martes, 5 de mayo de 2015

Etapa 24 (315) Notre Dame de Monts-Les Moutiers en Retz


Etapa 24 (315). 01 de julio de 2012, domingo.
Notre Dame de Monts-La Barre de Monts-Le Gois-Beauvoir sur Mer-Port de Bec-Port de Champs-Bouin-LOIRE ATLANTIQUE-Bourgneuf-Port Collet-Les Moutiers en Retz


Hoy saldré de Vendée, después de cinco etapas por sus costas, y entraré en una nueva provincia, Loire Atlantique. Empezaré a ver nombres que ya son bretones.

Amanecer en Notre Dame.
Me despierto a las cinco y media, pero dejo pasar el tiempo hasta las seis. Orino y tapo mi micción con arena fina.

 

Saco una foto del rincón donde he dormido y he amanecido embadurnado de arena, cual croqueta de jamón. Recojo todo, tomo mi pastilla contra la hipertensión y, yendo hacia la orilla, voy descalzo por la playa. La propia naturaleza, en este caso el viento, volverán la duna a su estado natural y la dejarán tal como me la encontré. No quedará ni rastro de mi paso por la Escuela de Vela. Tras ir un rato remojándome los pies, como no avanzo bien, acabo poniéndome las sandalias con suela Vibran de Decathlon. 

Saco foto a Levante, por donde, entre pequeñas nubes, intenta salir el sol. Poco a poco, las olas al romper se van volviendo más blancas, a medida en que el astro rey va tomando altura. Un pescador, con un gran salabardo, metido en el agua, muy cercano a la orilla, está tratando de pescar.
 


Al fondo, se vislumbra más que se ve, la isla de Noirmoutier, que ayer me recomendaron visitar. Un limícola, corre-limos solitario, corretea por el borde del mar.


L’Île de Noirmoutier.
Sigo por la orilla y hace tiempo que voy viendo unas boyas que cuanto más avanzo más lejos parece que están. La primera es blanca y la segunda roja, pero no tengo certeza de en qué orden están colocadas. No lo sabré hasta que llegue al paso entre la isla y el continente, y el océano Atlántico penetre formando la Baie de Bourgneuf, que está entre las provincias de Vendée y Loire Atlantique.


He ido demasiado adelante por la orilla y ahora me toca escorarme retrocediendo hacia interior para coger el puente. Llevo hora y media de marcha cuando se me presenta un puente, mucho más reducido que el de las islas de Oléron y Ré me ofrecieron. Todavía me faltarán dos días para llegar al de Saint Nazaire. Como no sé si la isla me va a propiciar un lugar para desayunar, decido no pasar el puente y olvidarme de ella. En buena hora he tomado la decisión, pues el paso de Le Gois, que se cubre en la marea alta, no estará transitable hasta las 21:47 horas, cuando lo permita la bajamar. Es probable que ahora se pueda pasar a Le Gois, pero entre que llego a Barbâtre y disfruto de lo que la isla me vaya a ofrecer, es fácil que el paso esté ya cerrado. Salto unos riachuelos provenientes del agua acumulada en el interior de la playa con la marea alta. Paso la duna y llego a la carretera. En la duna hay una persona sentada en la cresta. Le saludo con la mano, pero no obtengo respuesta. No insisto, ya que puede estar en trance meditativo. He sacado foto a las boyas que orientan a las embarcaciones en la bocana y ahora estoy en la carretera que va en dirección a la villa más importante de lo que me queda de Vendée, Beauvoir sur Mer. Mas la carretera empieza a ascender y tiene todo el aspecto de no llevar a otro sitio que al puente y a la isla. “Tenía que haber preguntado al hombre que estaba en la duna”, pienso, pero es tarde para enmendar el error y ahora no veo a nadie para que me oriente. Para asegurar, me acerco más al puente. No se ve ni rastro de otra carretera a Beauvoir. Tendré que acercarme al camping y, cuando voy hacia él, topo con la pista cyclable que no ofrece más que dos direcciones: Notre Dame y Noirmoutier. Sigo por la que voy y que no indica nada y, enseguida, llego a un letrero que pone La Barre de Monts a 1,5 Km.

La Barre de Monts. Desayuno.
Suspiro contento por estar ya en buen camino. Veo un perro suelto y a un señor, con otro atado, que me dice que los dos son suyos, pero que del suelto no hay nada que temer. Me añade que cruce por el paso de cebra, que siga el camino, que el café está ya abierto y la panadería enfrente.
 

Llego a playa de mar interior y saco una foto con unas embarcaciones a vela, muy bien alineadas y con el objetivo de que se vea la dimensión del puente que pasa a la isla. Desde el mismo lugar pero orientando la cámara a la derecha, otra donde lo que pretendo es que se vea algo más de la isla de Noirmoutier. Paso por una factoría con importante embarcadero. Llego así a La Barre. En el café todavía no han puesto ni mesas ni sillas en la terraza. En la patiserie y boulangerie compro bollería por 2,30 € y en Tabac y Lotto, café creme por 2,70 €. Caro para un desayuno normal, ¡5 €! Pienso en el desayuno del Hotel Oyat, de Lecanau Ocean, por 9 € y, en comparación con lo que comí, aquél fue barato. Pido en el bar un gran café con leche y al pedirle con mucha leche, me dice: “café creme”. Mientras me lo prepara, voy a descargar en el retrete. Este año voy siendo bastante regular y no estoy teniendo diarreas. Pero aún estoy en mi etapa 24. No debo cantar victoria. Como un hojaldre con almendra y un caracol con pasas. Cuando acabo de desayunar, me pongo a escribir el diario. Una vez que termino de escribir lo que me pasó en el día de ayer, me levanto a aclarar con el jefe lo que me va a convenir hacer hoy. Me confirma que Vendée forma parte de Pays de la Loire. Por lo que me cuentan él y un cliente, que me da la enhorabuena, decido seguir por Beauvoir. Según mi mapa, una carretera me lleva directo allí. El cliente me animaba a que retrocediera, pasara el puente y que poco antes de Barbâtre cruzara la carretera inundable por Le Gois y llegara por allí a Beauvoir. “Demasiada vuelta”, le comento. Y ¡menos mal!, insisto. El jefe es muy simpático y se ríe con todo lo que le dicen sus clientes, pero me ayuda muy poco. Considera que no voy preparado para semejante viaje y que con los mapas que le enseño, que no le dan ninguna confianza, cree que me voy a perder. Para colmo, me he quedado sin batería en el móvil y he perdido una oportunidad de oro para cargarlo aquí. Ahora es tarde y no lo voy a hacer. Este hecho, es otra razón que le motiva sus risas y le refuerzan en la triste impresión que le doy como viajero torpe e inexperto. Son las nueve y media cuando me despido y me pongo en marcha hacia Beauvoir sur Mer.

