Etapa 32 (323). 09 de
julio de 2012, lunes.
Plescop-Mériadec-Sainte
Anne d’Auray-Pluneret-Auray-Crac’h-La Trinité sur Mer-Carnac.
Presento, como todos los días el recorrido completo de la etapa, pero, al ser un recorrido por interior, quiero también ofrecer los pequeños mapas que me ayudaron a llegar a las etapas intermedias, de Plescop a Sainte Anne d'Auray.
Amanecer con luna en
el bosque de Plescop.
Me despierto a las 5:45
horas, dudo, pero decido levantarme. Me han calculado 15 Km. a Sainte
Anne d’Auray. Si no arranco temprano, se me hará muy tarde para
llegar allí a desayunar. Recojo todo. Pastilla. Traguito de agua y
sigo un sendero que me lleva a un puentecillo.

Saco foto del bosque donde he dormido con el sendero por el que voy hacia el pequeño puente. Sigo hacia un conjunto de casas similares y descubro el campanario de la iglesia que no ofrece más que la ausencia del “clocher”.
Una estructura con hueco central en círculos de mayor a menor, según se eleva al cielo, será el lugar donde ubicarán el nuevo campanario. El resto de la iglesia también está siendo restaurado. Sus andamios demuestran que tienen trabajo para rato. El día está nuboso pero ya se va aclarando. Confío en que no me llueva por el camino.
A estas horas de la mañana, hace poco que han dado las seis, todavía no se ve ni un alma por el pueblo. Saco dos fotos, una del campanario ausente, otra del conjunto y me encamino hacia el lugar de salida para coger la carretera a Sainte Anne d’Auray. Cuando paso junto a la crepería en que cené ayer, aprovecho para fotografiarla y así podéis ver su terraza.
En la que ayer dudé si montar o no mi cama a cubierto de la posible lluvia. Hubiera sido una buena choza. Como no ha llovido, acerté con el cambio a lugar más tranquilo, tanto, que ni me olieron los perros al pasar a mi lado. Se ve que no eran buenos perros cazadores, sino malos sabuesos. Encuentro la señal de arranque hacia el lugar al que voy, un centro renombrado, un lugar de peregrinación que yo desconocía y de lo que me enteraré cuando llegue, y así voy abandonando Plescop.
Saco foto del bosque donde he dormido con el sendero por el que voy hacia el pequeño puente. Sigo hacia un conjunto de casas similares y descubro el campanario de la iglesia que no ofrece más que la ausencia del “clocher”.
Una estructura con hueco central en círculos de mayor a menor, según se eleva al cielo, será el lugar donde ubicarán el nuevo campanario. El resto de la iglesia también está siendo restaurado. Sus andamios demuestran que tienen trabajo para rato. El día está nuboso pero ya se va aclarando. Confío en que no me llueva por el camino.
A estas horas de la mañana, hace poco que han dado las seis, todavía no se ve ni un alma por el pueblo. Saco dos fotos, una del campanario ausente, otra del conjunto y me encamino hacia el lugar de salida para coger la carretera a Sainte Anne d’Auray. Cuando paso junto a la crepería en que cené ayer, aprovecho para fotografiarla y así podéis ver su terraza.
En la que ayer dudé si montar o no mi cama a cubierto de la posible lluvia. Hubiera sido una buena choza. Como no ha llovido, acerté con el cambio a lugar más tranquilo, tanto, que ni me olieron los perros al pasar a mi lado. Se ve que no eran buenos perros cazadores, sino malos sabuesos. Encuentro la señal de arranque hacia el lugar al que voy, un centro renombrado, un lugar de peregrinación que yo desconocía y de lo que me enteraré cuando llegue, y así voy abandonando Plescop.
El mapa que me dio ayer
la señora de la crepería La Chaumière, me sirve para saber dónde
estoy en cada momento pues, aunque no ofrece casi ningún pueblo en
la carretera que llevo, si voy viendo los nombres de los
interminables Ker que voy dejando a ambos lados.
Según voy avanzando, parece que van a ser menos los kilómetros que me han predicho. Veo una piedra en el camino, como homenaje a dos “pompiers” (bomberos) fallecidos en acto de servicio. Fue en 1987 (un año contrario en numeración a la Revolución francesa) que, cuando lo comento en el bar La Scala, donde luego desayunaré, me dicen que serían muertos en accidente pues no recuerdan que por allí hubiera ningún incendio en esas fechas. Sin sacar foto del cielo, fotografío mi sombra gigante en la carretera, que demuestra que el sol ha penetrado las nubes y las ha hecho desaparecer. Como siempre, el sol sale por Levante, justo a mi espalda, pues yo voy casi recto hacia Poniente. Pero aún tengo carretera por delante, pues me falta media hora para llegar a Mériadec. En el campo, próximas a la carretera, veo alguna gibelurdiña de las verduscas, de las que en mi pueblo llamamos San Juan. Para qué la voy a coger si ni yo ni nadie me la va a poder cocinar. Si no hubiese tenido otra cosa, ni posibilidades de conseguir comida, la habría cogido y me la habría comido cruda. No es el caso. En el primer tramo la circulación es escasa pero, a partir de las siete ya empieza a ser mayor y, para las ocho, va “in crescendo”. Paso por un prado con caballos.
Según voy avanzando, parece que van a ser menos los kilómetros que me han predicho. Veo una piedra en el camino, como homenaje a dos “pompiers” (bomberos) fallecidos en acto de servicio. Fue en 1987 (un año contrario en numeración a la Revolución francesa) que, cuando lo comento en el bar La Scala, donde luego desayunaré, me dicen que serían muertos en accidente pues no recuerdan que por allí hubiera ningún incendio en esas fechas. Sin sacar foto del cielo, fotografío mi sombra gigante en la carretera, que demuestra que el sol ha penetrado las nubes y las ha hecho desaparecer. Como siempre, el sol sale por Levante, justo a mi espalda, pues yo voy casi recto hacia Poniente. Pero aún tengo carretera por delante, pues me falta media hora para llegar a Mériadec. En el campo, próximas a la carretera, veo alguna gibelurdiña de las verduscas, de las que en mi pueblo llamamos San Juan. Para qué la voy a coger si ni yo ni nadie me la va a poder cocinar. Si no hubiese tenido otra cosa, ni posibilidades de conseguir comida, la habría cogido y me la habría comido cruda. No es el caso. En el primer tramo la circulación es escasa pero, a partir de las siete ya empieza a ser mayor y, para las ocho, va “in crescendo”. Paso por un prado con caballos.
Mériadec (Meriadeg).
Sin mayores
contratiempos me acerco al único pueblo que figura en mi camino
desde Plescop. La llegada a Mériadec me da la medida de cómo voy de
tiempo, ya que he hecho dos tercios del camino y creo que en ¾ de
hora ya estaré con posibilidades de desayunar. Saco foto de la
iglesia que está en espacio despejado y continúo hacia Sainte Anne
d’Auray.
Antes de entrar paso por una verja con una gran mansión de techado típico bretón que intuyo residencia y casa de ejercicios. En la puerta se lee: Foyer Jean-Paul II.
Antes de entrar paso por una verja con una gran mansión de techado típico bretón que intuyo residencia y casa de ejercicios. En la puerta se lee: Foyer Jean-Paul II.
Sainte Anne d’Auray.
En bretón se lee S.
Anna Wened. No tenía ni idea de en qué sitio me iba a meter. Se ve
que este santuario es un lugar de peregrinación. Es de menor
dimensión que Lourdes, Fátima o Montserrat, pero no va a la zaga
del Lluc en Mallorca o el de Arantzazu en mi Gipuzkoa del alma.
La catedral es enorme pero, sobre todo, destacan las grandísimas dependencias de acogida para la cristiandad. Casi estoy decidido a pedir asilo para esta noche. Juan Pablo II vino aquí en 1986 y construyeron un altar exterior para poder hacer la celebración de la eucaristía multitudinaria en las campas que rodean el recinto. El que había, La Scala, muy próximo a La Scala, donde voy a desayunar y comer, se había quedado pequeño.
Además de las dependencias que he visto desde fuera, hay terrenos para acampar con tiendas de campaña. Voy haciendo un recorrido. Saco la primera foto al llegar donde se aprecia el conjunto de Catedral-Santuario-Residencia. En el cielo hay nubes y claros. Las nubes no amenazan lluvia. Por la primera puerta que puedo pasar, penetro en el claustro, desde donde saco foto de las arcadas del claustro recoleto, así como de la torre campanario en cuya cima vuela una imagen, probablemente de Santa Ana pero que, sin la hija, la virgen niña, resulta irreconocible. Luego me darán una explicación que me tendré que creer.
