como la dormida, se van a llevar a cabo de la forma más imprevista. El mar con sus rocas sigue la misma tónica que el tramo anterior. Poco después llego a un lugar en que vuelven a aparecer cerca de la orilla, a partir de las rocas, unos rediles para que los peces queden atrapados en la marea baja, como ya viera en la isla de Ré y antes, en 2008, entre Sanlúcar de Barrameda y Chipiona.
 
El recorrido ahora va por una mezcla de pista para bicis, caminos peatonales y senderos que permiten cierta variación donde elegir. El sendero lo que hace es alargarlo, pues desarrolla mayor recorrido. Un empleado dedica su tiempo a poner alambre grueso inoxidable que va empalmando a los tocones de madera ya enclavados pasándolo por el agujero correspondiente.
 
Los tocones son de baja altura y pretenden delimitar el espacio para que los paseantes no se salgan del sendero pero, así mismo, suponen un peligro en caso de que uno se despiste, no los vea, se tropiece con ellos y caiga al barranco. A veces, demasiada prevención produce el efecto contrario al deseado. Ahora voy siguiendo a una pareja que opta por el sendero más largo. Les alcanzo cuando estamos llegando a un puente de madera, pero ellos eligen la opción de bajar al pedregal y a mi no me atrae nada hacer lo mismo. Paso el puente, que continúa entarimado como arcén, sigo la carretera y entro en el Restaurante Cayola, pues parece que allí se celebra alguna convención. Desde allí arriba, veo cómo la pareja que ha bajado al pedregal ahora está sentada y tomando el sol. No sé si me darán de cenar aquí, pero me ha atraído el nombre, ya que es una deformación del vasco “kaiola” y me quedo con su significado más corriente de “jaula”, más que con el otro de “cárcel”. Aunque una jaula no deja de ser una prisión para un ave. Ambos, jaula y cárcel, no dejan de ser dos términos que chocan con éste mi camino de libertad. Pero hoy el Cayola no está abierto al público, es su día de cierre semanal, y lo han abierto para celebrar una convención comprometida. Pregunto, y nadie sabe decirme si “cayola” tiene algún otro significado en lengua gala. Los participantes en lo que se celebra llevan un atuendo variopinto, pocos van trajeados y, la mayoría, en mangas de camisa, muy veraniegos, a tono con la época del año en que estamos. Acabo hablando con uno de los empleados del restaurante y me dice que ellos llaman cayola a la estructura rocosa que ofrece el paisaje entre la tierra y el mar. Yo en mi afán de libertad, confundo dos palabras del euskera: “kaiola” (jaula), con kabia (nido) y le doy una información incorrecta del significado. Para que lo entienda, me quito la visera y la pongo boca arriba, haciendo como que en ella pían o cantan unos pajarillos. Como veo que allí no me van a dar nada para cenar, me despido y me voy.
Hacia Les Sables d’Olonne.
Una vez superado el repecho paralelo a la carretera, ya empiezo a ver el panorama de costa que viene a continuación, a la vez que aparecen a lo lejos las casas de Les Sables. En la primera parte, la orilla del mar es más de lo mismo. Los senderos siguen siendo estupendos. Poco después, empiezan a aparecer las playas.
 

Poco a poco voy desechando la idea de dormir aquí, ya que con la marea alta, el agua llegará hasta las rocas y no tengo ninguna gana de dormir sobre ellas o con riesgo de ser remojado en la arena. Tengo que olvidar las dunas soñadas, Empieza a convertirse en una playa muy urbana. Llego a una rampa de bajada a la playa. A la vez estoy viendo cómo el cielo va cogiendo un cariz preocupante, que lo hace poco apto para dormir hoy bajo las estrellas. Yendo por el paseo marítimo veo un Hotel Restaurante. Me acerco y veo que el precio de las habitaciones oscilan entre 70 y 100 €. Pregunto en otro y son también caras, además de que la recepcionista me dice que está completo. Pregunto a dos mujeres y me envían a La Gare. Uno, que va fumando un porro, me orienta. Cuando llego a la zona, el más cercano es un Ibi y con precios entre 72 y 82 €. Ni pregunto. Decido continuar por la ciudad y tratar de dormir en las playas del otro lado, hacia el Norte.

Saliendo de Les Sables d’Olonne.
Dos chavales, que alucinan cuando les digo que vengo andando desde el País Vasco, me dicen por dónde salir hacia la Costa Salvaje. Veo un plano de la ciudad y compruebo que la salida no me va a resultar nada fácil. 