Una carrera ciclista. 
Control de avituallamiento.
Salgo a la calle y veo cómo llega un ciclista y, a renglón seguido, otro. Me recomiendan que siga por carretera, ya que no hay pista cyclable. Creen que por el GR-8 me voy a perder. Veo canales y la zona empieza a coger el mismo aspecto que las ostreras que dejé atrás.


Son poco atractivas para darme un baño. La marea está baja y los barcos descansan con la panza en el limo. Veo una casa con tejado de paja que no sé si van a ser las típicas bretonas, pero que me recuerdan mucho a las barracas de mi amigo Salvador, hechas con caña, adobe y tejado de borró, como las que construye en el delta del Ebro. Como aquellas, está encalada en blanco y me resulta muy grata. Una foto para el recuerdo. 
 
Saliendo del pueblo, llego a un puente donde dos hombres con chaleco verde fosforito, se encargan de regular a conductores y ciclistas para que no haya accidentes en la carrera. Digo al pasar al que está situado en mi lado, con cierta sorna: “¿Le Tour de France?”. Se sonríe y ya nos enrollamos con mi viaje.
 

Me recomienda que coja el camino señalado con una señal rosa o el GR-8 que va con pintura blanca y roja. Me da confianza y le hago caso. Durante casi todo el recorrido estarán pasando ciclistas en la misma dirección en que voy yo. Dejo atrás el Pont Neuf, donde estaba el controlador que me ha orientado, y saco foto del Port de Pont Neuf, sin casi nada de agua y donde no recomiendan ni pesca ni baño, como es lógico. No lo duden: ¡No me voy a bañar! Finalmente, decido ir caminando por el Grande Randoné que los del bar Tabac me han desaconsejado. Según ellos, con los medios que viajo, seguro que me pierdo.
 
El camino es magnífico, de tierra y piedra, mejor para el que camina que para los ciclistas y va recorriendo terrenos de marisma, con mucha hierba verde, pequeños lagos y riachuelos. A pesar de ir a gusto por él, debido a las vueltas y revueltas que me está obligando a dar, todo el rato voy dudando sobre si he acertado o no al cogerlo. Pero ya no tiene remedio. La decisión ya ha sido tomada y debo apechugar con las consecuencias. El avance está siendo muy lento. Los ciclistas que pasan saludan. Unos dicen “bon jour” con la boca y, en uno de los grupos, él último, me lo dice con el culo: lleva escrito en el trasero la palabra “bonjour”. 


Aprovecho el paso de uno de los grupos de “vélo” para sacarles foto con una concentración de coches aparcados al fondo. Pienso que serán propiedad de los ciclistas y de los familiares que han venido a ver la carrera pero me parecen demasiados. Mi error me lo van a aclarar un poco más adelante dos ciclistas veteranos, una pareja de mujer y hombre, que descansan en el camino y que me informan de que se trata del aparcamiento de los que van de visita la Île D’Yeu.
 
Tras dar otra serie de vueltas y revueltas, llego a un control de avituallamiento. En una mesa, unos voluntarios se encargan de que no falte en ella ningún producto a propósito para el bienestar de los ciclistas. Hay bebidas, ciruelas pasas, que quizá sean las famosas “pruneaux d’Agen”, onzas de chocolate y algún producto energético más. Como les digo que vengo andando desde el País Vasco, a mí también me corresponde un vaso de Fanta naranja y me lo dan. Los que allí descansan de pie, ya han aparcado sus bicis, pero todavía siguen llegando rezagados. Agradezco el refresco, me lo bebo, y sigo adelante.



Por el GR-8 hasta llegar de nuevo a la carretera.
Enseguida, el camino me lleva por vericuetos sin pérdida, pues dos fosos con agua canalizada no me permitirán escorarme ni a izquierda ni a derecha. Pequeñas esclusas los controlan y los comunican entre sí.


Volviéndome hacia atrás, hacia La Barre, saco foto de vacas que pastan en terreno que ahora parece menos marismeño. Sigo avanzando. Un helicóptero merodea por la zona, aterriza en terreno muy alejado del lugar en donde estoy yo, y pronto volverá a reanudar su vuelo. Tengo la certeza de que no es a mí a quien están buscando. De la parte de atrás, me pasa un ciclista con su maillot, habitual en este deporte, en el que predomina el blanco.
 

Me saluda: “¡spanish!”. Me sorprendo con esa palabra y él para y se baja de la bici. Me dice que hablé con él en el Restaurante Cayola, “¿dónde había una convención?”, le pregunto, y me responde que él estaba allí y se acuerda de mí. A mí me parece que ha pasado un siglo desde entonces y compruebo en el mapa que sólo hace tres días que nos vimos. Cuatro palabritas sobre el camino que estoy haciendo. Me despido del ciclista y él sigue adelante con su vélo. Saco foto del helicóptero, que acaba de reanudar su vuelo.