Saco otra foto del mismo claustro pero ahora menos espiritual y elevada, una foto que pisa tierra, como la que irían pisando los monjes, leyendo sus breviarios, y haciendo kilómetros alrededor, sin temor a las inclemencias del tiempo. “Ora et camina” era lo que se decían los que escapaban del “ora et labora”. Yo, que me considero espiritual aunque no ore, tras la jubilación y olvidado del trabajo, también me aplico el cuento del camina y disfruta de la libertad que los caminos de la vida te ofrece. Esta visión más terrena del claustro permite ver el espacio central verde, con hierba bien recortada y un crucero austero. En el justo medio está la virtud, dijo Aristóteles, un día que se despertó ocurrente. Es raro que todavía no le hayan hecho santo, como a S.Ócrates.
Un joven, con aspecto de seminarista, me orienta hacia la Sacristía. Lo que quiero saber es si hay o no albergue para peregrinos del Camino de Santiago. Pero no voy a lograr que nadie me lo diga. Después entro en la capilla de la Inmaculada. Es una capilla austera, con muchas vidrieras que no parece sean muy antiguas, pero que proporcionan gran luminosidad a todo el conjunto. Al salir de la capilla una mujer me hace volver a entrar, pues fuera, con el ruido que hace un hombre al limpiar con pistola de agua a presión los muros laterales, no me oye lo que le pregunto.
Me confirma que allí mismo es donde se acoge a los peregrinos. Le digo que ayer dormí en el bosque y que hoy ya no lo necesito, pues voy a continuar camino. No saldré hasta la tarde, después de comer. Después de lo que he visto, la mujer me hace un plan de visita, para que vea lo que me falta por ver. Entro en la basílica, donde se está oficiando algo previo a la misa de las nueve a la que, pronto, van a empezar a llamar las campanas. Sin llegar a la experiencia de Santa Sofía de Constantinopla, o Estambul, duele el cuello cuando se pretende ver tan altísimo techado. Saco foto para que podáis compartir la sensación que tanta altura me produce. Antes de que den las nueve, ya salgo de este santuario, catedral o basílica que, tanto me da, que me da lo mismo, cómo lo quieran llamar.
La mujer me invita a que me quede a la Santa Misa, pero yo sólo he comido una barrita de cereal y quiero desayunar “como Dios manda”. Luego me acerco al espacio Juan Pablo II con tiendas de campaña ya montadas y ropa tendida que, de alguna forma, indica que un buen grupo las está ocupando.
Paso por un templete al que se accede por una doble escalera y que ha sido construido en el centro de la gran explanada para las grandes ceremonias multitudinarias. Probablemente sea el altar donde el papa concelebró en 1986. Éste está mejor orientado y permite a mayor número de feligreses seguir la misa, que el que voy a ver enseguida.
En la zona ajardinada, paso junto a una estatua de Santa Ana y la Virgen niña. Enseguida voy a ver otra y me entran dudas de cuál de las dos es la que estaba arriba, sobre la torre campanario y que la tuvieron que retirar porque se corría el riesgo de que, semejante mole de piedra, se cayera empujada por el viento y el conjunto de la climatología. Antes eran madre e hija que sentían el vértigo de volar y ahora están más cerca del suelo. Como se suele decir, antes soñaban y ahora pisan tierra. Me inclino por pensar que la estatua original que estaba en el clocher es la que aparece en la última foto, sobre columna más elevada, ya que la otra, la que está entre arbustos del jardín, me parece demasiado pesada para ponerla tan alto.
Por fin llego al otro templete o altar que llaman La Scala y que me parece que ya ha quedado obsoleta desde 1986. Va a ser la única de las dos que subo y bajo. 35 escalones para subir y 35 para bajar. Si las matemáticas no engañan, 35-35=0. Tanto trabajo, para llegar al mismo suelo. Es como cuando sales de una ciudad en una isla y, tras recorrer el perímetro de ella, vuelves al punto de partida.
Esto es, llegas al mismo lugar buscando lo que ya tenías.
La catedral es enorme pero, sobre todo, destacan las grandísimas dependencias de acogida para la cristiandad. Casi estoy decidido a pedir asilo para esta noche. Juan Pablo II vino aquí en 1986 y construyeron un altar exterior para poder hacer la celebración de la eucaristía multitudinaria en las campas que rodean el recinto. El que había, La Scala, muy próximo a La Scala, donde voy a desayunar y comer, se había quedado pequeño.
Además de las dependencias que he visto desde fuera, hay terrenos para acampar con tiendas de campaña. Voy haciendo un recorrido. Saco la primera foto al llegar donde se aprecia el conjunto de Catedral-Santuario-Residencia. En el cielo hay nubes y claros. Las nubes no amenazan lluvia. Por la primera puerta que puedo pasar, penetro en el claustro, desde donde saco foto de las arcadas del claustro recoleto, así como de la torre campanario en cuya cima vuela una imagen, probablemente de Santa Ana pero que, sin la hija, la virgen niña, resulta irreconocible. Luego me darán una explicación que me tendré que creer.
Saco otra foto del mismo claustro pero ahora menos espiritual y elevada, una foto que pisa tierra, como la que irían pisando los monjes, leyendo sus breviarios, y haciendo kilómetros alrededor, sin temor a las inclemencias del tiempo. “Ora et camina” era lo que se decían los que escapaban del “ora et labora”. Yo, que me considero espiritual aunque no ore, tras la jubilación y olvidado del trabajo, también me aplico el cuento del camina y disfruta de la libertad que los caminos de la vida te ofrece. Esta visión más terrena del claustro permite ver el espacio central verde, con hierba bien recortada y un crucero austero. En el justo medio está la virtud, dijo Aristóteles, un día que se despertó ocurrente. Es raro que todavía no le hayan hecho santo, como a S.Ócrates.
Un joven, con aspecto de seminarista, me orienta hacia la Sacristía. Lo que quiero saber es si hay o no albergue para peregrinos del Camino de Santiago. Pero no voy a lograr que nadie me lo diga. Después entro en la capilla de la Inmaculada. Es una capilla austera, con muchas vidrieras que no parece sean muy antiguas, pero que proporcionan gran luminosidad a todo el conjunto. Al salir de la capilla una mujer me hace volver a entrar, pues fuera, con el ruido que hace un hombre al limpiar con pistola de agua a presión los muros laterales, no me oye lo que le pregunto.
Me confirma que allí mismo es donde se acoge a los peregrinos. Le digo que ayer dormí en el bosque y que hoy ya no lo necesito, pues voy a continuar camino. No saldré hasta la tarde, después de comer. Después de lo que he visto, la mujer me hace un plan de visita, para que vea lo que me falta por ver. Entro en la basílica, donde se está oficiando algo previo a la misa de las nueve a la que, pronto, van a empezar a llamar las campanas. Sin llegar a la experiencia de Santa Sofía de Constantinopla, o Estambul, duele el cuello cuando se pretende ver tan altísimo techado. Saco foto para que podáis compartir la sensación que tanta altura me produce. Antes de que den las nueve, ya salgo de este santuario, catedral o basílica que, tanto me da, que me da lo mismo, cómo lo quieran llamar.
La mujer me invita a que me quede a la Santa Misa, pero yo sólo he comido una barrita de cereal y quiero desayunar “como Dios manda”. Luego me acerco al espacio Juan Pablo II con tiendas de campaña ya montadas y ropa tendida que, de alguna forma, indica que un buen grupo las está ocupando.
Paso por un templete al que se accede por una doble escalera y que ha sido construido en el centro de la gran explanada para las grandes ceremonias multitudinarias. Probablemente sea el altar donde el papa concelebró en 1986. Éste está mejor orientado y permite a mayor número de feligreses seguir la misa, que el que voy a ver enseguida.
En la zona ajardinada, paso junto a una estatua de Santa Ana y la Virgen niña. Enseguida voy a ver otra y me entran dudas de cuál de las dos es la que estaba arriba, sobre la torre campanario y que la tuvieron que retirar porque se corría el riesgo de que, semejante mole de piedra, se cayera empujada por el viento y el conjunto de la climatología. Antes eran madre e hija que sentían el vértigo de volar y ahora están más cerca del suelo. Como se suele decir, antes soñaban y ahora pisan tierra. Me inclino por pensar que la estatua original que estaba en el clocher es la que aparece en la última foto, sobre columna más elevada, ya que la otra, la que está entre arbustos del jardín, me parece demasiado pesada para ponerla tan alto.
Por fin llego al otro templete o altar que llaman La Scala y que me parece que ya ha quedado obsoleta desde 1986. Va a ser la única de las dos que subo y bajo. 35 escalones para subir y 35 para bajar. Si las matemáticas no engañan, 35-35=0. Tanto trabajo, para llegar al mismo suelo. Es como cuando sales de una ciudad en una isla y, tras recorrer el perímetro de ella, vuelves al punto de partida.