Pasado el puerto aparecen unos canales que lo complican sobremanera. Son las ocho cuando estoy pasando el puerto. A juzgar por los muchos mástiles que veo, se trata del “port de plaisance” (puerto deportivo). Siguiendo las señales, la propia carretera me lleva a una rotonda y allí elijo la salida más a la izquierda. Es la dirección a Brem sur Mer, a donde llegaré mañana. Una vez caminando por esa carretera, que parece de segundo orden, veo que hay gran oferta de camping a lo largo de su recorrido. “¡Habrá que intentar dormir en alguno!”, pienso. Como casi siempre, aquí tampoco indican la distancia en kilómetros a cada uno de ellos. Tendré que huir de los de cuatro estrellas, pues alguno de los que se ofertan es de esa categoría. Suspiro por que el primero sea de dos y tenga restaurante. Para mi sorpresa, leo que uno de los camping se llama Sauveterre y pienso, “¿será la playa nudista que no he podido localizar hasta ahora?” Para mi deleite, mañana me lo confirmarán Romeu y Jacqueline.

Olonne sur Mer. Camping Le Moulin de La Salle.
Siguiendo por la carretera no encuentro a nadie para preguntar. Llego a una casa y veo a un chico manejando su móvil en la puerta. Me dice que el primer camping está a 200 metros a la derecha. Llego y, ¡oh casualidad!, es el de cuatro estrellas. No me arredra, puesto que lo que quiero es cenar y lo de dormir luego se verá. Me acerco a recepción pero, como ya han pasado de las nueve de la tarde, allí no hay nadie. Entro a un recinto en el que hay muchas sillas ya remontadas y veo a una chica que manipula en una cocina. Me acerco y también veo al cocinero. Los comensales están ya sentados en sus mesas, algunos están cenando y casi todos comiendo pizza. Hoy no me voy a poner exigente. De primeras le planteo cena y cama y la chica me dice que le acompañe y me lleva donde la patrona. Ésta me dice que puedo cenar pero que si yo no traigo tienda ella no me puede dar ninguna solución para dormir. De momento cenaré. Luego, ya se verá.

Cena en Camping de 4 estrellas. Jacqueline y Romeu.
Vuelvo al comedor y digo a la chica que la patrona me autoriza a cenar. La camarera me dice que todas las mesas están ocupadas y que espere cinco minutos. Hay una mesa libre aledaña a la de una pareja de alemanes. Si no quiere que me siente junto a ellos, podría apartarla un poco dejando un hueco entre las dos, pero la chica parece que no está por la labor. Le digo que espero viendo el partido, pues la televisión está en otra estancia próxima y donde veo que Italia va ganando 1-0. Pero los alemanes que cenan se han dado cuenta de lo que pasa y son ellos los que me ofrecen la mesa libre. Ya están con el postre. Se lo digo a la camarera, agradezco a los germanos y me siento a su lado. La chica me da la carta para que elija. La señora de la mesa de al lado me recomienda una pizza, pero yo elijo otra, la de cuatro quesos, y una ensalada con panceta frita en pequeñas tiras. Al entrar, un hombre me ha preguntado si soy español. Se trata de Romeu, un portugués hijo de inmigrados de los años sesenta. Primero llegó el padre y se instaló en París y luego reclamó a la mujer y a los hijos. Le digo que ya he resuelto el tema de la cena, pero no el de la dormida. Romeu, sin consultar con su mujer, me dice: “no te preocupes, dormirás en mi mobilhome”. “A mi mujer le va a parecer bien”. Jacqueline va a resultar ser una mujer encantadora. Se mostrarán ambos muy receptivos al viaje que estoy haciendo y se ve que les gusta ayudar. Ellos están cenando con dos vecinas, una de ellas instalada en la otra casa que tiene el matrimonio también de su propiedad. Se pueden trasladar, pero prácticamente están allí todo el año fijas; ni las mueven. A pesar de ello, las llaman mobilhome. Con esta invitación de Romeo, en pocos minutos, se me han resuelto de una tacada los dos problemas que traía por el camino. A todos, comensales y camarera, les ha parecido que he pedido demasiada cena, pero ellos no han andado tantos kilómetros como los que yo he caminado hoy. Al final se demuestra que tienen razón, pero es más por el tipo de comida que es que no podré con todo. He terminado la ensalada y pido a la camarera que me envuelva el trozo de pizza que me ha sobrado. Me lo pone en papel de aluminio y, con el vino tinto que he bebido, pago con Visa 17 €. Por la nota veo que el camping está en Olonne sur Mer, aunque el pueblo está más al interior. Quizás tampoco el camping esté muy cerca de la costa. Mientras ceno, Romeu se ha ido a ver el partido, mientras Jacqueline se ha acercado a su vivienda para preparar mi cama. Tras la cena, me acerco a la barra. Quiero invitar a Romeu, pero ni él ni yo queremos nada. Nos limitamos a ver el partido. El partido ya va 2-0 y con posibilidades de que Italia aumente la diferencia pero, al final, un gol de penalti deja maquillado un resultado que podía haber sido de escándalo. Ni se repetirá la final de 2008, ni yo estoy en Cádiz para verla y sufrirla. Trataré de ver el Italia-España el domingo, pero llegaré a la siguiente provincia, Loire Atlantique y caeré en un pueblo, Les Moutiers-en-Retz, en que no encontraré hotel, ni restaurante, ni bares con televisión. Pero eso será dentro de tres días. No adelantemos acontecimientos. Los últimos minutos del partido son de temer pues, otro gol de los alemanes implicaría otra prórroga y suspiro cuando acaba con el 2-1 definitivo. Con el pitido final, cojo la mochila pequeña y Romeu la grande y nos acercamos a la casa móvil que se muestra inmóvil. Pasamos a la terraza, muy bien cubierta, donde podría haber dormido perfectamente. Allí están sentadas y hablando Jacqueline y la vecina (la que parecía más joven de las dos). Romeu se empeña en que les enseñe el diario con mis diseños (volvemos a recuperar el nombre que asignaban en Portugal a mis dibujos). A él se los había enseñado en el bar. Viendo el diario y los dibujos, entienden mejor mi viaje y mi filosofía de viajero atípico. También, mientras estaba en la barra del bar, a uno de los clientes del camping le ha gustado mi viaje y ha querido que compartiera mi experiencia con unos jóvenes, probablemente sus hijos, que también han alucinado. No se podían creer que viniera andando desde el País Vasco, tramo que he recorrido en 20 días.