Los vericuetos del camino me llevan a pasar ahora más cerca de las vacas. Algunas me miran sorprendidas. Parecen curiosas, como si no hubieran visto nunca pasar a un vasco caminando por estos andurriales. Esta raza me parece que tiene las patas muy largas, más que las habituales de mi tierra. Pero puede ser un efecto óptico, una deformación producto de mi imaginación. A la primera vaca, la que me parece mayor y me mira de más cerca, le saludo y le digo: “Bon jour, madame” y, aunque no me responde, me doy cuenta que rumia algo y su boca parece querer responder a mi saludo. Me doy por enterado y sigo adelante.
 

Al pie del camino, encuentro a un pescador con su caña. Me dice que el pescado que consigue sacar de allí es pequeño y que también encuentra mejillones. Me dice que me fije en el cristal posterior de su coche. Lo hago y veo, sobre fondo azul, la cruz asturiana. Me dice que le gusta mucho Asturias y que suele ir allí de vacaciones. Estamos de acuerdo, pues los dos apreciamos esta provincia española. Yo remarco la que me parece su característica más diferenciadora con relación a otras provincias, la proximidad entre preciosas playas de arena fina, con la gran alta montaña de los Picos de Europa. Me despido del pescador y voy llegando a carretera. Aquí hay nuevo control de la carrera ciclista y otro puente. Uno de los controladores me dice que él suele ir de vacaciones a Zaragoza en verano. 


Le digo: “¡Qué calor!” y no me viene a la mente el vergel donde está la cola de caballo, y no le puedo preguntar si lo conoce (Ahora, cuando escribo mi blog, sé que me refería al Monasterio de Piedra, auténtico vergel en el desierto de Los Monegros zaragozano).

¿Llegaré a Le Gois sin perderme?
A partir de aquí, las dos señales, la de flecha rosa y el GR-8, se separan definitivamente. Dudo por cual continuar.
 

Llega un conductor en su coche y le hago señal para preguntar y para con frenado y arrastre sobre la gravilla. De inicio responde arisco y luego, muy amable, me dice por dónde va el camino que me llevará hasta Saint Nazaire. No es hasta tan lejos donde quiero ir hoy. Es suficiente con que ahora me lleve a Le Gois o hasta Beauvoir. Él sigue el mismo camino y veo que para poco más adelante. 
 
Cuando llego, le vuelvo a saludar y continúo mi marcha. En este lugar el cereal y la hierba ya han sido segados y se ha recogido en grandes fardos cilíndricos como provisión de alimento para cuando los animales, en invierno, no tengan nada fresco para comer. Poco después, el camino ofrece menos garantías. Qué diferencia noto entre el bien segado que he traído hasta ahora y éste en que la hierba crece a su libre albedrío. Trato de no pensar en las víboras. Como voy con móvil sin batería, pienso: “¿a quién avisaré si me pica alguna?”. En este tramo, de nuevo voy sin dudas, pues llevo canal con agua a los dos lados de la senda. Paso por otra esclusa y la senda finaliza en carretera estrecha.
Corinne y su rosal.
Ya estoy en terrenos de Beauvoir. La carretera pasa por delante de una casita. Corinne está retocando su rosal de rosas rojas. Le pregunto: “¿Qué tal se vive en un lugar tan apartado del mundo?” y me responde: “Muy bien, en soledad”. Con este arranque, sale de su portón protector, y nos ponemos a hablar. Me insiste: “No dejes de ver Le Gois”. Me dice que, en marea alta, el paso desaparece. Es ahora cuando me fijo mejor en mi mapa y veo cómo describen el lugar: “Le pasaje du Gois, route praticable à basse mer”. Me dice que debo volver atrás. A mí me parece que voy bien siguiendo adelante y se lo digo. Ella está pensando en coche y se lo repiensa. Finalmente me dice que continúe adelante y que en un par de kilómetros ya estaré en Le Gois. Saco una foto a Corinne volviendo a entrar en su recinto. ¿Continuará acicalando su rosal de rosas rojas? “¡Hasta siempre, Corinne!”

Le Gois esta cerca. 
Recolocando señales confusas.
Enseguida encuentro unas vacas. Estas no son de color crema tostada como las que he visto antes, sino manchadas, negras y blancas. Están más próximas a mí, pero una valla nos separa en el paso de unión entre su terreno y mi camino y, en la parte en que no hay valla, será un canal el que me proteja de su ataque. Éstas también me miran, pero no son tan preguntonas. Me siguen pareciendo enormes.


Más adelante, fotografío otra planicie herbácea, donde también se muestra mucha hierba recogida en grandes fardos en forma de rodillos. Son espacios privados no vallados, pero aquí las vallas son sustituidas por canales de agua que hacen difícil el paso a cualquier merodeador inoportuno, que quiera llevarse lo que no es suyo. Pero lo que más me interesa de esta foto son dos cosas que veo a lo lejos: un pincho blanco, hacia el Norte que, por la dirección, me hace pensar en Le Gois, y el puente que, al Sur, a la izquierda, une La Barre con la isla de Noirmoutier, y que he dejado atrás a primera hora de la mañana. Este puente me hace pensar en que estoy avanzando muy poco.
 