Esto es, llegas al mismo lugar buscando lo que ya tenías.
La Scala. Desayuno y
comida.
A la entrada de este
pueblo sagrado, ya he visto una panadería. Ahora entro en La Scala y
pido desayuno. No tienen cruasán y me dicen que la bollería la debo
comprar en la panadería. Como esto ya no es nuevo para mí,
retrocedo hasta la “boulangerie” y compro un bollo de crema,
chocolate y pasas y un pastel de manzana. Me llenan mucho y los
termino a duras penas (2,25 €) en La Scala, donde me ponen un buen
café con leche, uno de los más baratos del recorrido (1,30 €).
Escribo y escribo. La camarera es simpatiquísima. Se ríe con alguna
anécdota que le cuento (la de la final del campeonato de Europa de
futbol, cuando llegué a un pueblo en que en ningún bar había
televisión). Me va dando toda la información que sabe de lo que le
pido. Y, escribiendo, me dan las doce y veinte del mediodía. Aunque
no tengo hambre, pues he desayunado tarde, decido quitarme el
problema y no dejar la comida al llegar a Auray, como estaba
planificando. Me quiero enterar del precio del menú, y paso al
comedor. Me parece bien y elijo una mesa individual, dejando otra
libre entre la mía y la de un matrimonio que come pegado a la pared.
Nada más sentarme, la mesa intermedia la ocupa un cuarentón, también
solitario. Es un hombre que dice poco, más bien nada, así que tomo
yo la iniciativa invitadora al diálogo. Corro el peligro de que se
convierta en monólogo, pero me arriesgo. Le hablo de mi viaje, pero
el hombre no muestra interés. Se le ve preocupado por algo. No
quiere perder concentración en lo que le absorbe el pensamiento y,
aunque es amable en sus respuestas, éstas no dejan de ser
monosilábicas. Abandono el intento de hablar, para no provocar una
conversación forzada. Habría estado más feliz si me hubiera puesto
a comer en una mesa donde hay dos viejecitas que brindan con vinillo,
se ríen y se lo pasan bomba. Como ensalada de pastel de vieira y una
loncha de cerdo con patatas fritas y hoja de roble y, de postre, “Île
flottant” (Isla flotante), algo que ya he visto en varias ocasiones
y que hoy me decido a probar. Será un postre recurrente para futuras
ocasiones en que no haya otro que me guste más. Consiste en un
cuenco de natillas sobre el que flota un iceberg de merengue poco
dulce, más bien parece claras batidas sin azúcar. Con un “pichet”
de ¼ litro de tinto, pago 12 € con Visa. Cuando voy al retrete,
al salir, tengo una conversación escatológica con una mujer. Ella me
dice que lea un papel. Como no capto bien lo que leo, ella me da una
explicación, se trata de algo sobre la caca y ser limpios, y está
en verso. Saludo a las dos mujeres mayores, a la mujer que me he
encontrado en el retrete y me despido de la camarera que tan amable
ha sido durante las casi cuatro horas que he estado en La Scala, sin
escalar. Para entonces, el solitario preocupado ya se había
marchado.
Dirección Pluneret.
Salgo con intención de
desandar lo andado por el pueblo, pues toda esta zona de La Scala y
la Basílica están al final de Sainte Anne d’Auray, y retroceder
hacia el cruce que he dejado al llegar y que ponía dirección Auray.
Pero, nada más salir del restaurante, me pongo a hablar con un
hombre cincuentón, al que he visto entrar dos veces en el bar
mientras yo escribía. Las dos veces me ha mirado con ganas de decir
algo, pero yo quería concentrarme en seguir con mi diario. Bastantes
paradas estaba haciendo por charlar con la camarera. Ahora tiene la
ocasión y, además me viene muy bien, ya que me da una buena
información. Me dice que no necesito retroceder hasta el inicio del
Monasterio, porque allí mismo hay un indicador que me orienta para
continuar a Auray. Si no es por él, con mi idea de ir al cruce, me habría
pasado desapercibido. También me dice que Pluneret está un poco
antes. Se interesa en mi viaje. “Yo he pateado los Pirineos”, me
dice. Le agradezco y me despido del informante y de este lugar tan
santificado y se me acaba el boli (desde santificado hasta boli ha
quedado en mi diario unas letras en gris clarito, poco perceptible. Continúo
con el bolígrafo que me regaló Romeu). Cuando ya estoy en la
carretera, me alcanza Guillaume, un joven de 18 años, que va rápido
a Pluneret para coger el tren. Ha terminado el primer año del Liceo
y me dice que lo que mejor se le daba era la poesía. “¿Qué te
gustaría ejercer como profesión?”, le pregunto y su respuesta es
contundente: “Entrar en la Gendarmería”. “No estaría nada mal
que Francia tuviera un gendarme poeta”, pienso. Y con este tema y
el de mi viaje, llegamos a la estación de Pluneret unos minutos
antes de las 14:00 horas, hora en que sale su tren.
Nos despedimos deseándonos suerte mutuamente: que él consiga plaza en la Gendarmería y que yo conserve la salud necesaria para seguir haciendo este viaje que tanto me agrada.
Nos despedimos deseándonos suerte mutuamente: que él consiga plaza en la Gendarmería y que yo conserve la salud necesaria para seguir haciendo este viaje que tanto me agrada.
Pluneret.
Una vez que Guillaume
ya se ha quedado en el tren, otra vez estoy solo. Pasadas las vías,
me voy acercando al pueblo. La carretera me encamina hacia la
iglesia, pero antes voy a tener varias razones para parar y
sacar foto.
Lo primero que me llama la atención es un bonito conjunto de hortensias que van desde el rosa fuerte, al más claro y al lila. También otro arriate con plantas de flores azules, que me recuerda al romero pero que no son tan aromáticas. Su dispersión aérea me recuerda a una cola de pavo real, aunque más monocorde. También hay un grupo de tiestos colgados de un muro, que no fotografío, y de los que cuelgan surfinias.
Algunas veces las confundo con las petunias. Pero la surfinia suele caer en cascada. Mirándolas, me descuido y me doy con uno de los tiestos en la cabeza. Se tambalea. No mi cabeza, sino el tiesto. Mi testa es más dura y firme. El pincho de la torre campanario de la iglesia está ya más cerca. En realidad, ni se ha movido desde que lo he visto con Guillaume, ni se moverá. Seré yo el que se va acercando a él.
Pero antes paso por el Ayuntamiento. La “Mairie” es un edificio recio y equilibrado de tres plantas. La tercera y última es aguardillada y se corresponde con el tejado de lajas de pizarra. Es la parte más austera.
La segunda planta, en cada una de sus cinco ventanas, tiene un tiesto con más surfinias, que también se precipitan en cascada, y casi tapan los cuatro banderines tricolor de la República. Bajo los ventanales de la primera planta han puesto un arriate corrido, que sólo lo interrumpe la puerta de entrada, que no está en el centro y que, para poner la ventana central, la han tenido que desplazar y ya no es coincidente con la central de la segunda planta.
Este arriate también está muy florido. Hay unas rejillas preparadas para que se aferren a ellas unas plantas trepadoras incipientes. Dejando atrás el ayuntamiento, por fin llego a la iglesia. La fotografío desde fuera, ya que por dentro no la puedo visitar al estar cerrada. Tiene campanario esbelto que, su parte superior menguante me recuerda a uno de los campanarios del Buen Pastor donostiarra. El reloj marca sólo las dos y cinco y parece que hace un montón de tiempo que he dicho adiós a Guillaume. Será que el tiempo real no coincide con el tiempo de la poesía. Finalmente llego a la biblioteca, que está cerrada y ni siquiera hago el menor intento de entrar. Tendría que esperar casi dos horas hasta la hora de apertura. Lo que más me llama la atención es la decoración de su fachada.
Una escalera casi sin soporte, muy etérea, asciende mediante la lectura y eleva a los lectores hacia la estratosfera, hacia el infinito. Los libros vuelan hacia paraísos ensoñados recreados por sus autores. Una estatua clásica, una mujer Belle Epoque o del romanticismo, que podría ser muy bien cualquiera de las hermanas Brontë, o el personaje de Jane Eyre, y un niño sobre el quicio de la puerta de acceso, son las figuras humanas que acompañan a libros que son imposible de identificar. Quizá, con buena vista, algún lomo descubra su contenido. ¿Estará El Quijote?
La escalera y una mansión, donde quizá en estos momentos se encuentre el amado y odiado señor Rochester, son los únicos elementos constructivos que, junto al prado, los arbustos y el arbolado, completan la pintura. Saco foto de esta curiosa biblioteca y me encamino hacia Auray.