Noche en el mobilhome de Jacqueline y Romeu.
Tras un rato en la terraza, la vecina se va. Creo que ésta era su última noche. Y nosotros también nos despedimos. El matrimonio va a su habitación y yo a la de los invitados. Un gran salón separa y une los dos espacios independientes, con dormitorio y aseo. Ocupo la habitación asignada. Es de dos camas, y dormiré en la que Jacqueline me ha puesto la sábana bajera limpia. Romeu me explica el funcionamiento del agua caliente, para que no me abrase. Me doy una ducha agradable, después de que en todo el día, salvo el tramo primero de la mañana, no he refrescado mis pies en la orilla del mar. Tengo que restregarlos bien, pues los tengo indecentes. Pensaba lavármelos con el jabón de manos que hay en el lavabo, pero Jacqueline me da un gel nutriente. Como la ducha tiene un pequeño asiento, me viene bien para frotarme los pies con el gel en seco. Tras aclararlos y darme una ducha revitalizante, me acuesto con la ventana abierta. Quiero que mañana me despierte la luz del amanecer. La dejo abierta porque tiene su rejilla para que no penetren los mosquitos. Está todo bien estudiado en esta acogedora mobilhome. Mi cuerpo va respondiendo de forma más saludable, ya apenas me duele al darme las vueltas en la cama. Puesto que tengo cama, evito dormir metido en el saco, así que como protección contra el frío me pongo la camiseta de manga larga, la que hace las veces de jersey, y me echo por encima la hermosa toalla azul que me ha dado Jacqueline para secarme. Resulta insuficiente para cubrirme todo el cuerpo y paso algo de frío, hasta que me levanto para orinar de madrugada y, al acostarme de nuevo, me cubro por encima con el saco abierto. A partir de ese momento, duermo perfectamente, aunque me tengo que levantar por segunda vez a orinar. Así, duermo hasta las seis y media y aguanto sin levantarme hasta las 6:45 horas. Tras lavarme y vestirme, para las siete ya estoy escribiendo. Pero esto ya es tema de la siguiente jornada, la 22 desde que salí de Irun.

Balance de la segunda jornada completa en Vendée.
Lo más importante del día ha ocurrido a última hora, tras llegar a Le Moulin de la Salle. No he pisado la orilla del mar más que a primera hora de la mañana. A pesar de la poca lluvia que ha caído estando todavía durmiendo, el resto de la jornada se ha portado bien el tiempo, sin contratiempos. El día no ha sido especialmente bonito en cuanto a caminos. He desaprovechado mi estancia en Saint Vincent sur Jard, sin informarme más sobre Clemenceau que, si tomó partido a favor de Dreyfus, ya parece que tuvo que ser una persona interesante. Tras demasiada carretera, he podido comer bien en Talmont y apreciar su castillo y sus lagos de agua dulce y salada. Bien por la pareja que me ha informado y que me quería llevar a Nantes en su coche. A partir del Port de Bourgeray y hasta Les Sables d’Olonne, el camino ha sido costero y grato y he visto de lejos una experiencia de escuela de la naturaleza, acompañado de una pareja cuya mujer, Fabianne, me ha dado bonitas explicaciones. Ha estado bien la visita externa a la abadía de Saint Jean d’Orbestier, con su románico austero. Curioso en lo que ha dado de sí, el restaurante Cayola y que me ha sugerido la “kaiola” vasca y esa intrigante libertad enjaulada. He hecho una cena excesiva en el camping y como decía al principio de este parágrafo, lo mejor, la hospitalidad de Jacqueline y Romeu. Amigos para siempre.

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