Paso por una señalización del GR-8 que me desorienta. Tal como está, creo que mal dispuesta, me lleva de nuevo hacia Beauvoir y tengo claro que allí no quiero ir ahora, después de lo que me ha dicho Corinne. Ya llevo andados los dos kilómetros que ella me ha predicho y la carretera a Le Gois no tiene ninguna traza de aparecer. Retrocedo a la señal desorientadora y me hago mi composición de lugar. Ya sé que no debo volver donde Corinne, también sé que no debo ir hacia donde he ido, así que no me queda más opción que seguir el camino que me queda. Es, tras estas certezas, que desclavo la señal y la coloco en la posición que creo indica bien el camino a seguir y que sirve lo mismo para los que vienen de, como los que vamos a Le Gois. Confío en que mi criterio sea certero y no cree más incertidumbre a futuros caminantes. Si me he equivocado en la apreciación, espero que algún caminante experto recoloque las señales como es debido. Saco foto con las señales como yo las he dispuesto en mi nueva colocación.
 

Todavía, al marchar, voy con dudas de si lo he hecho bien o mal. No aparece ninguna señal nueva del GR-8, por lo que mis dudas no se disipan. Poco más adelante, todavía paralelo a canal, un pollino me saluda en una difícil encrucijada. El terreno vecino está delimitado por una valla rústica de Uralita y alambre de espino, un canal delante y otro detrás y, a pesar de tener un amplio terreno donde pastar y sestear, parece que le agrada más este angosto lugar donde más que gozando de libertad parece prisionero. Como si añorase los años anteriores a 1789. ¡Como más de uno y de dos! Viene una pareja joven en coche. Ella es la que conduce. No se aclaran mucho de lo que les digo de las señales erróneas, pero me dicen que, a pocos metros, hacia la izquierda, encontraré una señal de carretera que indica que Le Gois está a 3 kilómetros y, al llegar, veo que allí se encuentra la pista cyclable bien señalizada. ¡Ya no voy perdido! Digo a un hombre que está dentro de un coche estacionado: “Las señales del GR-8 no están bien”. Caminando por la pista, veo sobrevolando mi cabeza una cigüeñuela. Emite su pitido característico.

Una reflexión sobre mis padres, la edad, la salud y los medicamentos.
Quizás el ave me ha traído el recuerdo de mi padre. Todos los hijos hemos superado la edad en que él murió, ahora nos queda el referente de nuestra madre a la que faltaron unos meses para llegar a los noventa. Edad que estoy en disposición de superar. ¡Ya se verá! Tengo el recuerdo de que mi padre le ponía al café con leche, azúcar y sal. Le voy dando vueltas al tema, pues mi hipertensión me preocupa. ¿Quizás también él era hipertenso, sin control? También recuerdo que trabajaba por las noches, disfrutaba con la caza, la pesca, recogiendo setas o paseando con el perro por las mañanas, al regresar del trabajo. Luego comía, se acostaba y, casi todas las tardes se levantaba con dolor de cabeza. Entonces tomaba un par de optalidones y parecía que eso le aliviaba. Luego se supo que el optalidón era malísimo para la salud y se retiraron del mercado, pero creo que el daño que pudo hacer a mi padre ya era irreversible. Lo mismo está ocurriendo ahora con el Ibuprofeno. Menos mal que yo hace tiempo que lo tenía prohibido, como la Aspirina, por ser contraindicado para mi hipertensión. ¿Algún día nos dirán lo mismo del Paracetamol? También recuerdo a mi madre, en la época en que ya no caminaba y le llevábamos en silla de ruedas. Como estaba depresiva, ¡cómo no iba a estarlo una mujer tan activa disminuida en su vehículo rodado!, le daban pastillas que le ponían cardíaca a ella y a los que estábamos a su alrededor. Lo único que hacían aquellas píldoras era soltarle la lengua para un discurso reducido y repetitivo: “por los siglos de los siglos, amén”. Un día, en la época en que ya ni eso decía, le quise parar esos nervios, parando en seco un brazo y una pierna. Lo único que conseguí con ello es lastimarla y me dijo: “me haces daño”. La única frase coherente que le oí decir en cuatro años, antes de que muriera. Me entristece y lloro recordándolo y con el deseo de que esa situación no se repita en mí.
 

No me gustaría que me mantuvieran en vida como un vegetal. Vivo, pero sin calidad de vida. No me gustaría que me dieran pastillas para animar y quiero me dejen deprimirme si la realidad que estuviese viviendo es como para deprimirse. Cada uno debe asumir su propia depresión sin tratar de resolverla artificialmente. Y si mi mente no rula, la eutanasia es una solución adecuada que no se acaba de inventar ahora, sino que se lleva años practicando. ¡A ver si dejo preparado mi testamento vital!

El pasaje de Le Gois. 
Gregorio de la Casa de Campo.
Por fin llego a la carretera general y a Le Gois. En la entrada, un gran panel luminoso, indica la hora en que la marea baja permitirá de nuevo el paso a la Isla de Noirmoutier. Será a las 21:47. Antes de buscar sitio para comer, me asomo a la carretera que viene de la isla y que ya la marea está cubriendo. Después de comer, sacaré otra desde el mismo lugar, donde se ve que sigue subiendo. La base de uno de los postes indicadores ya estará totalmente cubierta para entonces.
 

Me asomo a uno de los restaurantes y la oferta del que pone Casa de Campo no me agrada. Me acerco al de al lado y la respuesta que me da el que parece que lo regenta me desagrada más aún, así que vuelvo al primero. Es entonces cuando me percato del nombre en castellano y entro sin dudarlo. El dueño, Grégoire, me recibe en castellano. Como ensalada compuesta, con huevo y atún, que está muy rica y una buena ración de mejillones. Se los pido naturales, pero me los saca con una salsa de nata que parece gusta a los franceses pero que a mí no me agrada mucho, porque desvirtúa el sabor a mar que, es lo que me gusta de los “moules” sean galos o hispanos. Pago 20,80 con Visa y no recuerdo si bebí vino. Creo que me abstuve de postre pues preví que la comida me iba a salir cara. Digo al jefe que no me ha gustado la salsa blanca y él se sorprende, pues es lo que atrae a sus clientes. Me dice que se lo podía haber dicho y me los hubiera hecho al vapor o a la marinera. Yo, al pedirle naturales, no podía prever que les iba a echar nata. Le digo que la ensalada la he comido muy a mi gusto. Es la comida más cara, después de la que hice en la isla de Oléron, junto al bosque de Saumonards, en Le Café de la Plage, que pertenecía a Saint Georges, pero allí comí ostras y mejillones.