Lo primero que me llama la atención es un bonito conjunto de hortensias que van desde el rosa fuerte, al más claro y al lila. También otro arriate con plantas de flores azules, que me recuerda al romero pero que no son tan aromáticas. Su dispersión aérea me recuerda a una cola de pavo real, aunque más monocorde. También hay un grupo de tiestos colgados de un muro, que no fotografío, y de los que cuelgan surfinias.
Algunas veces las confundo con las petunias. Pero la surfinia suele caer en cascada. Mirándolas, me descuido y me doy con uno de los tiestos en la cabeza. Se tambalea. No mi cabeza, sino el tiesto. Mi testa es más dura y firme. El pincho de la torre campanario de la iglesia está ya más cerca. En realidad, ni se ha movido desde que lo he visto con Guillaume, ni se moverá. Seré yo el que se va acercando a él.
Pero antes paso por el Ayuntamiento. La “Mairie” es un edificio recio y equilibrado de tres plantas. La tercera y última es aguardillada y se corresponde con el tejado de lajas de pizarra. Es la parte más austera.
La segunda planta, en cada una de sus cinco ventanas, tiene un tiesto con más surfinias, que también se precipitan en cascada, y casi tapan los cuatro banderines tricolor de la República. Bajo los ventanales de la primera planta han puesto un arriate corrido, que sólo lo interrumpe la puerta de entrada, que no está en el centro y que, para poner la ventana central, la han tenido que desplazar y ya no es coincidente con la central de la segunda planta.
Este arriate también está muy florido. Hay unas rejillas preparadas para que se aferren a ellas unas plantas trepadoras incipientes. Dejando atrás el ayuntamiento, por fin llego a la iglesia. La fotografío desde fuera, ya que por dentro no la puedo visitar al estar cerrada. Tiene campanario esbelto que, su parte superior menguante me recuerda a uno de los campanarios del Buen Pastor donostiarra. El reloj marca sólo las dos y cinco y parece que hace un montón de tiempo que he dicho adiós a Guillaume. Será que el tiempo real no coincide con el tiempo de la poesía. Finalmente llego a la biblioteca, que está cerrada y ni siquiera hago el menor intento de entrar. Tendría que esperar casi dos horas hasta la hora de apertura. Lo que más me llama la atención es la decoración de su fachada.
Una escalera casi sin soporte, muy etérea, asciende mediante la lectura y eleva a los lectores hacia la estratosfera, hacia el infinito. Los libros vuelan hacia paraísos ensoñados recreados por sus autores. Una estatua clásica, una mujer Belle Epoque o del romanticismo, que podría ser muy bien cualquiera de las hermanas Brontë, o el personaje de Jane Eyre, y un niño sobre el quicio de la puerta de acceso, son las figuras humanas que acompañan a libros que son imposible de identificar. Quizá, con buena vista, algún lomo descubra su contenido. ¿Estará El Quijote?
La escalera y una mansión, donde quizá en estos momentos se encuentre el amado y odiado señor Rochester, son los únicos elementos constructivos que, junto al prado, los arbustos y el arbolado, completan la pintura. Saco foto de esta curiosa biblioteca y me encamino hacia Auray.
Auray (An’ Alre).
Para entrar en esta
villa, que quizás pueda ser la más importante de los pueblos del
entorno, como Muzillac, Carnac o Quiberon, es necesario pasar un
puente sobre el río Auray.
Es un río que, llegando al golfo de Morbihan, ya va tomando el aspecto de mar. De hecho, un espacio de Auray lo ocupa el Port de Saint Goustan, que yo no voy a ver. Pasado el puente ya estoy en Auray. Lo primero que veo es una gran avenida con un edificio, Les Halles, que podría ser algo así como una zona comercial.
Colinda con un edificio que, por sus banderas, parece algo de carácter oficial pero que, por su torre, pudo ser en tiempos capilla o iglesia. Luego me meto por calles más estrechas, donde unas casas me vuelven a recordar a Vannes, Rennes y Nantes. Aquí, alguna, ya nos ofrece una balconada en el entramado de viguería. Estando en calle protegida, consigue así tener una terraza y un bonito mirador. Me gusta más esta casa que las vistas hasta ahora y creo que, con ese voladizo, la inclemencia climatológica no le puede afectar demasiado.
Sin ser una ciudad muy recargada, también prestan atención al elemento floral. En Francia se elijen las ciudades y pueblos mejor engalanados con flores y plantas y se les asigna un número de rosas dependiendo de la puntuación que obtengan. Yo he, visto a lo largo de mi viaje, desde una flor hasta un máximo de cuatro. Cuando pueda y me acuerde, daré cuenta de la calidad floral de cada villa. Llego a la iglesia, que dispone de un altísimo campanario. Para fotografiarla me las veo y deseo, puesto que la plaza en que está enclavada, es pequeña y me tengo que alejar para sacarla desde la carretera. Al estar tan próxima a ella, es inevitable que salgan también los coches. Entro dentro de la iglesia. Se trata de la dedicada a Saint Gildas. Un santo que va a acabar siendo muy familiar para mí.

Fotografío desde el fondo de la nave central, hacia el altar mayor y me ofrece un retablo barroco poco habitual y que me recuerda al de mi pueblo. Es de los dorados con pan de oro, del tipo de los que no me gustan nada. Luego busco alguna estatua dedicada al santo que, después de haber estado en el cabo de su mismo nombre y haber dormido en su bunker, me apetece conocerlo.
Al finalizar el viaje, en el norte de Bretaña, frente a Port Blanc, también hay una isla del mismo nombre. En verano de 2013 iniciaré por allí el recorrido de ese año y caminaré por islas, aprovechando la bajamar, acompañado de mi amiga Annick. Pasando por la isla en que tenía una gran mansión Lindbergh, en la isla de Saint Gildas bendicen el pan y dan de comulgar a los caballos, como ya os contaré. Bueno, sin querer adelantar un año de repente, hoy encuentro una imagen de Saint Gildas y la fotografío. Por su atuendo y el báculo que lleva, podría muy bien haber sido un obispo, al que canonizaran e hicieran santo. Hasta este año, lo único que conocía por ese nombre eran las gildas que preparaba en el Mareo de Altsasu, que consistían en pinchar en un palillo, una guindilla, una anchoilla en conserva y salada y una aceituna sin hueso, rellena o sin rellenar. Con la foto de San Gildas ya salgo contento de esta visita eclesial. Aquí lo tienen en lo alto y con algo más de dignidad que al San Sebastián en Pornichet.
Es un río que, llegando al golfo de Morbihan, ya va tomando el aspecto de mar. De hecho, un espacio de Auray lo ocupa el Port de Saint Goustan, que yo no voy a ver. Pasado el puente ya estoy en Auray. Lo primero que veo es una gran avenida con un edificio, Les Halles, que podría ser algo así como una zona comercial.
Colinda con un edificio que, por sus banderas, parece algo de carácter oficial pero que, por su torre, pudo ser en tiempos capilla o iglesia. Luego me meto por calles más estrechas, donde unas casas me vuelven a recordar a Vannes, Rennes y Nantes. Aquí, alguna, ya nos ofrece una balconada en el entramado de viguería. Estando en calle protegida, consigue así tener una terraza y un bonito mirador. Me gusta más esta casa que las vistas hasta ahora y creo que, con ese voladizo, la inclemencia climatológica no le puede afectar demasiado.
Sin ser una ciudad muy recargada, también prestan atención al elemento floral. En Francia se elijen las ciudades y pueblos mejor engalanados con flores y plantas y se les asigna un número de rosas dependiendo de la puntuación que obtengan. Yo he, visto a lo largo de mi viaje, desde una flor hasta un máximo de cuatro. Cuando pueda y me acuerde, daré cuenta de la calidad floral de cada villa. Llego a la iglesia, que dispone de un altísimo campanario. Para fotografiarla me las veo y deseo, puesto que la plaza en que está enclavada, es pequeña y me tengo que alejar para sacarla desde la carretera. Al estar tan próxima a ella, es inevitable que salgan también los coches. Entro dentro de la iglesia. Se trata de la dedicada a Saint Gildas. Un santo que va a acabar siendo muy familiar para mí.
Fotografío desde el fondo de la nave central, hacia el altar mayor y me ofrece un retablo barroco poco habitual y que me recuerda al de mi pueblo. Es de los dorados con pan de oro, del tipo de los que no me gustan nada. Luego busco alguna estatua dedicada al santo que, después de haber estado en el cabo de su mismo nombre y haber dormido en su bunker, me apetece conocerlo.