Un saxofón que cruzó el Bidasoa.
Gregorio Ruiz de León heredó el nombre de su padre, pero con la grafía francesa, pues él ya nació allí. Me dice que su padre vivió en Irun y que tocaba en la Banda de Música de la ciudad. Entonces me acuerdo de una historia, que no sé dónde leí, sobre un músico que huyendo de la guerra civil española, que cruzó el Bidasoa con su saxofón. Grégoire me habla de su padre. Le digo que se editó un libro en 2008, donde el músico José Silguero recopiló información de las bandas irunesas desde 1708 hasta nuestros días. El autor, además de músico, muestra sus dotes de historiador profusamente documentado. Digo a Grégoire que seguro que en alguna de las páginas menciona a su padre y, que quizá, hasta haya alguna foto en la que aparezca él en sus años musicales. Le pregunto si estaría interesado en el libro y ante su respuesta afirmativa, me comprometo a hacérselo llegar a través de Luis Uranzu Kultur Taldea (LUKT), que es el grupo editor y de donde soy socio. Cuando regrese del viaje, pediré que se lo envíen contra reembolso. Quizás si el hombre hubiera mostrado más entusiasmo y sido más generoso conmigo, me habría encargado yo personalmente de buscarlo, pagarlo y mandárselo a Le Gois, pero el caso será que este libro no creo que haya llegado a sus manos. Haciendo una revisión, en la página 286 encuentro que en 1931, Gregorio Ruiz de León cobraba en la Banda, como músico de 1ª, la cantidad de 675 pesetas. Y en la 297, en una suscripción a favor del Frente Popular, aportó un día de su haber de 1,85 pesetas. Quiero suponer que el saxofonista cruzó a Hendaya al inicio de la contienda, cuando las tropas franquistas tomaron Irun, y ya no regresó, continuando su vida en Francia. Me da sus señas en Le Gois, que así compruebo su pertenencia a Bauvoir sur Mer, tal como aparece en la tarjeta de La Casa de Campo, y me invita a una copa de licor de “cassis” (grosella negra). Luego cojo mi diario y me dedico a escribir un rato, me pongo al día, recojo todo, agradezco la copa y me despido del hijo de Gregorio, asegurándole que recibirá el libro, siempre que no esté agotado. Me dice que los gastos corren de su cuenta. Recapitulemos: Yo pedí a LUKT que se lo enviaran. Escribí a Grégoire para saber si lo había recibido. Le escribí dos veces y jamás me contestó. Luego en LUKT me dijeron que no lo habían mandado. Tampoco tenía certeza de que, fuera del verano, vivieran en otro lugar el resto del año. Por todas estas razones el libro no se le mandó. Si lo quiere, ya sabe dónde lo puede encontrar.

De Le Gois a Bouin. 
Es un milagro que no me pierda.
Ya estoy en los kilómetros finales de Vendée. Pero antes de marcharme del lugar tan estratégico y tan dependiente de las mareas, saco una foto al Restaurante Casa de Campo, nombre que me lleva a pensar que el señor Gregorio podía provenir de la provincia de Madrid, pero que no tengo otra razón para afirmarlo, y así me queda para el recuerdo de esta conversación sobre las Bandas de música irunesas. Luego me acerco al pasaje, donde la marea sigue subiendo y saco foto para compararla con la de hace tres horas. Son las cuatro de la tarde cuando retomo el camino que me va a llevar, con visitas intermedias, hacia Bouin, el último pueblo de la provincia que figura en mi mapa. Retrocedo hacia el camino que he abandonado antes y cuando llego al cruce, veo dos señales que no sé si me orientan o me desorientan más. En ambas se menciona a Beauvoir y en una pone 6 y en la otra 4 Km. ¿Qué hago?, ¿cuál elijo? El primero parece que retroceda para pasar no sé por dónde. Mientras que el otro, más corto, me lleva hacia el interior mucho rato pero, al fin, toma la dirección que creo correcta.

L’Epoids y Port de Bec.
Voy acercándome hacia la desembocadura de un río con esclusas. Me asomo y está todo muy sucio. Así que retorno al camino, que va paralelo a una antigua plataforma, que es también paseo y se convierte en carretera, ya obsoleta, y que deja plantados, sin posible continuidad a los coches que han llegado hasta allí para ver la esclusa. Yo sigo, tan ricamente, puesto que no tengo coche, hacia Port de Bec. Tras tres cuartos de hora de marcha, llego a otro lugar, L’Epoids, en que pescan con gran salabardo, con la marea ya alta, y donde hay tres niños que observan mirando al agua. Esta es la foto que me inspira el trío. Beauvoir ya me va quedando inalcanzable y me olvido del pueblo más importante de la zona, aunque lleve tanto tiempo caminando por su territorio. L’Epoids ya no sé si pertenece a la misma comunidad.
 
Paso un puente con barcos en la ría y, tal como he entrado en L’Epoids, salgo de ahí y entro en Port de Bec. Pregunto a uno y como no sabe contestarme, trae a su pareja y me dice que Port de Bec es el lugar donde estamos y, sin ver el puerto, me dirijo hacia el camino que me va a llevar en dirección a Port de Champs. También este puerto lo veo de lejos, con unas enormes exclusas que parecen importantes. La foto también va a ser lejana. Ninguno de los tres lugares, aparece en mi mapa.


Hacia Port de Champs.
De nuevo, el camino deja de ser de asfalto y vuelve a ser de tierra y piedra. Es mejor para mis pies. Se me presentan en el paisaje 8 molinos de viento que, comparando con los cuatro últimos, observo que están colocados numéricamente desordenados.
 
El quinto es el NX 8052, luego llego al NX 8055, después al NX 8054 y, finalmente, al NX 8051. A siete los fotografío tras un campo de alholva y, detrás de él, un maizal. El octavo se me queda fuera de campo. En el mapa que voy a utilizar mañana habla de la côte de Jade, pero la menciona hacia el final de la jornada de mañana, por eso me sorprendo de que llego a un lugar de Bouin al que llaman Parc eolien de côte de Jade Bouin.
 

Tras un campo de gramínea ya madura, fotografío a los ocho, según los voy rodeando. El tercero lo paso bajo sus aspas, que hacen sombra sobre el trigal. Otro está entre carretera y camino, dentro de otro maizal. Cuando paso junto a los últimos, el ruido que producen no es grande y no molesta porque voy a buena velocidad pero, para estar allí mucho tiempo ese sonido repetitivo, monótono, creo que resultará bastante desagradable. 
 
Son las cinco de la tarde y éste será el paisaje durante casi una hora. Por fin salgo a carretera y llego a una esclusa. Saco foto de su bocana y subiré al dique para charlar con la pareja que contempla el paisaje desde arriba. Se sorprenden con mi recorrido pedestre. Desde allí vuelvo a ver las grandes esclusas.


Conversando en castellano.
En diez minutos estoy ya en esclusa, que es puente, y en río o canal, que es puerto. Todo está bastante sucio. Saco foto desde la esclusa. La foto me parece más bonita que el lugar. Me encuentro con dos franceses, que podrían ser padre e hijo. El padre es muy mayor y necesita apoyo de brazos más jóvenes. Han dejado el coche en Bouin y están haciendo un pequeño recorrido a pie, con el fin de que camine el padre. El joven habla castellano y me asegura que puedo llegar sin ninguna dificultad hoy mismo a Loire Atlantique. Me dice que hasta que no llegue a La Bernerie en Retz no voy a encontrar playas bonitas. Llegaré mañana. Hasta que llegue allí, y no termine de pasar el golfo formado por la isla de Noirmoutier, todas las playas van a ser campos interminables de fango. También me hablan de Port Collet, como referencia delimitadora de la siguiente provincia. 
 
No siente una atracción especial por el fútbol pero, aunque yo tampoco soy un fanático de ese deporte, tan desvirtuado por intereses económicos, hoy si tengo curiosidad por ver la final entre Italia y España. Lo mismo ocurrió con el Francia-España, que lo pude ver a medias, más por las razones relacionales que supuso, con aquel grupo de padres e hijos futbolistas, que por el resultado en sí. Me viene bien la información recibida sobre las playas, y así me conciencio que hoy va a ser otro día más sin baño. Y van un montón. Lo que más siento es que, al hablar en castellano, hemos excluido al padre de nuestra conversación. Aunque luego le cuente el hijo algo de lo hablado, seguramente algo nos habría podido aportar.
 

Creo que luego, saliendo de Bouin, me saludarán desde el coche pero, desde un vehículo, los ocupantes ven muy bien al que va fuera, pero el caminante apenas tiene unas décimas de segundo para percatarse de quiénes son los que le saludan al pasar. Los cristales hacen brillos que no permiten ver a los de dentro, y esa circunstancia no ayuda.

Bouin.
El acercamiento a Bouin es bueno, el campo sigue siendo del tipo marisma o de campos irrigados. De lejos, ya destaca el pincho del campanario de la iglesia, a la que luego me acercaré. Entro en Bouin. Un chico me dice que hay 8 kilómetros entre Bouin y el primer pueblo de Loire, Bourgneuf en Retz, y que no es costero. He visto un molino que me ha parecido de interés, pero luego no consigo localizarlo. ¿Habrá sido un espejismo? Saco foto de la fachada exterior de la iglesia con su puntiagudo "clocher" y, sin más que ver, me voy de un pueblo atractivo pero que he visto en un pispas. El nombre, en su pronunciación, Buen, me ha traído el recuerdo de el exalcalde de Irun, del que ya hablé con motivo de un encuentro en Marín con alguien que estudió con él en el mismo colegio irunés y que llevaba muchos años viviendo en Galicia. Son las siete menos cuarto de la tarde cuando ya estoy saliendo de Bouin.

De Bouin a Bourgneuf. Cambio de provincia.
Quizás 8 kilómetros me parezcan muchos para poder llegar a buena hora a cenar a ninguna parte en Francia, pero me animo a correr el riesgo. Cuando salgo a la carretera, veo que son más, 9 kilómetros, y no me hace ninguna gracia. Estoy en carretera sin arcén y con mucha circulación. Tengo dudas de si algunos coches saludan, al ver a alguien que está haciendo caminada a pie, o si se trata de una queja, al verme ir por la carretera habiendo senderos señalados para caminantes. Nunca lo sabré. Cuando veo señal de desviación hacia Port Collet, decido que ya se ha producido el cambio de provincia.