Al finalizar el viaje, en el norte de Bretaña, frente a Port Blanc, también hay una isla del mismo nombre. En verano de 2013 iniciaré por allí el recorrido de ese año y caminaré por islas, aprovechando la bajamar, acompañado de mi amiga Annick. Pasando por la isla en que tenía una gran mansión Lindbergh, en la isla de Saint Gildas bendicen el pan y dan de comulgar a los caballos, como ya os contaré. Bueno, sin querer adelantar un año de repente, hoy encuentro una imagen de Saint Gildas y la fotografío. Por su atuendo y el báculo que lleva, podría muy bien haber sido un obispo, al que canonizaran e hicieran santo. Hasta este año, lo único que conocía por ese nombre eran las gildas que preparaba en el Mareo de Altsasu, que consistían en pinchar en un palillo, una guindilla, una anchoilla en conserva y salada y una aceituna sin hueso, rellena o sin rellenar. Con la foto de San Gildas ya salgo contento de esta visita eclesial. Aquí lo tienen en lo alto y con algo más de dignidad que al San Sebastián en Pornichet.
La Chapelle del
Santo Spirito.
La Capilla del Santo
Espíritu no funciona para el culto sino que, en estos momentos,
acoge una curiosa y atractiva exposición, pero que no abre hasta las
tres de la tarde. Como no falta mucho, me doy una vuelta por el
entorno y regreso. Exteriormente, el edificio no tiene ningún
encanto y me abstengo de fotografiarlo. Debiera haberlo hecho, pero
ya es tarde para lamentos. Al regresar, llego a la par que la
responsable vigilante. Le pregunto si todo lo expuesto se refiere a
plantas autóctonas, del entorno, y me responde que sí.
Recuerdo un paseo que hicimos por Irun con Saravi (Santiago Ramos Vicente), propiciado por Otea, un grupo de amantes de la naturaleza que, por desgracia, se extinguió. Recorrimos paredes y muros de la ciudad observando plantas, líquenes, musgos, que crecían espontáneamente. También aprendimos a conocer algunas propiedades de otras que crecían en terrenos de las afueras, cercanas a la regata Ugalde (Ugalde erreka). Fue una experiencia muy interesante que ahora, viendo esta nueva exposición, me viene a la mente. Aquí también se cuidan las pequeñas hierbas y plantas que surgen en los intersticios de las baldosas, en las uniones de baldosa y pared, como ocurre con nuestra pareta belarra (hierba de pared), que además sirve para ayudar a hacer desaparecer la hepatitis. Estas hierbas, que brotan entre las losas, las cuida la encargada de la sala y periódicamente las va regando ella, para que no se queden sin humedad. Este es uno de sus trabajos, además de controlar y vigilar la sala. Hay plantas que cuelgan en una especie de probetas y una o dos plantas arrancadas que consiguen sobrevivir. Tienen flores que, al acercarse el observador, inician un baile, como un movimiento pendular de atracción y repulsión. Dudo sin son ellas o yo el que se mueve. También un cuadernillo pende de un hilo y se podrían hacer mil conjeturas sobre su significado. Una vez hechas estas observaciones, me centro en otras plantas que cuelgan por el aire. Pienso que son plantas que se alimentan absorbiendo nutrientes del aire. En San Andrés de Teixido, en el Norte de A Coruña, conocí unas que, provenientes de las islas Canarias, se alimentaban también del aire y allí las llamaban: la planta del amor. No sé si se podrían llamar aerófagas. Pero aquí no ocurre tal cosa pues, debajo, hay una mínima piscina cuya agua se evapora, asciende y, por finos circuitos de hilillos casi invisibles, baja a cada una de las plantas y así reciben el agua que necesitan. Con un sistema que, después de instalado, no requiere la intervención de ninguna persona, las plantas son regadas naturalmente. La encargada deberá vigilar que no se agote el agua de la piscina. Me gusta este invento. En la parte más luminosa de la capilla hay un herbario e imágenes explicativas que complementan la exposición. Sacada la foto desde el fondo de la “chapelle”, la impresión que se recibe es la de una nave eclesial que rinde culto a una nueva religión, la de la ecología, en un templo que, también con sus ritos, muy bien podría llamarse de nuestra señora de la Naturaleza.
Recuerdo un paseo que hicimos por Irun con Saravi (Santiago Ramos Vicente), propiciado por Otea, un grupo de amantes de la naturaleza que, por desgracia, se extinguió. Recorrimos paredes y muros de la ciudad observando plantas, líquenes, musgos, que crecían espontáneamente. También aprendimos a conocer algunas propiedades de otras que crecían en terrenos de las afueras, cercanas a la regata Ugalde (Ugalde erreka). Fue una experiencia muy interesante que ahora, viendo esta nueva exposición, me viene a la mente. Aquí también se cuidan las pequeñas hierbas y plantas que surgen en los intersticios de las baldosas, en las uniones de baldosa y pared, como ocurre con nuestra pareta belarra (hierba de pared), que además sirve para ayudar a hacer desaparecer la hepatitis. Estas hierbas, que brotan entre las losas, las cuida la encargada de la sala y periódicamente las va regando ella, para que no se queden sin humedad. Este es uno de sus trabajos, además de controlar y vigilar la sala. Hay plantas que cuelgan en una especie de probetas y una o dos plantas arrancadas que consiguen sobrevivir. Tienen flores que, al acercarse el observador, inician un baile, como un movimiento pendular de atracción y repulsión. Dudo sin son ellas o yo el que se mueve. También un cuadernillo pende de un hilo y se podrían hacer mil conjeturas sobre su significado. Una vez hechas estas observaciones, me centro en otras plantas que cuelgan por el aire. Pienso que son plantas que se alimentan absorbiendo nutrientes del aire. En San Andrés de Teixido, en el Norte de A Coruña, conocí unas que, provenientes de las islas Canarias, se alimentaban también del aire y allí las llamaban: la planta del amor. No sé si se podrían llamar aerófagas. Pero aquí no ocurre tal cosa pues, debajo, hay una mínima piscina cuya agua se evapora, asciende y, por finos circuitos de hilillos casi invisibles, baja a cada una de las plantas y así reciben el agua que necesitan. Con un sistema que, después de instalado, no requiere la intervención de ninguna persona, las plantas son regadas naturalmente. La encargada deberá vigilar que no se agote el agua de la piscina. Me gusta este invento. En la parte más luminosa de la capilla hay un herbario e imágenes explicativas que complementan la exposición. Sacada la foto desde el fondo de la “chapelle”, la impresión que se recibe es la de una nave eclesial que rinde culto a una nueva religión, la de la ecología, en un templo que, también con sus ritos, muy bien podría llamarse de nuestra señora de la Naturaleza.
De Auray a Carnac.
Salgo de la capilla del
Espíritu Santo y encuentro un coche con matrícula CH-774-EZ y no
tengo necesidad de hacer ninguna cábala para construir una palabra
que ya está hecha: “chez”, es otra forma de decir “maison”,
casa, y se presenta la dualidad de todos los años y el
enfrentamiento de las dos realidades que asombran al caminante. Por
un lado, el deseo de volver a casa, pues ya llevo 32 días fuera de
ella y, por otro, la voluntad de continuar el viaje, que también es
deseo y placer. Hoy gana la voluntad deseada, en Córcega ganará el
deseo de volver. Voy saliendo de Auray con ayuda de un vendedor de
vinos que está solo en su oficina y no tiene ningún cliente en la
tienda. Por todas las rotondas que paso, voy asegurando no perder la
dirección Carnac. Pero no en todas aparece y hay ratos en que voy un
poco a ciegas. Hay buen arcén, así que camino sin gran preocupación
a pesar de la mucha circulación viaria. Pero, sin más aviso, el
arcén desaparece y la circulación se mantiene espesa. Unas veces me
salgo a la hierba, otras me paro y otras continúo, según mi sentido
de la seguridad me da a entender. Es pura intuición.
Este mapa que presento es más amplio y comienza en Crac'h y Saint Philibert, me ofrece al detalle todo el recorrido por el puente en que entro a La Trinité sur Mer y todas sus playas, las salinas y el islote de Stuhan. Con él no habría tenido ningún problema para encontrar los alineamientos al atardecer, pero el caso es que, tan bueno y detallado mapa, no lo voy a obtener hasta que estoy en Plouharnel. ¡A sido una pena no haberlo obtenido antes!
A Crac’h.
Aún me quedan muchos
kilómetros para Carnac y voy haciendo de tripas corazón,
aparece una desviación hacia Crac’h y, como es por carretera
menor, me animo a cogerla. Doy algo más de vuelta, pero me va a llevar
al mismo sitio.