L O I R E      A T L A N T I Q U E

La señal a Port Collet no indica kilómetros y no me arriesgo a ir hacia allí. Al no haber arcén, cuando vienen coches de frente, me escoro a la hierba y, en especial, cuando lo que veo venir son auto-caravanas o camiones. Aunque, por ser domingo, no hay apenas camiones. A veces, si veo que no viene nadie por detrás de mí, dejo que los vehículos den al intermitente y sobrepasen la mediana. A veces, hago gesto de agradecimiento. Sólo al inicio, un coche que venía de Bouin me ha dado un susto pues, al adelantar a otro, se me ha acercado peligrosamente. Esta maniobra es la que no controlo. Para ello necesitaría tener menos rigidez para girar el cuello, o llevar espejo retrovisor, y ya voy bastante pesado con lo que porto encima. 
 
Mi doctora me dice que lleve el medidor de tensión, otros, que lleve un pequeño diccionario, y amigos, que lleve GPS y, si seguimos sumando cosas útiles para viajar, acabaría con tanto peso que harían inviable mi camino. Así llego a la demarcación de Loire Atlantique. Paso un puente con aceras a ambos dados y me creo que, a partir del cambio de provincia, las condiciones de mi camino van a mejorar, pero no va a pasar de ser un espejismo, pues todo vuelve a las andadas. Una foto, con carretera que confirma la falta de arcén que estoy contando y que, a veces, lo puedo sustituir por hierba pisable, ya me ofrece a Bourgneuf, al fondo de un campo segado con hierba recogida en rodillos. Empiezo a familiarizarme con el nombre: Bourgneuf en Retz. Traduciendo sería como un burgo nuevo. No tengo seguridad de que sea ése el pueblo, puesto que llevo 6 Km. y aún faltan 3, pero quizás falten 3 Km. para llegar. Lo voy confirmando a medida de que el reloj avanza.
 

Según me voy acercando, busco desviación hacia Les Moutiers, puesto que este primer pueblo se sitúa en interior y el otro en la costa. Eso supone retrasar más la llegada, pero la costa me puede ofrecer playa para dormir y un pueblo de interior no. Cuando llego a la rotonda, vuelvo a sacar foto de Bourgneuf, con el pincho de su iglesia más cercano, aunque todavía muy alejado pero, como ya estoy convencido que hasta allí no voy a ir, va a ser la foto más próxima que voy a sacar de Bourgneuf.

Port Collet.
En la rotonda no veo indicador de dirección hacia Les Moutiers, pero sí hacia Port Collet y algo que antes había desechado, ahora lo acepto porque ya estoy en el Loira Atlántico y me asegura que esa carretera me va a llevar a la costa y, de Port Collet, podré continuar a Les Moutiers que, finalmente, va a ser el lugar donde acabe mi etapa de hoy. De momento ya salgo ganando, pues esta carretera de menor importancia me saca de la que traía con tanta circulación. 


Al menos, supone un respiro al agobio que tanto control de vehículos me produce. La duda me surge cuando veo otra carretera que indica Pornic y Saint Nazaire, que también son lugares hacia donde voy. A Pornic llegaré mañana. Es probable que ambas carreteras me hubieran servido igual. No tengo a nadie para preguntar y la decisión es sólo responsabilidad mía. Cuando llego a Port Collet, no deja de ser otro río, o canal, con algunos barcos muy alejados y que lo que más destaca es un puente alto, que no permite paso de veleros con gran mástil, y un edificio de madera, curioso, con buena terraza a cubierto y que, como no sé qué finalidad cumple, no me arriesgo a quedarme a dormir en él. Tiene fácil acceso por escalera suave.

De Port Collet a Les Moutiers en Retz.
Cojo el itinerario de sentier litoral por la playa, que vuelve a ser de cascajo, como el de la duna de ayer. En la costa, de nuevo se institucionaliza la pesca con salabardo de tracción mecánica manual. En este lugar la marea ya está bajando, así que los reteles tendrán que esperar para pescar. El mar, ni se ve en la distancia. No será hasta la madrugada, que oiré llegar las olas hasta la playa y su romper en la orilla. Como por el camino de cascajo no acabo de marchar nada bien, salgo a carretera paralela. Corro con intención de llegar antes de que acabe el primer tiempo de la final del Italia-España. Pero, de nuevo, la carretera me vuelve a llevar hacia el interior y yo no quiero alejarme de la costa. Me gustaría estar cerca del sitio donde voy a dormir. Entro a un camino de naturaleza y salgo al paseo marítimo de Les Moutiers. Para acordarme del nombre rememoro a Les Loutiers, un grupo de cómicos cantores.

Les Moutiers en Retz. 
Noche sin cena y sin televisión.
Igual que no vi en 2008 la final entre Alemania y España, este año tampoco veré la final entre Italia y España. En aquella ocasión, lo hice a propósito, tras ver el riesgo que corrí con la semifinal, pero ahora lo quería ver, al estar en un país que no se juega nada por estar ya eliminado. Además, pienso, como eliminamos a Francia, los franceses estarán a nuestro favor. Así podrán decir que les eliminó el campeón. Pero esto que digo es mucho decir. Nunca se saben todos los condicionantes para inclinarse por un deseo u otro. Ya dentro del pueblo, todo lo que veo son casas particulares y no veo ningún bar. Mañana veré uno al final del paseo marítimo, pero ¿estaría abierto cuando he llegado hoy?

Entro por la calle principal hacia la iglesia. Pregunto y me dicen que el único restaurante que hay en el pueblo, hoy disfruta de descanso semanal. Me dicen que puedo encontrar algo de comer en la plaza. Saco foto de la iglesia. El pincho del campanario está en reparación. Recorro bares, pero hay pocos y en ninguno tienen televisión, o si la tienen, no está puesta. Se ve que quieren cerrar y pasan del partido. No me ofrecen ni un puto bocadillo. Con decir “desolé” ya se dan por satisfechos. ¿En Iberia dejaríamos a alguien que llega caminando sin un cacho de pan con algo dentro? Me arriesgo a no creerlo y menos en un pueblo pequeño como éste. Aquí parece que no les importa lo más mínimo. Doy otra vuelta por el pueblo, apurando posibilidades. Veo llegar a su casa a un grupo familiar. Pregunto, y un joven me dice que en el primer tiempo va ganando España 1-0. También me dice que si subo al pueblo, algo más de un kilómetro, es fácil que pueda ver el partido. Pero tampoco me lo asegura. ¿Y si después de ir, me encuentro con que ya han cerrado? En cuanto a la dormida, estoy tranquilo, pues he visto al pasar por el paseo marítimo, un lugar detrás de unos setos, que puede ser bueno para descansar. Tiene un par de accesos y el seto protege del viento que viene del mar. Intento de nuevo en un bar, pues no me creo que no tengan nada para hacerme un sándwich, y le digo a la chica de la barra: “sans match et sans diner” (sin partido y sin cena), pero no la amilano. “Desolé”, me dice, y está tan desolada que se sienta en silla alta, apoyada en mesa alta, en el exterior, y se pone a charlar alegremente con sus amigos. ¡Cómo sufre la pobre por mí! Disfruta de su cervecita fresca y se la ve feliz porque está a punto de concluir su jornada laboral. Como ya empiezo a tener claro que no tengo nada que hacer, que hoy me quedo sin cena, me doy otra vuelta por el pueblo. 


Si antes ya he sacado foto de la iglesia, ahora hago la última del día a un jardín que me parece bien cuidado con hermosos árboles y con un pequeño grupo de hojas verde claro entre otras rojizas, que se me antoja un signo de interrogación. Una duda para el final de mi etapa 24. La imagen de la virgen me la tapa el árbol. Hasta ella se niega a salir en la foto, avergonzada de que no me den ni un mendrugo de pan. Hablo con mi yerno, Mikel, y me dice que vamos ganando 2-0. La familia bien y le digo dónde estoy.

Olvidando la cena, preparo la dormida.
Vuelvo al paseo y elijo el lugar donde voy a dormir. Tengo dudas y me decido por la opción que me parece más segura. No me quedo sin cenar del todo. Abro la lata de sardinas que me regalaron Jacqueline y Romeu, una barrita de cereales de fresa de Eroski y algunos frutos secos. Lo he comido en el paseo, después de dejar preparada la cama tras el seto. Hay alguien por la zona y procuro que no me vea cuando me meto en el saco. Ya sacaré la foto mañana. El mar sigue lejano. Hace un rato que han dado las diez y el paso de Le Gois estará abierto para quien quiera pasar, andando o en vehículo. Un grupito que va por el paseo marítimo, se para a hablar a la altura de donde estoy yo tumbado. Dudo si me han visto acostarme y me quieran dar la serenata o hacer alguna gracia. No habrá tal caso. Probablemente caminaban despaciosamente y a mí se me ha hecho el tiempo de paso interminable. Después, ya no vuelvo a oír voz alguna. No duermo bien, pues al acostarme de lado me vuelve a doler el costado izquierdo. Sobre todo, cuando hago giro del cuerpo en un sentido o en otro. También me crea problemas al levantarme pero, cuando ya estoy en marcha, estando de pie, no me duele nada. Sólo una ligera molestia. Me duele también cuando bajo bruscamente un peldaño inesperado. Espero que vaya a menos y remita. Me doy masaje con el gel de Aloe-Vera en los pies y vacío el envase. Se me ha formado una ampolla, o una heridita en el segundo dedo del pie derecho. Confío en que no me cause mayores problemas. Me levanto de madrugada una vez a orinar y luego una segunda. Mañana tiraré a la basura los restos de mi cena, la lata, el envoltorio de la barrita y el tubo de gel finalizado. La luna ofrece la figura de un balón de rugby. Me ilumina lo suficiente pero sin molestarme para dormir. Al levantarme en la madrugada veo claros y nubes y empiezo a oír cómo rompen las olas en la orilla. Así que el mar, en su marea alta, ya ha llegado a la playa próxima, de la que me separa el pretil, el paseo y el seto tupido de hojas. Al final, sin que lo vea, España gana la final por 4-0 a Italia. Yo, después de cómo eliminó a Alemania, temía más a la selección azzurra.

Balance de la última jornada en Vendée.
Con no muy buen pie he entrado en Loire Atlantique. Ni cena, ni partido. Menos mal que España sigue dando alegrías (Cuando esté en Córcega en 2014 se acabará la racha) y que mis amigos me dieron una lata de sardinas al salir de su hospitalaria Olonne sur Mer. Si no, la entrada en Loire Atlantique, habría sido deplorable. ¡Mira que no encontrar ni un mísero bocadillo! Hoy el día no ha sido muy significativo en cuanto a encuentros. La poca confianza que tenía en mí como caminante el del Tabac donde he desayunado. Él y sus amigos. Buen control de avituallamiento en la carrera ciclista, aunque me hubiera gustado probar las ciruelas y el chocolate. Curioso el encuentro con el ciclista que me conoció en Cayola, un poco antes de Les Sables d’Olonne. El camino ha sido confuso, amén de alguna señal trastocada. Menos mal que sólo han sido 9 kilómetros por carretera con mucha circulación. Los domingueros que han salido a la costa. Bonito encuentro con el padre que paseaba con su hijo en Port de Champs. La curiosidad del paso de Le Gois, condicionado por las mareas, y la suerte de no haber elegido esa opción pues me hubiera obligado a dormir en la isla y avanzado muy poco en la jornada. Ha sido una lástima que Gregorio Ruiz de León no se hubiera mostrado más contento de recibir a alguien que vive en Irun, donde su padre tocó en la Banda Municipal de la ciudad, antes de que la sublevación franquista nos hundiera en la miseria y nos propiciara tantos años sin libertades.

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