Es un respiro. Aunque tampoco tenga arcén y sea más estrecha, esta carretera tiene muy poca circulación. Ahora puedo disfrutar algo más del paisaje al no tener que vigilar los vehículos. Pronto empiezo a ver el siguiente referente, Saint Philibert que, si puedo, deberé evitar entrar. Han pasado casi dos horas desde que he salido de Auray y, entrando en Crac’h, lo primero que veo es a un grupo de mayores que juega al deporte nacional por excelencia: la petanca. Es la primera foto que hago en este pueblo. También saco foto de la iglesia, pero ni me acerco para ver si está abierta.
Entrando, pregunto a una señora el nombre del pueblo, más para saber cómo se pronuncia que por otra razón, puesto que ya lo he leído. Suena Crac, así que compruebo que, una vez más la “h” es de adorno. Pasará lo mismo en Córcega con Les Calanches, que allí pronuncian “calanc”. Más tarde Annick, otra Annick, y Vicente, me dicen que es la grafía bretona, que en francés se escribiría Crach, sin el apóstrofo. Me los encuentro ya a la salida del pueblo. Aunque no son de allí, viven en Crac’h. Son los primeros que me hablan de pasar un puente. Me dicen que debo pasar por un puente a La Trinité sur Mer. Se trata de un puente que pasa sobre la rivière de Crac’h, de Saint Philibert a La Trinité. El nombre del puente es el de Kerisper. Me dicen que ese puente no pertenece a Saint Philibert, sino que es de Crac’h. Así que Saint Philibert, definitivamente, lo voy a soslayar. Me despido de pareja tan buena informadora y continúo camino hacia el puente que me cruce al otro lado del río. Va a ser el último obstáculo que me voy a encontrar hasta llegar a Carnac.
Es un respiro. Aunque tampoco tenga arcén y sea más estrecha, esta carretera tiene muy poca circulación. Ahora puedo disfrutar algo más del paisaje al no tener que vigilar los vehículos. Pronto empiezo a ver el siguiente referente, Saint Philibert que, si puedo, deberé evitar entrar. Han pasado casi dos horas desde que he salido de Auray y, entrando en Crac’h, lo primero que veo es a un grupo de mayores que juega al deporte nacional por excelencia: la petanca. Es la primera foto que hago en este pueblo. También saco foto de la iglesia, pero ni me acerco para ver si está abierta.
Entrando, pregunto a una señora el nombre del pueblo, más para saber cómo se pronuncia que por otra razón, puesto que ya lo he leído. Suena Crac, así que compruebo que, una vez más la “h” es de adorno. Pasará lo mismo en Córcega con Les Calanches, que allí pronuncian “calanc”. Más tarde Annick, otra Annick, y Vicente, me dicen que es la grafía bretona, que en francés se escribiría Crach, sin el apóstrofo. Me los encuentro ya a la salida del pueblo. Aunque no son de allí, viven en Crac’h. Son los primeros que me hablan de pasar un puente. Me dicen que debo pasar por un puente a La Trinité sur Mer. Se trata de un puente que pasa sobre la rivière de Crac’h, de Saint Philibert a La Trinité. El nombre del puente es el de Kerisper. Me dicen que ese puente no pertenece a Saint Philibert, sino que es de Crac’h. Así que Saint Philibert, definitivamente, lo voy a soslayar. Me despido de pareja tan buena informadora y continúo camino hacia el puente que me cruce al otro lado del río. Va a ser el último obstáculo que me voy a encontrar hasta llegar a Carnac.
El Río Crac’h y
el puente Kerisper.
Remedando el cine,
también lo podría titular “El puente sobre el río Crac’h” o,
siendo más literario, “Un puente sobre el Drina”, de Ivo Andric.
Según un nuevo mapa que llevo de la zona, que comienza en Crac’h
y que, atendiendo a la información que me ha dado el matrimonio,
pero que en él no lo pone, me da la impresión de que estoy en Saint
Philibert, ya voy viendo el plan mejor para continuar. Procuraré ir
por la costa en cuanto pueda salir al mar. Parece que por aquí puede
haber bonitas playas. Cuando estoy llegando al río, ya veo de qué
tipo es. Quizás por la marea baja, ofrece el aspecto del limo de
cualquier zona marisquera. Fango y más fango y ya, desde este lado,
veo el puente y, enfrente, La Trinité sur Mer. Una tejavana me
oculta lo que allí se almacena o produce y la única pista que me da
de qué puede ir la cosa, son unos palés y unos grandes cestones de
colores, azules, verdes y amarillos. “¿Para marisco, pescado o
bivalvos?”, me pregunto, y me quedo sin respuesta. Saco foto de
panorama tan poco grato para alguien que lleva días sin bañarse en
el mar y que desea hacerlo.
Las características del lugar me obligan a dar un gran rodeo. Ahora veo el puente pero escorado hacia el otro lado. Alguien ajeno a esta gran revuelta que estoy dando, podría pensar que ya he pasado el puente y que continúo por la costa hacia el oeste. Qué lejos de la realidad es esta apreciación, pues aún estoy en el lado de Crac’h.
Estoy en el “Parc à huitres”, el parque de ostras. Ahora ofrezco otra zona fangosa con maquinaria adecuada para ese menester y con el puente todavía muy alejado. Dos plataformas con cabina de barco y poleas servirán para el trasiego de las ostras. Tras otro rato caminando, consigo llegar al puente y, desde arriba, fotografío el puerto deportivo. Luego bajaré y caminaré hacia capitanía.
La siguiente foto ya muestra la bocana de salida al mar del río Crac’h. En las dos últimas fotos, el agua de mar lo anega todo y da la impresión de que la marea está ya alta. Al fondo de la última hay algo que nadie sabe decirme qué es, pero yo creo que son las islas de Houat y Hoëdic. Alguien me dice que es la costa de Quimiac-Mesquer en Loire Atlantique, pero yo me niego a creerlo, pues creo que la última costa me la ocultaría.
Las características del lugar me obligan a dar un gran rodeo. Ahora veo el puente pero escorado hacia el otro lado. Alguien ajeno a esta gran revuelta que estoy dando, podría pensar que ya he pasado el puente y que continúo por la costa hacia el oeste. Qué lejos de la realidad es esta apreciación, pues aún estoy en el lado de Crac’h.
Estoy en el “Parc à huitres”, el parque de ostras. Ahora ofrezco otra zona fangosa con maquinaria adecuada para ese menester y con el puente todavía muy alejado. Dos plataformas con cabina de barco y poleas servirán para el trasiego de las ostras. Tras otro rato caminando, consigo llegar al puente y, desde arriba, fotografío el puerto deportivo. Luego bajaré y caminaré hacia capitanía.
La siguiente foto ya muestra la bocana de salida al mar del río Crac’h. En las dos últimas fotos, el agua de mar lo anega todo y da la impresión de que la marea está ya alta. Al fondo de la última hay algo que nadie sabe decirme qué es, pero yo creo que son las islas de Houat y Hoëdic. Alguien me dice que es la costa de Quimiac-Mesquer en Loire Atlantique, pero yo me niego a creerlo, pues creo que la última costa me la ocultaría.
La Trinité-sur-Mer
(An Drinded).
Paso el puente y
compruebo que La Trinité-sur-Mer, en bretón, se escribe An Drinded.
Camino por el borde del puerto, donde las casas ofrecen
establecimientos de hostelería, panadería, bocadillos y
restaurantes.
El paseo es grato, con amplias aceras, pero es una lástima que no sea todo un paseo peatonal, ya que hay carretera de doble dirección que ocupa mucho espacio y, aunque esté lleno de jardineras floridas, no consiguen disipar el peligro que suponen los vehículos para disfrutar relajados de esta zona de ocio. Una de las calzadas está en reparación. Como ya lo he fotografiado desde el puente, ahora no saco foto del puerto. No veo bancos y unos pivotes, entre jardineras, hacen el servicio sustitutorio. Sigo caminando hacia el final de la ría del Crac’h, y saco foto de una playa que todavía está en el ámbito de la ría.
Un camino precioso y bien indicado, me va llevando hacia Carnac. Este camino va muy próximo a la costa, y hay zonas bonitas pero con muchas rocas. No es el sitio más apetecible para darme un baño. Enseguida me encuentro con una pareja que viene andando desde Carnac. No han visto los megalitos, así que poco me pueden ayudar para encontrarlos. Tampoco saben como para aclararme algo de la geografía más próxima. Alucinan cuando les digo que vengo andando desde la frontera del País Vasco.
Otra pareja va descalza por el camino, pero sólo nos saludamos. Llego a la bocana de rocas, donde se aprecian los dos extremos. A este lado la Pointe de Kerbihan mientras que la otra, la más alejada, es Le Fort, en dominios de Saint Philibert. En esta zona alguien ha sido tan caprichoso como para construirse una casa rodeada de mar por todas partes menos por el Norte.
Tiene aspecto de ser una casa muy antigua y ni siquiera sé si está habitada. Aunque no dispone de carretera, tiene un buen camino por el que se puede llegar en coche. Al menos veo uno con la puerta de atrás levantada y a un hombre que merodea por el lugar. Eso es lo que me hace pensar en casa habitada. También puede ser un pescador que elige ese lugar por ser bueno para sus capturas de peces, moluscos o crustáceos. Un poco antes de la casa y orientado hacia la ría, un bunker enfoca su bocana para llenar de metralla al intruso que se quiera acercar desde el mar.
Más tarde, topo con padre e hija, quienes no se lo pueden creer. Al menos éstos me señalan por donde va la península de Quiberon y dónde está Belle-Île-en-Mer. Se van y me voy, dejándoles alucinados también. Después de tanto bordear el golfo de Morbihan y de ir por interior, ¡por fin!, salgo a playas de mar abierto. El camino sigue siendo precioso y ahora ya sé que me va a llevar hasta Carnac. No voy a ver los megalitos porque yo llego por la costa y estos pedruscos alineados se encuentran al Norte de la ciudad. Paso por una hermosa casa con tejado de paja construido con formas sinuosas que ofrece un conjunto grato y femenino. Sus paredes blancas contrastan con las ventanas y contraventanas azules.
Alguien me dice que para ver los alineamientos prehistóricos, debo ir hacia la iglesia. Como el pincho del campanario ya lo empiezo a ver desde muy lejos, al menos, tengo una referencia de qué dirección tomar.
El paseo es grato, con amplias aceras, pero es una lástima que no sea todo un paseo peatonal, ya que hay carretera de doble dirección que ocupa mucho espacio y, aunque esté lleno de jardineras floridas, no consiguen disipar el peligro que suponen los vehículos para disfrutar relajados de esta zona de ocio. Una de las calzadas está en reparación. Como ya lo he fotografiado desde el puente, ahora no saco foto del puerto. No veo bancos y unos pivotes, entre jardineras, hacen el servicio sustitutorio. Sigo caminando hacia el final de la ría del Crac’h, y saco foto de una playa que todavía está en el ámbito de la ría.
Un camino precioso y bien indicado, me va llevando hacia Carnac. Este camino va muy próximo a la costa, y hay zonas bonitas pero con muchas rocas. No es el sitio más apetecible para darme un baño. Enseguida me encuentro con una pareja que viene andando desde Carnac. No han visto los megalitos, así que poco me pueden ayudar para encontrarlos. Tampoco saben como para aclararme algo de la geografía más próxima. Alucinan cuando les digo que vengo andando desde la frontera del País Vasco.
Otra pareja va descalza por el camino, pero sólo nos saludamos. Llego a la bocana de rocas, donde se aprecian los dos extremos. A este lado la Pointe de Kerbihan mientras que la otra, la más alejada, es Le Fort, en dominios de Saint Philibert. En esta zona alguien ha sido tan caprichoso como para construirse una casa rodeada de mar por todas partes menos por el Norte.
Tiene aspecto de ser una casa muy antigua y ni siquiera sé si está habitada. Aunque no dispone de carretera, tiene un buen camino por el que se puede llegar en coche. Al menos veo uno con la puerta de atrás levantada y a un hombre que merodea por el lugar. Eso es lo que me hace pensar en casa habitada. También puede ser un pescador que elige ese lugar por ser bueno para sus capturas de peces, moluscos o crustáceos. Un poco antes de la casa y orientado hacia la ría, un bunker enfoca su bocana para llenar de metralla al intruso que se quiera acercar desde el mar.
Más tarde, topo con padre e hija, quienes no se lo pueden creer. Al menos éstos me señalan por donde va la península de Quiberon y dónde está Belle-Île-en-Mer. Se van y me voy, dejándoles alucinados también. Después de tanto bordear el golfo de Morbihan y de ir por interior, ¡por fin!, salgo a playas de mar abierto. El camino sigue siendo precioso y ahora ya sé que me va a llevar hasta Carnac. No voy a ver los megalitos porque yo llego por la costa y estos pedruscos alineados se encuentran al Norte de la ciudad. Paso por una hermosa casa con tejado de paja construido con formas sinuosas que ofrece un conjunto grato y femenino. Sus paredes blancas contrastan con las ventanas y contraventanas azules.
Alguien me dice que para ver los alineamientos prehistóricos, debo ir hacia la iglesia. Como el pincho del campanario ya lo empiezo a ver desde muy lejos, al menos, tengo una referencia de qué dirección tomar.
Todavía sin salir de
La Trinité, veo una playa y pienso que podré darme un baño allí,
pero no he visto el recodo y me va a meter en zona de salinas que me
resistiré a dejar de ver. El camino es cambiante y muy variado.
Lo mismo voy por cemento, tierra, piedras, arena, rocas, playa y hasta haré un tramo por las salinas, donde paneles fotográficos ilustran lo que los ojos ya ven. También el proceso de extracción de la sal y un fango negro con palas mecánicas. También llego al granero de la sal, que es una casa sin más luz que el vano de la puerta, que está enrejada.
Yo que creía que lo tenía claro, ahora me surge la duda con la palabra “paludiers”, ya no sé si se refiere a los trabajadores que extraen la sal en las salinas, o son las piscinas donde la sal se evapora (Un hombre en Le P’tit Breton, que es donde estoy escribiendo al día siguiente, me confirma que son los hombres, como ya interpreté en les Marais Salants de Guérande). Saliendo de las salinas, un matrimonio juega a petanca en una campa. En algún otro lugar he visto más jugadores, además de en Crac’h. Va a ser después de visitar las salinas cuando salgo de nuevo a la playa que he visto antes, pero coincide al fondo con la entrada de alimentación de agua del Anse de Kerdual, así que me veo obligado a salir a la carretera.
Aunque no sé por medio de qué mecanismos, da la impresión de que el agua de este anse alimente las salinas, pero no acabo de ver el punto de comunicación del anse con los Marais Salants. En esta especie de lago, un joven patina con tabla por la superficie arrastrado por una motora, está haciendo esquí acuático y se cae dos veces. A la tercera va la vencida y consigue mantenerse sobre la tabla. Allí le dejo que siga esquiando.
Lo mismo voy por cemento, tierra, piedras, arena, rocas, playa y hasta haré un tramo por las salinas, donde paneles fotográficos ilustran lo que los ojos ya ven. También el proceso de extracción de la sal y un fango negro con palas mecánicas. También llego al granero de la sal, que es una casa sin más luz que el vano de la puerta, que está enrejada.
Yo que creía que lo tenía claro, ahora me surge la duda con la palabra “paludiers”, ya no sé si se refiere a los trabajadores que extraen la sal en las salinas, o son las piscinas donde la sal se evapora (Un hombre en Le P’tit Breton, que es donde estoy escribiendo al día siguiente, me confirma que son los hombres, como ya interpreté en les Marais Salants de Guérande). Saliendo de las salinas, un matrimonio juega a petanca en una campa. En algún otro lugar he visto más jugadores, además de en Crac’h. Va a ser después de visitar las salinas cuando salgo de nuevo a la playa que he visto antes, pero coincide al fondo con la entrada de alimentación de agua del Anse de Kerdual, así que me veo obligado a salir a la carretera.
Aunque no sé por medio de qué mecanismos, da la impresión de que el agua de este anse alimente las salinas, pero no acabo de ver el punto de comunicación del anse con los Marais Salants. En esta especie de lago, un joven patina con tabla por la superficie arrastrado por una motora, está haciendo esquí acuático y se cae dos veces. A la tercera va la vencida y consigue mantenerse sobre la tabla. Allí le dejo que siga esquiando.
Île de Stuhan.
Aunque ya llevo mucho
rato lejos del núcleo principal de La Trinité sur Mer, no acabo de
salir de su territorio.
La playa de Poulbert se acaba y trepo hacia el arcén. Ya en carretera, paso por encima del canal de comunicación y llego al otro lado de la playa. No sé si recibe otro nombre o el mismo. Enseguida se me presenta un espacio precioso hacia el mar, se trata de la isla de Stuhan que ofrece un largo corredor de arena que la comunica con la playa. Van a dar las siete y media y se me está haciendo tarde para llegar a Carnac a hora prudencial, ver los Alignements, cenar y buscar acomodo para dormir, así que, aunque el azul del agua es invitador, renuncio al deseado baño.
Otra razón es que está demasiado visible desde la carretera como para darme un baño en bolas. También me tienta dormir en la isla, pero desconozco el comportamiento de las mareas y pienso que si por la mañana, a la hora de partir, la marea está alta o cubre el corredor de arena, ¿hasta qué hora tendré que estar esperando a la bajamar?, ¿y si esta noche llueve? Todo este conjunto de razones, me lleva a continuar hacia Carnac.
Paso por una casa de tres plantas que está cerrada a cal y canto. Sus contraventanas blancas destacan sobre la piedra y tiene una parte alta muy irregular y llamativa. Me parece que las cuatro columnas elevadas no pueden ser todas chimeneas, pero no lo puedo asegurar, pues no voy a tener ocasión de visitar ninguna casa bretona por dentro. Si no la última, esta casa es de las últimas que pertenecen aún a La Trinité sur Mer. También la playa de Men-Du entre el corredor de la isla y la última casa, es la última de La Trinité.
La playa de Poulbert se acaba y trepo hacia el arcén. Ya en carretera, paso por encima del canal de comunicación y llego al otro lado de la playa. No sé si recibe otro nombre o el mismo. Enseguida se me presenta un espacio precioso hacia el mar, se trata de la isla de Stuhan que ofrece un largo corredor de arena que la comunica con la playa. Van a dar las siete y media y se me está haciendo tarde para llegar a Carnac a hora prudencial, ver los Alignements, cenar y buscar acomodo para dormir, así que, aunque el azul del agua es invitador, renuncio al deseado baño.
Otra razón es que está demasiado visible desde la carretera como para darme un baño en bolas. También me tienta dormir en la isla, pero desconozco el comportamiento de las mareas y pienso que si por la mañana, a la hora de partir, la marea está alta o cubre el corredor de arena, ¿hasta qué hora tendré que estar esperando a la bajamar?, ¿y si esta noche llueve? Todo este conjunto de razones, me lleva a continuar hacia Carnac.
Paso por una casa de tres plantas que está cerrada a cal y canto. Sus contraventanas blancas destacan sobre la piedra y tiene una parte alta muy irregular y llamativa. Me parece que las cuatro columnas elevadas no pueden ser todas chimeneas, pero no lo puedo asegurar, pues no voy a tener ocasión de visitar ninguna casa bretona por dentro. Si no la última, esta casa es de las últimas que pertenecen aún a La Trinité sur Mer. También la playa de Men-Du entre el corredor de la isla y la última casa, es la última de La Trinité.
Carnac (Karnag).
Por fin, entro en
Carnac. Trato de buscar la iglesia que tan bien he visto desde la
peninsulita de Grazu pero ahora, al estar más cerca, me falta
perspectiva y las casas me tapan el pináculo de la torre. Anuncian,
pero tardo y no consigo llegar al Centre-ville. La iglesia es la mejor
referencia para ver los megalitos anunciados. Me canso y pregunto.
“Más adelante”, me dicen. A la vez, me voy fijando en posibles
sitios para pasar la noche. Paso junto a un gran colegio, con patios
amplios que me puedan permitir protección y aislamiento, pero no veo
nada a cubierto. En uno de ellos, dos jóvenes juegan con sus motos.
Todavía estoy lejos del centro pero, ¡por fin!, llego a la zona de
la iglesia. Paso por el museo de la Prehistoria que, como es lógico
a estas horas, está cerrado.
Creo que los megalitos no pueden quedar lejos, pero no se ven alineamientos en el entorno. Veo una escuela de empresarios, quizá sea de empresariales, o algo similar y un posible rincón protegido. Un edificio de madera con voladizo, pero está demasiado cerca de la carretera. Saco foto del museo y de la plaza con la iglesia. Serán las dos últimas del día.
Creo que los megalitos no pueden quedar lejos, pero no se ven alineamientos en el entorno. Veo una escuela de empresarios, quizá sea de empresariales, o algo similar y un posible rincón protegido. Un edificio de madera con voladizo, pero está demasiado cerca de la carretera. Saco foto del museo y de la plaza con la iglesia. Serán las dos últimas del día.
La Marine: Cena.
Decido cenar primero y
luego ya seguiré buscando pedruscos y cama. Ceno ensalada de tomate
y pollo asado con ensalada de hoja de roble y patatas fritas. He
caminado mucho y me lo como todo con gusto y ganas. El que me atiende
se sorprende de que haya hecho tanto recorrido. Me dice por donde
puedo llegar a los Megalitos: Menec a la izquierda y Kermario a la
derecha. Marco el recorrido en el mapa, pago los 18 € de la cena
con Visa y me voy a buscar los alineamientos prehistóricos.
Sin encontrar
megalitos, consigo dormitorio.
Cojo en dirección a la
calle que he entendido y, al pasar, veo una escuela, también el
furgón de un gran camión que está varado o aparcado. Hay una
puerta abierta y leo un cartel que dice que, por favor la cierre. La
cierro. Continúo por una avenida de Plátanos. Voy mirando bien a
derecha e izquierda, tanto me da Menec que Kermario. Salgo de Carnac.
“a vientote”, dice el cartel de despedida. Sigo un poco más y
regreso, con el convencimiento de que, en Carnac, no hay Megalitos.
Regreso con intención de volver a la escuela que me ha gustado para
dormir, en recinto de patio, aislado de mundanal cocherío. Cuando
voy a entrar, llega un coche que, por sus intermitentes, intuyo que
con intención de aparcar. Para disimular mi intención, le indico
para que haga bien la maniobra y no pegue al coche de detrás, y lo
deja allí bien aparcado. Ahora sólo me queda esperar a que se vaya
de la zona y luego entrar por la puerta de la escuela. Pero no tengo
la suerte de cara, pues el muchacho se dispone a entrar por la puerta
principal del edificio cuyo patio pensaba ocupar. “¿Vives aquí?”,
le pregunto, y él me responde afirmativamente. “¿Pero, ya ha
acabado el curso escolar?” y también me da la razón, pero “soy
el guarda del edificio”. Nos despedimos y el joven entra y
desaparece en el interior. Yo no le puedo decir que tengo intención
de dormir en el patio, pues sería ponerle en un compromiso. Pondré
mucho cuidado para que no me vea y se sienta obligado a echarme. Otra
cosa hubiera sido si él fuera guardián de su propia casa, pero este
es su trabajo y no me gustaría perjudicarle y que le echaran por no
vigilar bien. Con discreción, entro por la puerta del patio, subo
las escaleras hacia el primer corredor y me voy hacia el rincón más
protegido. Hubiera preferido apoyo en pared, pero el rincón termina
en puerta de cristal de dos hojas. Si el guarda baja por las
escaleras de dentro, estoy muy visible y vulnerable. Confío en que
hoy no apure el celo de vigilante y se acueste pronto a dormir. La
otra puerta, también cristalera, comunica con una clase. Por ahí
pienso que no voy a tener ningún riesgo de que me vean. Monto sobre
la alfombrilla la esterilla, y con total despreocupación, pues nadie
me va a quitar hoy nada del equipaje, compruebo que hoy voy a dormir
algo más mullido que sobre cemento. Ninguna luz potente me molesta.
Cuando me levanto a orinar por primera vez, me calzo y bajo las
escaleras hasta llegar a un árbol. Bajo con sigilo para que no me
ocurra lo mismo que en la escuela de Saint Marc pero, cuando supero
la sombra del árbol, se encienden dos focos potentes. Menos mal que
es corta su duración pues, para cuando acabo de orinar y estoy
subiendo las escaleras, ya se han vuelto a apagar. Luego empieza a
llover y las últimas orinadas, las hago desde el balconcillo del
corredor que da al patio. Los focos y la lluvia me obligan a ser más
guarro de lo que es mi deseo. El chorrito de pis hace una mínima
parábola y se pierde en la alcantarilla de desagüe. Duermo bien y
el cuerpo no me duele cuando doy las vueltas nocturnas. En cuanto
empiece el buen tiempo y llegue a playas adecuadas, hago el propósito
de hacer ejercicios de Pilates y de Tai-Chi. No quiero anquilosarme.
Balance de una larga jornada con
mucho de interior.
Desde que por la mañana
he salido de Plescop, hasta que he llegado a La Trinité-sur-Mer, he
caminado muy alejado del mar. A pesar de ello, y que al llegar a las
playas ya se me ha hecho tarde para el baño, la jornada ha sido
entretenida. Sainte Anne d’Auray se me ha presentado por sorpresa.
No esperaba que fuera un santuario. Entre los encuentros, destaco el
del joven poeta que quiere ser gendarme y el matrimonio de Crac’h que me
ha ayudado. También en el restaurante de La Scala me han tratado
bien, y la invitación a misa y el hombre que me ha facilitado la
salida hacia Auray. En la cena no he sabido interpretar bien el
camino y, ni a izquierda, ni a derecha, he encontrado los famosos
alineamientos megalíticos. Mañana lo volveré a intentar. He tenido
suerte de que el guarda no me haya localizado durmiendo en la
escuela. Supongo que cuando se han encendido los focos, estaría
dormido.
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